Hace pocas fechas me situé frente al televisor para contemplar, casi sin proponérmelo, una recreación —muy al estilo de los tiempos de la «era digital»—, en forma de docudrama, de la historia relativa al asesinato de Sharon Tate y de algunos de sus amigos. Un crimen múltiple atroz perpetrado por «la familia» de Charles Milles Manson, el descerebrado (lo de cerebro lo dejo para los amantes de la perversión del lenguaje que buscan acomodo en las redacciones de los media) nacido en Cincinatti, Ohio, en la primavera de 1934, cuyo historial delictivo ya llenaba un par de folios antes de cumplir la mayoría de edad. Dada mi nula afición por el gore estuve tentado por cambiar de canal, pero Manson (2009), sin ser un dechado de virtudes, habilita una recreación de lo que supuestamente sucedió dejando fuera de campo la carnecería producida en el interior del inmueble de Cielo Drive el 9 de agosto de 1969. A esas horas de la noche, sabiéndose que su esposa Sharon Tate estaba a punto de dar a luz, la lógica dictaba que Roman Polanski hubiera acompañado a su esposa y sus amigos en común en una velada en que, intuyo, la esperanza debía iluminar el rostro de la rubia actriz en avanzado estado de gestación. Compromisos profesionales de Polanski lo habían retenido, empero, en las Islas Británicas donde trabajaba en el proyecto de El día del delfín, que finalmente recaería en manos de Mike Nichols, otro cineasta con pasado europeo. A los ojos de Charles Manson y su «familia» otro día, pero el del «Juicio Final» había llegado para Sharon Tate, Steve Parent, el peluquero Jay Seybrig, Abigail Fogler y Voytek Frykowski.
Desde aquella lejana vigilia de reyes en la que descubrí por primera vez esa joya cinematográfica con un sugerente títullo, La semilla del diablo (1968) —pocas veces un director ha sido tan certeramente escogido como Roman Polanski para ésta: la visión de Repulsión (1965) demandaba de inmediato que él hiciera una adaptación de la novela de Ira Levin—, me ha acompañado una cierta curiosidad por saber qué conexiones existentes hubo entre la propuesta cinematográfica dirigida por el francopolaco y la acción perpetrada por un grupo de fanáticos que abrazaba un culto satánico. En ocasiones imaginé que Charles Manson —como en su día había hecho Lee Harvey Oswald en relación a Suddenly (1954)— visitaba la sala oscura donde se proyectaba La semilla del diablo, y ahí pudo ir retroalimentando su vena satánica que luego administraría, en forma de lavado de cerebro, a sus groupies descarriados. La visión de una embazarada Rosemary (Mia Farrow) que posee en sus entrañas la semilla del diablo quizás hubiera activado el dispositivo más oscuro a reguardo de la mente de Manson; la cerilla que encendería una fogata de irracionalidad en torno a la que se concentraría «la familia». Pero en la mente de estos depravados el camino más corto entre dos puntos no es la línea recta. Su zizagueante paso por la vida más bien les llevaría a lanzar los dados y sobre un tapiz de cenizas aún con un aliento de incandescencia el número que podría leerse desde un plano zenital del mismo era el 6 pero por triplicado. La señal de la bestia que llamaba a rebato para la comitiva de zombies que se personaron (sic) en la vivienda de Sharon Tate y consumaron su locura. El documental de marras muestra la recreación de los hechos adoptando el punto de vista de Linda Kasabian, quien no participó directamente en los crímenes y acabó siendo un testimonio para apresar y posteriormente condenar al resto de «la familia» . En semipenumbra la cámara del documentalista Neil Rawles capta el testimonio de Kasabian, quien expulsa la infinitésima parte del dolor contenido en su interior durante cuarenta años por no haber podido evitar semejante carnecería, que tendría un siguiente capítulo —ya con la participación física de Manson— al día siguiente en la vivienda del empresario Leno LaBianca y de su mujer... curiosamente llamada Rosemary. Una más de esas curiosidades que bañan de opacidad la realidad del móvil de unos crímenes en serie que asestaron un nuevo golpe al sueño americano de esos años orlados por el ideal del hippismo. Y un ejemplo más de la conclusión que he llegado desde hace tiempo: a determinadas edades, cuando uno se instala en la treintena o la cuarentena, el sentido de la venganza se apodera de las mentes como el líquen que se aferra a la roca. Pero, al menos, para el común de los mortales esas son pequeñas venganzas que quedan al descubierto cuando nos mostramos impasibles al no celebrar un triunfo personal desviando nuestros pensamientos hacia esos episodios del pretérito imperfecto. La de Manson, sin embargo, fue una venganza de proporciones satánicas: por una infancia arrebatada en que el calor materno y paterno brillaron por su ausencia, que acabaría teniendo el toque de gracia cuando las discográficas hicieron caso omiso a sus «bondades» vocales y compositivas. El Beach Boys Dennis Wilson y Neil Young (curiosamente nacido el mismo año que el homicida: un 12 de noviembre) trataron de hacer viable la aspiración de Manson, pero sin éxito. El músico que nunca fue (a pesar de haber llegado a publicar algunos discos, iniciada la serie con Lie: The Love and Terror Cult con la intención de cubrir los costes del juicio) sigue purgando sus pecados en prisión. A lo largo de este largo cautiverio (cadena perpetua obliga) se ha pestado en puntuales ocasiones a posar bajo los focos de las cámaras, pero no la de Rawles, que ha tenido en Kasabian la principal «aliada» para sacar adelante esta producción canadiense que me ha devuelto la mirada sobre esa locura cosecha del 69 para escarnio de la condición humana. Ese «juego triste» que reza en uno de los estribillos de Loose at Your Game Girl —el tema de apertura de Lie (1969), versionado años después por Guns N’ Roses—, que acabaría trocándose en un juego macabro por para de esa secta cuyos miembros lucían en la parte trasera de sus orejas las flores del mal...
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