viernes, 26 de diciembre de 2014

ALGUIEN VOLÓ SOBRE EL NIDO DE PODEMOS

Mañana del 21 de diciembre de 2014. Recién cumplido mi cuarenta y siete aniversario me enfrentaba a la asistencia del primer mítin de mi vida después de casi medio siglo de existencia. La formación Podemos ha obrado este pequeño “milagro” en el fuero interno de un servidor alejado de los fastos (pre)electoralistas de unos partidos en que los unos tratan de “rendir cuentas” para con sus votantes y los otros tratan de enmendar la plana a los que han tocado poder. En el pabellón de la Vall d’Hebrón de Barcelona se concentrarían unas tres mil personas en su interior y algo más de un par de miles en sus aledaños durante un mítin que apenas duró una hora. En todo caso, tiempo suficiente para que la dialéctica de Pablo Iglesias prendiera en el ánimo de los asistentes al acto, en razón de un discurso perfectamente trabado que trataba de mantener una actitud equidistante frente al poder que representa Convergencia i Unió (CIU) y el Partido Popular (PP) en Barcelona y Madrid, respectivamente. En la primera hilera de las sillas habilitadas para la prensa reconocí, entre otros, los rostros de Joan Tardà d’ Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y Ricard Gomà d’Iniciativa per Catalunya Verds (IU), también Teniente de Alcalde por el Ayuntamiento de Barcelona. Demasiado confiados estuvieron los organizadores del acto de que ese espacio reservado a la prensa se llenaría a las primeras de cambio, pero no fue así al punto que un servidor y mi pareja, Esther Solías, nos pudimos sentar en las cercanías de un escenario parejo en sus medidas a las de un cuadrilátero. Sobre la lona del Pabelló de la Vall d’Hebrón Pablo Iglesias no tenía más que un adversario ficticio; su punch dialéctico arremetió contra el stablishment, pero también lanzó algún recado para la CUP (un abrazo con carga de simbolismo entre su líder David Fernández y Artur Mas, al calor de los logros cosechados durante la jornada del 9-N, en pro de una Catalunya independiente) que el propio interesado recogió el guante en las redes sociales con elegancia matizada en los días subsiguientes con un sentimiento de decepción. No en vano, la CUP y Podemos preservan en su «ADN» una similar visión en la lucha por los derechos sociales del pueblo, pero mientras el partido en el que milita Fernández persigue unas señas identitarias en el territorio catalán, Podemos abunda en la necesidad de trabar un discurso integrador de la realidad de distintas naciones en una misma. Fuera de esa referencia, acaso un tanto malintencionada de Iglesias (algo que hubiera podido ahorrarse, en verdad), gran parte de su discurso lo hubieran suscrito los representantes catalanes de los partidos de la izquierda que se situaban a pie de escenario/cuadrilátero, sobre todo cuando hizo referencia a las desigualdades sociales registradas en la propia Ciudad Condal, enfrentando la realidad de Sarrià (feudo, dicho sea de paso, de la mansión de la familia de la Infanta Cristina, actualmente desterrada a Suiza por la divina providencia de una implacable justicia) con la de Ciudad Meridiana, bautizada de un tiempo a esta parte Villa Desahucio para escarnio de un Partido Popular, en connivencia con los bancos, que ampara estas políticas que atentan contra la dignidad de las personas. En ese punto del mítin, los colectivos por los afectados de la Hipoteca (la PAH), algunos de los ellos situados a nuestras espaldas, arrancaron en aplausos y vítores hacia la figura mesiánica de Pablo Iglesias, quien había llevado el mensaje a la tierra santa catalana que el cambio dependía de la voluntad de un pueblo que debería ser dueño de su destino, sopena que el bipartidismo siga amparando un status quo invadido de corrupción, en que los unos se tapan las vergüenzas a los otros. Brillante orador (no leyó ni una sola línea que hubiera podido haber anotado en la previa en algún papel y guardado en uno de los bolsillos de sus jeans), Iglesias tuvo tiempo para hacer una nota culta al referirse a las novelas de Pepe Carvallo, escritas por Manuel Vázquez Montalbán, que para muchos españoles no nacidos en Catalunya constituye una mirada a la realidad de “otra” Barcelona, la afincada en el Barrio Chino en los años sesenta y setenta. Un periodo temporal donde asimismo hizo fortuna el nombre de otro escritor, Ken Kesey, autor de Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), cuyo contenido establece una conexión directa con la realidad de nuestro país en la segunda década del siglo XXI. En su sentido alegórico, Pablo Iglesias viene a postularse el Randle Patrick McMurphy de la ficción literaria de Kesey, en ese mundo donde Mariano Rajoy (el equivalente a la enfermera Ratched) gobierna una realidad a golpe de píldoras que tratan de hacernos creer una realidad inexistente. Cuerpos somatizados que deambulan por el espacio de la mentira, del mantra del peligro que representa la fuerza de Podemos para la viabilidad de un país como España. A todos los que hemos apostado por Podemos nos llaman ilusos, ingenuos y demás calificativos que me ahorro reproducir. Siguiendo el dictado del título de otra de las novelas de Ken Kesey, A veces, un gran impulso llama a la puerta del despertar de nuestras conciencias aletargadas durante tanto tiempo en una idea de bipartidismo, sinónimo de estabilidad social, política, financiera y económica (Mariano Rajoy dixit). De A veces, un gran impulso (1964) se hizo una adaptación cinematográfica que llevaría por título Casta invencible para su estreno en el estado español. Un título que, en esencia, rebate una de las máximas de los front (wo)men de Podemos, dispuestos a combatir a la casta en tantos cuadriláteros habilitados para la oratoria desde donde sea posible de aquí al otoño de 2015. Mientras tanto, alguien nacido en Barcelona en diciembre de 1967 seguirá volando sobre el nido de Podemos con la mirada puesta en alimentar una idea de cambio que cubra un manto de esperanza en aras a una mayor justicia social.

