Ante la ausencia cada vez más acentuada de títulos proyectados
en la gran pantalla con el aval de directores de tronío que alimenten nuestra
cinefilia o simplemente una querencia por el denominado Séptimo Arte en calidad
de aficionado de a pie, buscamos en la singularidad de ciertas propuestas
argumentales un motivo para acudir a las salas comerciales. Una vía de escape
de una lacerante realidad con el fin de ir capeando el temporal de crisis que se
va recrudeciendo en los intestinos de
nuestra sociedad. Para Albert Casals la palabra crisis no tiene demasiado
sentido ya que lleva más de un lustro viajando por todo el mundo sin que su
bolsillo lo note: el dinero va y viene en la medida que la gente le ofrece una “compensación”
económica a cambio de recibir de él una «lección de vida». Una lección que
atiende al valor supremo de la superación personal a partir de que se le diagnosticara
a los cinco años de edad una mononucleosis que derivaría en una enfermedad rara
—tan solo se conocen cinco casos en
el estado español— que le incapacitaría para andar,
no así para poder viajar allá dónde su mente le proyectara en cualesquiera de
los puntos de ese globo terraqueo que iba memorizando desde su infancia. Món petit / Mundo pequeño (2012),
dirigida por Marcel Barrena, aparece en el panorama de propuestas documentales
que visten la cartelera en fechas
previas a la Semana Santa
con el objetivo de dar a conocer esa lección de vida aplicada a la persona de
Albert Casals. Pero, al cabo de asistir a la proyección del film en los cines Méliès,
una de las salas que cada vez más van ganando peso entre la oferta cinematográfica
de la capital barcelonesa —una
programación que ahoga el concepto de
«arte y ensayo», arbitrada con un sentido más ecléctico—, Món petit me
ofrecería un interés adicional por lo que compete a la relación existente entre
Álex, el padre/tutor/mentor de Albert y el procaz viajero. Una relación que
destila una fragancia “insana” en el sentido que muestra reminiscencias de esa cult movie llamada El fotógrafo del pánico / Peeping Tom (1960), que tan bien hubiera
encajado en la programación de la primera etapa de los Méliès con Carles Balagué
al frente de la nave empresarial. Al
ir sumergiéndonos en la historia de Albert, las imágenes de su infancia
captadas con las primeras cámaras digitales, van tejiendo una realidad que
opera en el sentido de la obsesión de la figura paterna por dejar constancia de
la “singularidad” de su hijo. Huérfano de madre, Albert ya mostraba indicios de
un carácter diferente, de una inteligencia superior a la media capaz de no
eludir preguntas que en otros niños de su edad hubieran tenido el silencio como
respuesta. Albert no balbuceaba, razonaba; su curiosidad infinita contribuiría
a aferrarse a la roca de la vida y no
dejar que el oleaje, en forma de
enfermedad con el marchamo de sentencia, se lo llevara para siempre más mar
adentro. Como Michael Powell, el director de Peeping Tom, Albert transfiguraría la realidad física en una
realidad mental. En el caso de Albert el medio para expresarlo no ha sido el
cine —la gran pasión, el gran amor de
Powell— sino el viaje. Recita ante las cámaras
como si se tratara de las preposiciones o los tiempos verbales, cada uno de los
países por los que ha pasado. Cabrían varias vidas de nosotros para poder
cumplir esos viajes, pero él lo ha hecho en un margen de algo más de cinco
años, desde que a los catorce años decidiera poner rumbo a lo desconocido, cargando en sus alforjas un sinfín de
experiencias que le han llevado a superar el umbral de la felicidad. El
testimonio de la madre «substituta», de su
novia Anna Socías —compañera de viajes—, de los padres de ésta, de su fisioterapeuta
Gabriel Vilanova —su voz se entrecorta al proyectar
la realidad de su propio hijo, de idéntico nombre y edad, a la de Albert Casals — y de su abuela invitan al espectador a mostrar en
toda su dimensión las peculiaridades de este trotamundos que compara su silla
de ruedas con llevar un accesorio, llámese gafas o una plantilla para los pies.
Los pies de un viajero incansable
cuyas proezas se explican a partir de esa educación recibida por parte de Álex.
Él cargaría sobre sus espaldas la realidad de una enfermedad a la que trataría
de hacer frente con las armas de las que disponía: el inculcar el valor del
conocimiento práctico y teórico bajo la máscara de la felicidad que acabaría
dibujándose de forma perenne en el rostro de Albert, incluso cuando se situaría
en las puertas de la muerte en uno de esos viajes por espacios recónditos del
planeta tierra. Salvado este contratiempo, Albert consumaría uno de sus sueños
en compañía de Anna y un reducido equipo técnico del documental dispuesto a
inmortalizar los instantes en que viajaba al punto más alejado de su casa de la
provincia de Barcelona. Allí, en Nueva Zelanda les aguardaba una puesta de sol
proyectada sobre el horizonte marino y con el testimonio de un faro. Para
Albert el principal faro que guiaría
su vida en sus primeros compases y asimismo cuando la enfermedad atacaría con
virulencia, sería la de su figura paterna. Él supo que Albert tenía una epifanía
que cumplir en este món petit, mundo pequeño que honra su presencia en
el circuito de salas comerciales esperemos que, al menos, hasta superada la
semana santa.
Enlace a la página web de la película
Tema Un gran riu de fang de Pau Vallvé,
autor de la banda sonora de Món petit
autor de la banda sonora de Món petit
2 comentarios:
gran texto para una esplendorosa obra maestra de película.
Ya era hora de leer una reseña española que mereciera la pena.
Saludos
Roy
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