Es cierto que una de las contrapartidas de ver publicadas, representadas o expuestas una serie de obras, ya sea en el ámbito de la pintura, la literatura, la música, el teatro o el cine, entre otras disciplinas artísticas, el juicio crítico que merezcan no se corresponda con tu propio criterio e incluso tenga muy poco que ver con el mismo. Siempre he creído que un juicio severo, que resulte poco favorable pero bien razonado, argumentado y sobre todo equilibrado puede suponer un acicate para la mejora personal e intelectual. A lo largo de los años he aprendido a valorar los juicios negativos que se ha podido hacer en torno a mi trabajo, y relativizar los elogios (aunque hayan sido la inmensa mayoría), que tienen un fondo de trampa pero, al mismo tiempo, porqué negarlo, de satisfacción. Digamos que nunca he reparado especialmente en estas consideraciones y siempre he seguido mi camino, un poco a la manera de la filosofía de Neil Young, quien nunca ha dado nada por bueno. Pero, a propósito precisamente del músico canadiense y de haber escrito un libro básicamente sobre su obra artística –sin excusar apuntes biográficos en su parte introductoria pero asimismo en su relación directa o indirecta con el proceso de gestación de un buen número de sus discos— titulado Neil Young: una leyenda desconocida (2009, T&;B Editores), he asistido a una muestra más a un ejercicio periodístico (sic) que nos pone al descubierto las miserias de ciertos personajes que pululan por la superficie del planeta Tierra.
Tres meses después de aparecer el libro en el mercado, la revista barcelonesa Rockdelux publica en su número de febrero de 2010 una reseña crítica sobre mi libro en torno a la figura de Neil Young, de la que se desprende que su autor —Ferran Llauradó— su disconformidad con la propuesta, emitiendo un juicio bastante desfavorable. Hubiera podido admitir una crítica negativa en virtud de los criterios anteriormente apuntados pero en el fondo de la cuestión subyace el arte de la tergiversación como pasaré a demostrar. Digamos que, de entrada, el Sr. Llauradó cuestiona la bondad de la monografía porque un servidor no ha tenido acceso a entrevistar o poder hablar con Neil Young. Por esta regla de tres los historiadores versados en el campo de las biografías podrían dedicarse a otros menesteres y abstenerse de escribir en torno a aquellas figuras que han pasado a mejor vida o que simplemente no se tiene acceso a entrevistar por las razones que fuere. El razonamiento que esgrime el Sr. Llauradó, por tanto, es un canto al absurdo y al sinsentido. Pero, a todas luces, resulta pecata minuta frente a ese ejercicio de conjugar el verbo tergiversar (una de las definiciones de la Real Academia de la Lengua Española: «relatar (un hecho) o repetir (las palabras de uno) deformándolas intencionadamente») cuando pone en boca mía afirmaciones que no he escrito, tales como que es una obviedad decir que el amor es un tema importante en la obra de Neil Young o que Kraftwerk tiene la culpa que la baja calidad de la música actual. La ventaja de haber escrito el texto es que uno guarda el mismo en un formato que puede detectar palabras o frases al instante. Así pues, el formato word me ha permitido buscar cuantas veces aparece el vocablo «amor» en todo el texto y lo hace en 73, entre la parte literaria y los apéndices (traducción de canciones incluidas), y en ningún caso se explicita ni por asomo esa sentencia inventada por el Sr. Llauradó. En relación a la valoración que, según este último, hago sobre la repercusión en la actualidad de la música de Kratfwerk, la definición de tergiversación cobra cotas de alta intensidad. Reproduzco el párrafo completo que está escrito e impreso en el libro Neil Young: una leyenda desconocida en el apartado relativo a analizar el álbum Trans (1982): «Dicho esto, a principios de los años ochenta Neil Young, verbigracia de esas «corrientes» o «remolinos» estilísticos/(sub)genéricos que se forman en el curso de la historia de la música contemporánea, éste entró en conflicto con la esencia de una obra en la que si un elemento destacaba por encima de todos, amén de la calidad, era la autenticidad. Su música conectaba con el público al desnudar sus emociones independientemente si precisaba del «armazón» de rock de alto voltaje suministrado por Crazy Horse o lo hacía en formato acústico en petit comité. Siempre he tenido el convencimiento que si alguien quiere asentar una carrera musical sobre estos pilares, la música electrónica en sus múltiples derivaciones responde a valores antitéticos que tienen poco de compromiso artístico y un mucho de vacío creativo pero que, por lo visto, lejos de resultar un factor refractario, ha ganado infinidad de adeptos con el paso de los años. Así pues, por el mero hecho de que alguien sea pionero en una determinada corriente artística no debería convocarnos al error de considerarlo una «leyenda», en este caso, de la música, creando un falso culto sobre esa formación o solista que fueron los primeros en colonizar un determinado espacio hasta entonces