jueves, 18 de diciembre de 2014

«LA VIDA SIN ARMADURA» de Alan Sillitoe: LA SOLEDAD DEL ESCRITOR DE FONDO

Tres de las personalidades que más admiro nacieron en 1928: el escritor Alan Sillitoe, en marzo; el científico James D. Watson, en abril y el cineasta Stanley Kubrick, en julio. Además, todos ellos tienen en común que ocuparon plaza, en alguna o diversas etapas de sus respectivas existencias, en Gran Bretaña y experimentarían el sentimiento de contabilizarse como extranjeros durante las ausencias de sus respectivas localidades o ciudades natales. De este trío de personalidades el único nativo de Gran Bretaña sería Sillitoe, territorio que pisarían los norteamericanos Watson y Kubrick con el fin de poner viento en popa a sus respectivas carreras profesionales. Justo en el periodo —concretamente, 1962— en que este último decidió fijar su residencia en Inglaterra, Sillitoe colocaría el cierre de sus vivencias en su autobiografía editada por primera vez en lengua castellana gracias a la pericia y el tino, una vez más, del sello Impedimenta. Precisamente, la industria cinematográfica de la que formaría parte Kubrick es el “personaje invitado” del relato existencial de Sillitoe en las últimas páginas de La vida sin armadura. Una autobiografía  (publicada en el Reino Unido en 1995), en razón de las adaptaciones a la gran pantalla de Sábado noche, y domingo por la mañana (1958) y La soledad del corredor de fondo (1960) —asimismo ambas editadas por Impedimenta hace pocos años, libradas por dos figuras clave del free cinema, esto es, Karel Reisz y Tony Richardson (otro de los nacidos en 1928). Sillitoe, perteneciente a una familia obrera de un suburbio de Nottingham, sufrió en sus propias carnes las embestidas de la Segunda Guerra Mundial, pasando a considerar en sus primeros estadíos vitales el cine conforme a uno de los principales refugios con el objetivo de ausentarse de esa lacerante realidad. Un refugio solo superado por su fiebre lectora, aquella destinada a abonar el terreno para la siembra de una incesante pulsión por escribir obras en prosa y poesía.
   A través de sus más de trescientas páginas Sillitoe pasa revista en La vida sin armadura a una historia personal que, a las primeras de cambio, parece mostrarse inmisericorde con la realidad de su propio entorno familiar. Así, en la primera página del libro el escritor inglés expresa sobre su progenitor que «Era corto de piernas y megacefálico, y lo cierto es que ni con millones de años y una máquina de escribir habría podido producir un soneto shakespeariano». Una sentencia que podría anticipar el tono a “tumba abierta” de un libro de memorias elaborado a partir de infinidad de notas tomadas desde bien temprano —en este aspecto se asemejaría sobremanera a su colega Vladimir Nabokov, el autor que Kubrick llevaría a sus dominios en aras a adaptar al celuloide la magistral Lolita (1955)—, en que sobrepasa con extraordinario margen el cupo de citas “recomendable” de títulos leídos a todas horas y en numerosos países. No obstante, lo que nos ofrece la presente obra es un relato que rebaja considerablemente las “expectativas” ofrecidas en su primer capítulo, dejando que por momentos su literatura cabalgue a los lomos del puro género de aventuras cuando oficia de radiotelegrafista, a sueldo de la RAF, en el continente asiático durante la