Tras el visionado de los trece episodios de
la primera temporada cabe extraer algunas conclusiones no en su formulación de
certezas sino más bien de impresiones personales que, en cierta manera, abonan
una teoría particular sobre los numerosos interrogantes que se ciernen sobre
una serie construida —me
expreso en términos generales— sobre la base de una idea o de un punto de partida robusto
a todos los niveles pero que va perdiendo fuelle a medida que los personajes y
las situaciones creadas progresan hacia... una indefinición. En el ecuador de
la primera temporada de Six Feet Under
he tenido esta sensación pero por fortuna el equipo creativo liderado por Alan
Ball supo sortear el bache, ofreciendo una capa extra de interés a la serie a
través de un sentido del humor que incrimina de forma especial a Nate Fisher (Peter
Krause), y va desgranando ese pasado oculto que afecta a la novia de éste,
Brenda (Rachel Griffiths). Con todo, en ninguno de estos capítulos falta la
premisa inicial, el de una muerte que coge de improviso a sus víctimas en
situaciones de lo más estrafalarias y apartadas de la lógica de lo sensato y de lo
razonable. De ahí que, al cabo, entendamos que el alma matter del proyecto,
Alan Ball, ya había ideado este ardid para el capítulo piloto, la tarjeta de
visita con la que convencer a los directivos de la HBO de la bondad de un
proyecto que se sale de la tangente, orilla lo trillado y nos presenta la
realidad de una familia “disfuncional” que debe superar el trance de la pérdida
de la figura paterna —Nathaniel
Fisher (Richard Jenkins)— , a la
par que artífice de un negocio de pompas fúnebres sometido al arbitrio de una
competencia un tanto desleal y un mercado de clientes fluctuante. Indudablemente
Ball, una de las personalidades punteras del lobby gay de la costa
Oeste de los Estados Unidos, amplía su fijación por la problemática homosexual
ya expresada en American Beatty
(1999) —por la que sería acreedor
de un Oscar al Mejor Guión— a través del personaje
del hermano menor de Nate, David (Michael
C. Hall), y su relación sentimental sostenida con el agente de policía Keith Charles (Matthew
St. Patrick), no sin algún que otro paréntesis en forma de aproximación al
mundo de las drogas por parte del principal implicado en el negocio heredado de
su progenitor. A propósito de este “descenso a los infiernos” por el que
transita David con arreglo a mimetizar el comportamiento de su nueva pareja, se
desarrolla una de las tramas argumentales de Life’s Too short («La vida es demasiado corta», episodio 9) que, a mi juicio, es —junto a The Foot («El pie», episodio 3)—, el mejor de esta primera
temporada. Además de su extraordinaria calidad guiada en la dirección por John
Patterson y el canadiense Jeremy Podeswa, ambos episodios tienen como
denominador común entre el elenco de secundarios al amigo de la pelirroja Claire
Fisher (Lauren Ambrose) —la
benjamin de la familia—, Gabe Dimas
(Eric Balfour). Su
tragedia familiar sirve para dar pie a una “renovación” de la amistad para con
Claire, cuya participación en la serie experimenta un considerable empuje en el
tramo final de esta temporada inaugural, en sintonía con la realidad que se
abre a nuestros ojos sobre otro clan familiar, los Chenowith, cautivo de un
pasado que conoce de distintas versiones según quién las exprese. En este ámbito
domina perfectamente la partida Brenda, cuya relación fraternal con su hermano
menor Billy (Jeremy Sisto), recuerda de soslayo —aunque con los papeles cambiados— a la mantenida entre Daniel
(Timothy Hutton) y Laura Isaacson (Amanda Plummer) en la versión cinematográfica
de El libro de Daniel, la excelente
novela de E. L. Doctorow. Sin duda,
sendos personajes darán juego en las venideras temporadas —ya entrada en la América post 11-S; el capítulo
13 emitiría justo un mes antes— para una
serie que tiene en la dialéctica entre realidad-ficción (ya sea a través de un
efecto alucinatorio como el que la sucede a la matriarca Ruth/Frances Conroy, de la necesidad de evocar una ausencia reciente o de algún
que otro recurso expresado en el papel y posteriormente transcrito en imágenes)
una de sus señas de identidad.
Con la salvedad de algunos capítulos
intermedios, A dos metros bajo tierra en
su primera temporada supera con nota mis expectativas iniciales y en las próximas
fechas me sumergiré en las esencias de su segunda temporada una vez fijado
sobre su suelo orgánico donde moran espectros del pasado esas conexiones
emocionales y sentimentales establecidas entre los miembros de su comunidad
familiar, y los que operan en sus “aledaños”. Allí donde se nos presenta un
retrato certero de una sociedad que bajo un manto de apariencia se esconden —calcando el fundamento temático de American Beauty— las pulsiones más privativas de
individuos que buscan su lugar en el sol o... a dos metros bajo tierra.
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