Desde que se instauraran los premios Nobel, a principios del siglo XX, muchas han sido las voces que han puesto en tela de juicio la idoneidad de algunos de los premiados, sobre todo por lo que compete al de la Paz. Un debate que se reabre en la presente edición debido a que Barack Obama se ha alzado con una distinción que tiene más de simbólico, de gesto, que de realidad tangible, por cuanto su trayectoria no le sitúa precisamente ni tan siquiera entre la terna de candidatos depositario merecedor de semejante premio. Si nos ceñimos al texto del testamento escrito de puño y letra de Alfred Nobel (1833-1896), buena parte de cuya inmensa fortuna iría destinada a la creación de los premios que llevarían su nombre, la perplejidad nos asalta cuando sabemos que el receptor del «buque insignia» de los mismos, esto es, el de la Paz entra en conflicto, al menos, en un punto (esencial): «una parte a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz». El comité que ha debido lidiar este 2009 con la papeleta de designar al Premio Nobel de la Paz no debió reparar en que Obama ha dado el visto bueno a la ampliación del número de soldados —contabilizados en miles—, que deben operar en Afganistán mientras que han hecho caso omiso mayoritariamente a la candidatura de, por ejemplo, Vicenç Ferrer, cuya callada labor humanitaria ha mantenido viva la esperanza (y lo que es más práctico) la vida de cientos de miles de personas en una región de la India dejado de la mano de Dios.
Desde mi prisma, tamaña afrenta no hace más que poner en entredicho unos premios que ya tenían un poso de sospecha desde el momento de su creación, a la muerte de Alfred Nobel, quien había amasado unas ganancias descomunales al albur de la patente y comercialización de diversos inventos, algunos de los cuales tendrían utilidad en el terreno militar. La cuadratura del círculo estaba servida. Pero es bien sabido y documentado que célebres inventores o científicos que, en su momento, gracias a sus privilegiadas mentes habían confeccionado artilugios u otros hallazgos con fines que tuvieron otras aplicaciones por las que se idearon, mantuvieron en vida un sentimiento de autoinculpación. La Segunda Guerra Mundial produjo un alud de casos de físicos, químicos e ingenieros que, después de trabajar para la industria armamentística en sus respectivos países —aunque también serviría de moneda de cambio para trabajar al servicio del mejor postor—, luego entonarían el mea culpa y se dedicaron a cantar las bondades de la paz dando conferencias y/o simplemente abandonando sus plazas en universidades o escuelas. Ilustrativa al respecto fue la ejecutoria de Robert Oppenheimer, el padre del «Proyecto Manhattan», que se revelaría antesala para lo que estaría por llegar un fatídico día de agosto de 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Iroshima y Nagasaki. Al cabo de unas semanas, Japón firmaría el armisticio que precipitaría el fin de la Segunda Guerra Mundial, toda vez que el ejército nazi había entrado en vía muerta y se batía en retirada en diversas plazas del mundo. Digamos que, a partir de entonces, en las universidades de todo el mundo se dio una suerte de «objeción de conciencia» que se tradujo en que el número de estudiantes matriculados en Física, Química o determinadas ingenierías caería en picado. Un descenso, empero, no lo suficientemente pronunciado para que durante la Guerra Fría se colocara en un brete a los comités de selección de los Nobel, quienes siguiendo las directrices de su fundador, había colegido otorgar premios en algunas disciplinas del ámbito científico, a saber, las de Fisiología, Medicina, Física y Química. Intuyo que determinadas arbitrariedades se han podido dar en estos campos, pero la que se lleva la palma, sin duda, es la del Nobel de la Paz. Repasando la nómina de los premiados en esta apartado debería sonrojar a más de uno del comité de selección para escarnio de la humanidad que ha visto levantar con la diestra o la siniestra la caja que contiene la imagen circular de tonos cobrizos del inventor sueco a Henry Kissinger o Yasser Arafat por citar algunos ejemplos de infuasto recuerdo. Pero ya se sabe que los designios del alma humana son insondables y más si cabe en el ánimo de un comité institucional, a rebujo de la crème de la crème de la sociedad escandinava —con el eje Estocolmo-Oslo por bandera—, que se despacha a gusto cada x años al otorgar la bendición urbi et orbe a una distinguida personalidad, en especial del mundo de la política. Cuando Obama —por quien dicho sea de paso, profeso una notable admiración: razones para ello no faltan— se preste dentro de unas semanas a hacer el saludo militar y acompañar en el sentimiento... patriótico a otra legión de soldados con pasaporte a Afganistán veremos cuantos de los miembros de ese comité se esconden bajo las faldas de esas mesas donde reposaban manjares para ser degustados por príncipes, princesas y dirigentes de medio mundo que asistían a la cena en honor del actual Presidente de los Estados Unidos de América.