Segunda Guerra Mundial, o en su periplo por la península ibérica durante la primera mitad de los años cincuenta. Tampoco escapa un tratamiento propio del drama —sin que la ironía y la socarronería le llegue a abandonar del todo— al calor de los episodios narrados sobre la tuberculosis sufrida, pasaporte a una vida “celestial” o un lastre físico (y psíquico) difícil de sobrellevar salvo si procurara un cambio de aires que le situaría en Mallorca durante varios años. Sóller sería el centro de operaciones balear de Sillitoe desde donde organizaba excursiones —favorecido por el clima Mediterráneo— ya sea a pie, en coche o en bicicleta, medio de transporte que le situaría a las faldas de la residencia de Robert Graves, el autor de Yo Claudio, de quien tomó cumplida nota de sus enseñanzas. Una sapiencia derivada del conocimiento personal que complementaría con un background de lecturas absolutamente descomunal, que apuntaba en distintas direcciones con el propósito que un hipotético eclectismo jugara a favor de su desarrollo y formación en calidad de escritor a la búsqueda de un estilo propio. Solo así Sillitoe entendía el arduo proceso para conquistar una meta. Una meta que parecía inalcanzable pero acabaría abriéndose su particular cielo al cumplir los treinta años habida cuenta de la publicación de Sábado por la noche, y domingo por la mañana y, a renglón seguido, La soledad del corredor de fondo, cuya génesis se reducía a la imagen ofrecida desde una ventana de un hombre que había visto correr. Algunos calibrarán que la treintena es una etapa óptima para debutar en el campo de la escritura de novelas o de relatos cortos, pero desde el prisma de alguien que llevaba una docena de años enviando manuscritos a numerosas editoriales y periódicos con un porcentaje muy elevado de respuestas negativas, la desesperación hubiera podido ser la antesala al abandono de dicha actividad. Sillitoe no cejaría en su empeño, desprovisto de una armadura que equivale, entre otros asuntos, a una posición económica holgada. Más que un colchón, hasta que no llegó el éxito de Saturday Night, Sunday Morning —adaptación cinematográfica incluida—, Sillitoe contaría con una sábana para poder soportar una eventual caída. Un sustento frágil que provenía, en buena medida, de una pensión consignada por el estado británico debido a la tuberculosis sufrida durante su estancia en el sudeste asiático (con un episodio que podría ser una “versión malaya” de Picnic en Hanging Rock de Joan Lindsay, en virtud de la desaparición de seis soldados en una zona elevada por espacio de una semana). Cuando este sustento estuvo a punto de esfumarse, Sillitoe abandonaría el terreno de la precariedad, saliendo a flote merced a ese Sábado noche, domingo por la mañana, relfejo de una realidad que conocía de primera mano con influencias de su admirado D. H. Lawrence y de una relación impresionante de obras literarias que devoraría con idéntica pasión a la que se encomendaría para el ejercicio de la escritura, la única manera que conocía para mitigar un dolor proveniente de las cavernas de su memoria, allí donde la batalla se libraba en su propio hogar. A partir de entonces, su hogar sería el mundo y su patrimonio la literatura universal. 

martes, 9 de diciembre de 2014

«LAS DOS SEÑORAS GRENVILLE» de DOMINICK DUNNE: ¿EL CASO DE LA VIUDA NEGRA?

