Entre
otras consideraciones, 1968 supuso un punto de inflexión en la
Historia de la ciencia-ficción desde distintas vertientes ligadas al
ámbito cultural. Por una parte, en febrero de ese año se estrenaba
en salas comerciales en los Estados Unidos El
planeta de los simios
(1967) y en abril hacía lo propio 2001:
una odisea del espacio
(1968). De manera simultánea a la puesta de largo de 2001,
en las librerías llegaría el relato firmado por Arthur C. Clarke —quien asimismo había servido de base a través de algunos de sus
escritos (El
centinela,
El
fin de la infancia)
para el ambicioso proyecto planificado por Stanley Kubrick—,
compartiendo espacio con ¿Sueñan
los androides con ovejas eléctricas?
de Philip K. Dick —muchos años más tarde reformulada en formato
cinematográfico bajo el título Blade
Runner
(1982)— y La
voz del amo de
Stanislaw Lem (1921-2006). Por
aquel entonces, Lem ya era considerado un autor reputado a escala
internacional, sobre todo a raíz de la publicación de Solaris
(1961), que a modo de paso previo a la adaptación cinematográfica
homónima a cargo de Andréi Tarkowski, precisamente en 1968, a la
altura de su mes de octubre, la televisión de la extinta Unión
Soviética emitía una versión televisiva dirigida por Lidiya
Ishimbaeva, ignota por estos pagos. En el caso de Lem, el inicio y el
final de esa “década prodigiosa” para la evolución del género
se tocaban en lo relativo a una trama que fundamenta (parcialmente)
su discurso en la necesidad del ser humano por descifrar mensajes
indiciarios de vida inteligente en los confines de la galaxia o
de multiplicidad de galaxias.
Solaris
había formado parte de las lecturas fijadas al suelo
de la ciencia-ficción en mis años de adolescencia y primeros
estadios de mi juventud. A fuer de ser sinceros, debido a su
imbricada y críptica trama no sentí el impulso suficiente para
proseguir en el camino del descubrimiento de otras piezas literarias
del artista polaco. Al cabo, atendiendo al extraordinario crédito
que me merece Impedimenta en la selección de títulos con apremio a
quedar integrados en un excelso catálogo que no tiene parangón,
desde mi modesta opinión, entre las editoriales nacidas en lo que
llevamos de siglo XXI, he
atendido a la lectura de La
voz del amo con traducción al castellano (en una empresa nada fácil) a cargo de Abel Murcia y Katarzyna Moloniewicz. En realidad, el sello madrileño acoge dentro de su catálogo a una especie de "Biblioteca Stanislaw Lem" desde hace unos cuantos años, incluida la publicación de Solaris con una traducción ex novo del polaco al castellano Al margen de esa importancia de contexto que he esbozado al inicio de
este escrito, la lectura de La
voz del amo —Glos
pana
en el original— me ha ofrecido una perspectiva diferente de Lem en
tanto que el propio crecimiento personal que un servidor ha
experimentado durante este hiato de aproximadamente treinta y cinco
años parece predispuesto a dejarse seducir por la obra propia de un
erudito, poseedor de un conocimiento enciclopédico de materias muy
dispares entre sí, con su centro de gravedad situado en el mundo de
la ciencia. Allí donde muchos escritores se detienen para tratar de
sortearlo, el
prolífico autor polaco
trató de comprenderlo, sometiéndose a la gimnasia
diaria de la lectura de multitud de obras científicas que hicieron
posible que el
personaje medular de Glos
pana,
el matemático Peter Hogarth, siga siendo observado por lemistas
conforme a un trasunto del propio artífice de Solaris.
A través de la primera persona —la de Hogarth— la novela se
repliega a la noción de diario tan cara a la literatura de Lem, en
una necesidad (consciente o inconsciente) que esa perspectiva
existencial que se desprende del escrito de Hogarth sea la propia de
la
voz del amo,
la de un escritor que iría cimentando su leyenda a golpe de una
reclusión autoimpuesta en su particular “santuario” rodeado de
miles de libros. Entre éstos, a buen seguro, descansaban tratados de
geología, termodinámica, física cuántica, biología celular…
pero también obras vinculadas a la psicología o la filosofía.
Campos diversos que “combustionan” en esta pieza literaria
fechada en 1968, salpimentada de referencias a otros textos
literarios, en ocasiones con una enmienda diáfana
a
la ironía —por ejemplo, El
señor de las moscas
de William Golding—, y de expresiones en latín y en francés que
nos ayudan a dimensionar el alcance intelectual de un ser único.
Asimismo, en los intersticios de esta obra literaria encontramos
abundancia de silogismos y razonamientos que tratan de situarse a
pie de calle
lo que podría ser la “traducción” de determinados desarrollos
científicos que implican a un grupo de expertos en distintas áreas
con un objetivo común. La condición de misántropo —a sí mismo
se define— es la que dicta muchos de los pensamientos de Hogarth
en su diario en relación a esa suerte de proyecto creado a finales
del siglo XX bajo la sombra alargada de su homólogo Manhattan, que
causó entre su equipo científico problemas de conciencia tras el
lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.
La
lectura de La
voz del amo
arroja como balance final una invitación directa a seguir buceando
en una obra especialmente recomendable para aquellos que, como un
servidor, hemos ido quemando etapas y, al mismo tiempo, provisionando
de una experiencia que nos hace más hábiles
a la hora de atender a la melodía
propuesta con la letra de alguien poseído por un don
superior, a golpe de “inbocar” a una voracidad de conocimiento
que le llevó a compartir infinidad de tardes y mañanas junto a
representantes de la comunidad científica. De noche, durante las
horas reservadas al sueño, Stanislaw Lew iría acomodando su
particular telescopio
para la observación de esos mundos que apuntan hacia lo infinito.
Allí donde los signos de interrogación surgen por doquier y sirven
a la causa
de una novela como La
voz del amo que
echa el cierre con la reproducción de una estrofa de un poema del
inglés Algernon Charles Swinforne
mientras
al pie de la misma figura una doble fecha (junio y diciembre de 1967)
y una doble localidad (Zapokane, Cracovia), no por casualidad
ciudades bien conocidas por Stanislaw Lem.