Desde mi prisma, tamaña afrenta no hace más que poner en entredicho unos premios que ya tenían un poso de sospecha desde el momento de su creación, a la muerte de Alfred Nobel, quien había amasado unas ganancias descomunales al albur de la patente y comercialización de diversos inventos, algunos de los cuales tendrían utilidad en el terreno militar. La cuadratura del círculo estaba servida. Pero es bien sabido y documentado que célebres inventores o científicos que, en su momento, gracias a sus privilegiadas mentes habían confeccionado artilugios u otros hallazgos con fines que tuvieron otras aplicaciones por las que se idearon, mantuvieron en vida un sentimiento de autoinculpación. La Segunda Guerra Mundial produjo un alud de casos de físicos, químicos e ingenieros que, después de trabajar para la industria armamentística en sus respectivos países —aunque también serviría de moneda de cambio para trabajar al servicio del mejor postor—, luego entonarían el mea culpa y se dedicaron a cantar las bondades de la paz dando conferencias y/o simplemente abandonando sus plazas en universidades o escuelas. Ilustrativa al respecto fue la ejecutoria de Robert Oppenheimer, el padre del «Proyecto Manhattan», que se revelaría antesala para lo que estaría por llegar un fatídico día de agosto de 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Iroshima y Nagasaki. Al cabo de unas semanas, Japón firmaría el armisticio que precipitaría el fin de la Segunda Guerra Mundial, toda vez que el ejército nazi había entrado en vía muerta y se batía en retirada en diversas plazas del mundo. Digamos que, a partir de entonces, en las universidades de todo el mundo se dio una suerte de «objeción de conciencia» que se tradujo en que el número de estudiantes matriculados en Física, Química o determinadas ingenierías caería en picado. Un descenso, empero, no lo suficientemente pronunciado para que durante la Guerra Fría se colocara en un brete a los comités de selección de los Nobel, quienes siguiendo las directrices de su fundador, había colegido otorgar premios en algunas disciplinas del ámbito científico, a saber, las de Fisiología, Medicina, Física y Química. Intuyo que determinadas arbitrariedades se han podido dar en estos campos, pero la que se lleva la palma, sin duda, es la del Nobel de la Paz. Repasando la nómina de los premiados en esta apartado debería sonrojar a más de uno del comité de selección para escarnio de la humanidad que ha visto levantar con la diestra o la siniestra la caja que contiene la imagen circular de tonos cobrizos del inventor sueco a Henry Kissinger o Yasser Arafat por citar algunos ejemplos de infuasto recuerdo. Pero ya se sabe que los designios del alma humana son insondables y más si cabe en el ánimo de un comité institucional, a rebujo de la crème de la crème de la sociedad escandinava —con el eje Estocolmo-Oslo por bandera—, que se despacha a gusto cada x años al otorgar la bendición urbi et orbe a una distinguida personalidad, en especial del mundo de la política. Cuando Obama —por quien dicho sea de paso, profeso una notable admiración: razones para ello no faltan— se preste dentro de unas semanas a hacer el saludo militar y acompañar en el sentimiento... patriótico a otra legión de soldados con pasaporte a Afganistán veremos cuantos de los miembros de ese comité se esconden bajo las faldas de esas mesas donde reposaban manjares para ser degustados por príncipes, princesas y dirigentes de medio mundo que asistían a la cena en honor del actual Presidente de los Estados Unidos de América.
3 comentarios:
Hola christian! No sabes la alegría que me dió leer tu comentario en mi blog. También intentaré pasarme de vez en cuando por el tuyo ahora que lo he localizado.
Tengo que darte las gracias por la dedicatoria del libro, no me lo esperaba para nada y me emocionó muchisimo, Ricardo me lo dió cuando estabamos montando las cosas del último concierto y al leer la primera hoja de mi ejemplar me dió unas fuerzas increibles.
Aún no lo he terminado porque he estado liadilla, pero me está gustando mucho.
Respecto a la biología, es una pasada... creo que no me he equivocado de carrera...
Un saludo desde Galicia!
Hola Vicky:
Adelante con la carrera (seguro que no te has equivocado) y con el grupo de música (que tampoco). He puesto un enlace a tu blog y nos vamos leyendo.
un saludo desde Catalunya o Cataluña (a gusto del consumidor),
Christian
PD: respecto al libro, el balance, como siempre, al final... esperemos que sea para bien.
Esto de los premios, ya se sabe... En concreto lo de Obama es una vergüenza. No descartes que se lo den a algún promotor de alianzas de incivilizadas civilizaciones...
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