En uno de los capítulos de Plegarias atendidas (1987), obra de Truman Capote (1924-1984) publicada a título póstumo, su autor no duda en colocar el dedo acusador sobre Ann Hopkins, la mujer a la que otorga toda la responsabilidad del asesinato de su marido William Woodward Jr., representante de la alta sociedad neoyorquina. Dicho homicidio ocurrió a mediados los años cincuenta cuando Capote ya frecuentaba los ambientes selectos de la Ciudad de los Rascacielos, dejándose ver en fiestas, celebraciones y actos privados programados por las elites neoyorquinas. Un par de años antes de la publicación de Plegarias atendidas, un coetáneo de Capote, Dominick Dunne (1925-2009) había arbolado su segunda novela, Las dos señoras Grenville (1985), a partir del relato vital del alter ego de Ann Hopkins, Ann Woodward, cuya tragedia empezaría el mismo día que presuntamente disparó a su marido al confundirlo con un intruso, en un caso parejo al sustanciado en los tribunales estos últimos años en relación al atleta sudafricano Oscar Pistorius y su mujer.
    No cabe duda que los treinta años transcurridos desde que Dunne reprodujo en las páginas de "Vanity Fair" sus impresiones sobre el caso Woodward y la publicación novelada de la existencia de Arden en Las dos señoras Grenville marcaría su hipotética “rivalidad” con los textos escritos por Capote, notario de esa sociedad acomodada a la que no escatimaría lanzar envenenados dardos en el centro de las dianas de algunos de sus miembros, entre ellos Ann Woodward, fiel exponente de mujer arribista nacida en un ambiente con escasos recursos económicos. El origen humilde de Arden ejercería un severo contraste con la realidad de una vida de lujo servida de la mano del potentado Woodward Jr. Evidentemente, este último espacio es el que merece captar la atención de Dunne en Las dos señoras Grenville con arreglo a perseguir un dibujo lo más certero posible sobre una mujer y su entorno, víctima de una codicia desbocada. Desde las trincheras del periodismo él conoció el relato de esa caída en desgracia de Mrs. Arden pero, al cabo, cabía orientar la historia hacia los confines de la literatura, en su caso alta literatura, en virtud de un material perfectamente asimilable a la obra de F. Scott Fitzgerald y a la del propio Capote. 
    Por primera vez en nuestro país se atiende a la edición de una de las obras pergeñadas por Dunne, en concreto Las dos señoras Grenville, y lo hace de la mano del sello Libros del Asteroide, fiel a la necesidad de ir dotando de una polifonía de voces autorales ―de muy distintos espacios georgráficos― un catálogo que excede de largo los ciento treinta títulos en sus siete años de existencia. Al amparo de una impecable traducción a cargo de Eva Miller, la lectura de Las dos señoras Grenville se hace especialmente gratificante, en su necesidad de construir un relato que, pese a la entrada y salida de numerosos personajes secundarios, nunca pierde la cara al sentido de que Anne Grenville tenga una presencia troncal. Cierto que Dunne hubiera podido prescindir de algunos pasajes que parecen meros subrayados con el fin de crear un discurso narrativo sólido, pero en su conjunto The Two Mrs. Grenville evidencia su extraordinario dominio de una prosa en cuyo centro de gravedad se sitúa la exquisitez en la descripción de ambientes sojuzgados por la púrpura del poder que confiere saberse rodeado de millonarios dispuestos a dejarse una ínfima parte de sus fortunas en casinos o prestándolas a un tercero para una causa “noble”.  Páginas que se van deslizando por nuestros dedos con un diáfano pronunciamiento de asistir a un curso de una literatura que parece haber prescrito, más propia de haberse situado en el tiempo justo pocas fechas después de la muerte de Woodward (en la novela Billy Grenville) y, por consiguiente, susceptible de que hubiera sido adaptada al celuloide, en primer término, por Joseph L. Mankiewicz. No demasiados cineastas como él hubieran sabido extraer con minuciosa precisión los detalles que se esconden en los pliegues de esta obra que pone al descubierto el gran talento literario de Dunne, otrora cronista de un universo que coparía las páginas de sociedad de la segunda y tercera parte del siglo XX. Allí donde un personaje de las hechuras de Ann Grenville tuvo cabida, siendo su suicidio un acto asistido por su mala conciencia, entre otras, debido a su condición de bígama. Esa condesa descalza abrigaría la necesidad de reinventarse fuera de la sombra protectora de su segundo marido, reservando las últimas páginas del libro a la descripción de una lánguida decadencia donde no faltan referencias a personalidades de nuestro país, como Salvador Dalí, e incluso de un dibujante llamado Alejo Vidal-Cuadras, que dista de la figura de ese europarlamentario de idéntico nombre y apellido compuesto, cuya mirada aviesa parece esconderse tras una capa. Curiosidades al margen, la edición de Las dos señoras Grenville sirve para reivindicar la figura en calidad de prosista de Dominick Dunne –padre del actor Griffin Dunne— y, por encima de todo, el buen gusto literario al calor del retrato de una época y de unos personajes de los que parecían ser cautivos casi en exclusiva de Fitzgerald y Capote.