En tiempos en que ni tan siquiera se podría vaticinar que los habitantes de nuestro planeta viviríamos interconectados verbigracia de las denominadas redes sociales operativas en internet, a mediados del siglo pasado Truman Capote (1924-1984) había creado su particular red social que se extendía por ámbitos geográficos muy diversos. En su condición de viajero impenitente, Capote ya podía presumir cubiertos los primeros treinta años de su existencia de su condición de celebrity, sobre todo a partir de la publicación de Desayuno en Tiffany's (1955), cuyas ventas se dispararon a las pocas semanas de su salida al mercado. Para un país exento de lo que podríamos denominar aristocracia —desde el prisma del viejo continente—, lo más parecido a la misma es la que representaban en el siglo XX (multi)millonarios, algunos de los cuales hicieron fortuna gracias a sus desempeños en el sector audiovisual. Cronista de su tiempo y envuelto de una aureola de distinción merced a sus afilados escritos publicados en revistas de pedigrí —preferentemente con domicilio fiscal en la ciudad de Nueva York—, Truman Capote se aproximaría a figuras pertenecientes a esta (seudo)aristocracia estadounidense, aunque fuesen, como en el caso de Marlon Brando, en contra de su voluntad. Bajo el caparazón del título genérico Retratos —editado por el sello Anagrama dentro de su colección Compactos, «Biblioteca Truman Capote»— habitan semblanzas de personalidades que Capote conoció en persona, algunas de manera tangencial y otras tantas haciendo gala de una amistad que permitía extraer confesiones aptas para alimentar chismorreos o asuntos de poco calibre a nivel intelectual. De todos estos «retratos», pues, el que parece guiado más por el sentido de la confidencia es el que sirve de pórtico de entrada de este volumen de algo más de ciento cincuenta páginas, el que lleva por título «El duque de sus dominios», en alusión a Marlon Brando, «representante» díscolo de una (seudo)aristocracia que deja al descubierto una fragilidad emocional cuyo origen nace en un entorno familiar, cuanto menos, escindido tras el divorcio de sus padres. En el texto de este primer capítulo Capote deja caer alguna que otra maldad —«desde el 3 de abril de 1924 Marlon Brandon no ha leído un libro»— mientras traza círculos concéntricos alrededor de su coetáneo y compatriota en aras a tocar las teclas precisas sobre una figura al que no parece importarle desnudarse emocionalmente. Con todo, el «misterio Brando» está allí, como tantas otras personalidades que desfilan por las páginas de este exquisito «Retratos» y que nos ayudan a deshacer algunos tópicos. Lo es de manera singular en el caso de Elizabeth Taylor, una voraz lectora —contraviniendo su imagen afectada de frivolidad— y mucho más conservadora de lo que podríamos imaginar en materia de relaciones de pareja, a pesar de arrastrar consigo la carga de diversos matrimonios fracasados. Capote abordó a Liz Taylor cuando convivía con el cantante Eddie Fisher, quien se aburría soberanamente con la lectura de Matar un ruiseñor (1960), en contraposición al entusiasmo mostrado por su partenaire. Ello da pie a una suculenta anécdota cuando Taylor se queda perpleja al conocer que uno de los personajes de la novela —Dill— era él, y que Harper Lee, su autora, había sido su amiga de la infancia. Óbviamente, estas revelaciones susurradas al oído no tendrían recorrido en la era de internet, en un mundo dominado por la inmediatez, que requiere, en forma de «antídoto», de la necesidad de reservar tiempo para degustar textos como el que nos ocupa, dejando que algunas de las celebridades de la pasada centuria —el fotógrafo Cecil Beaton, la escritora y viajera Sally Bowles o el pintor Pablo Picasso, entre otros— desfilen por sus páginas con la convicción de sentir el latido de un escritor que elevó a los altares el valor de la escritura, a veces profunda e hiriente, en otras juguetona, pero en definitiva presidida por una exquisita calidad.