inexplorado. Kraftwerk —término germano traducible por «central energética»— se ha beneficiado de esa veneración desmesurada por su carácter esencialmente pionero al introducir un sonido electrónico en el panorama musical de los años setenta. Con el simple hecho de citar su nombre, buena parte de la crítica musical parece ofrecer per se una «bonificación» en torno a todo aquello que guarde relación directa con la banda teutona. Si bien en su día los Beatles —pioneros en tantos aspectos de la música que alcanza hasta la actualidad— habían tenido una influencia positiva entre un buen número de grupos británicos o norteamericanos que surgieron a finales de los años sesenta (Genesis en su álbum de debut; Moody Blues, Beach Boys o los mismos Buffalo Springfield, entre muchos otros), presumo que Kraftwek contribuyó a un notable retroceso de la música contemporánea. Aquellos «fangos» traerían estos «lodos»: sonidos neutros, desprovistos de personalidad, que buscan en una audiencia educada con auténticas naderías la «caja de resonancia» que les alabe el gusto. Lo paradójico del asunto es que Neil Young se dejara convencer por las bondades de esa onda expansiva vacía como una cáscara denominada Kraftwerk. Por suerte, el artista natural de Toronto supo rectificar, entendiendo que la experimentación podría darse en otros espacios que vehicularan mejor sus exigencias en calidad de creador. Sencillamente, el tecno impulsado por Kratfwerk no busca la conexión con el público a través de la voz humana o de la sutileza que propicia un cuerpo de instrumentos tocados por separado por los miembros de una banda o por el propio solista; su nexo con la audiencia se basa en la modulación de una serie de sonidos extraídos de los sintetizadores y del vocoder. Las letras, de una simpleza apabullante, se enmascaran tras esos filtros provistos por el vocoder, un aparato que hace las funciones de instrumento musical, creando el artificio de que guitarras o sintetizadores «hablan». A ese procedimiento se brindó Neil Young para la elaboración de su nuevo álbum en estudio, Trans, cuyo título no pretendía desviar la atención precisamente de su fuente de inspiración sonora; Trans-Europe Express (1977) había sido editado cinco años antes para satisfacción de los seguidores de Kratfwek».
Se podrá o no estar de acuerdo con lo escrito por el autor, pero la tergiversación campa a sus anchas contando con el placet del director de la publicación Santi Carrillo. Con absoluta corrección, pero sin dejar de hacer patente mi indignación, solicité por teléfono a que se hiciera una rectificación sobre el contenido de la crítica aparecida hace unas semanas en Rockdelux. A renglón seguido, redacté un email en el que hacía la solicitud de rectificación con muestras de texto que desmentían esas afirmaciones que el Sr. Llauradó puso en mi boca en su escrito. La negativa a ver publicada ni tan siquiera unas líneas en la ventana que la mayoría de medios escritos habilitan en sus páginas, expresando mi parecer sobre la crítica del libro de Neil Young, me descubre la verdadera talla moral de ese señor que maneja los hilos en Rockdelux. No voy a reproducir el detalle de una conversación privada, pero de la misma extraje que es de ese perfil de personas que se expresan desde una coraza confeccionada sobre la base de la displicencia, la arrogancia y que ningunean a aquellos que no pertenecen a su secta. Pocas veces he tenido el (des)honor de hablar con una persona que se muestran tan sectario, convirtiéndome a sus ojos en una especie de intruso que ha osado escribir sobre uno de los grandes de la música contemporánea ligada, en mayor medida, al rock. El Sr. Carrillo ni siquiera había leído un solo escrito mío y se permitió el lujo de extraer conclusiones sobre mis trabajos en virtud de una serie de comentarios de amigos a allegados que sojuzgaban a la baja la contribución al ámbito del cine que he realizado a lo largo de bastantes años. Es como si (en condicional) un servidor diera por sentado que con tan sólo mirar la foto del Sr. Carrillo, por su parecido más que razonable con un peluquero de fama efímera, fuera homosexual. Pues evidentemente que sería un razonamiento que me descalificaría como persona. Pero esa actitud debe dominar el pensamiento de este sectario llamado Santi Carrillo que ha tenido a bien mirar para otro lado, darle una palmadita a otro de los cofundadores de Rockdelux, el Sr. Llauradó (amistad obliga; poco importa el fondo de lo escrito), y desobedecer el primer mandato que debería regir en el ánimo del editor o director de cualquier publicación que se precie: la de ofrecer a los lectores contenidos que razonen en favor de la verdad y no de la tergiversación, cuando no de la manipulación. Han tenido la ocasión de rectificar y no lo han hecho. Pobre, pésimo ejercicio de periodismo el mostrado por un señor, a partir de ahora, que no me merece ningún crédito profesional: el «otro» Santiago Carrillo. Pero éste no pasará a la historia de nada... fuera de la «secta» a la que le deben rendir culto, la de Rockdelux y de sus «satélites».