miércoles, 30 de octubre de 2013

GENERACIÓN NINI, UNA JUVENTUD SIN ESPERANZA: ¿MUROS INFRANQUEABLES?

Año 2013, España. 56% de paro juvenil. La pregunta surge por sí sola en una legión de mentes: ¿para qué seguir estudiando si lo tenemos crudo? El abandono escolar crece. Muchos se agarran a la idea que el aprendizaje de un oficio (no vinculado al ladrillo; mejor relacionado con las nuevas tecnologías) les puede sacar del atolladero. Otros se resignan a seguir aspirando a cursar una carrera universitaria frente al titánico sacrificio que comporta para familias afectadas por la crisis, en que alguno o la totalidad de sus miembros se encuentran sin trabajo. Asimismo, el fenómeno de la “fuga de cerebros” se ha convertido en rutina. Contra su voluntad, lo mejor de una generación abandona nuestro país en busca de oportunidades laborales en el extranjero. A buen seguro, todos ellos lo hacen con el pálpito que regresarán al país que les vio nacer, cuando el temporal del mercado laboral amaine, pero al cabo esta idea se torna en una vacua ilusión. La conclusión: llevamos camino de perder una generación en virtud de esa juventud sin esperanza en que un porcentaje cada vez más significativo de la misma busca su futuro allén de nuestras fronteras. Jóvenes que no se resignan a ver cumplidos sus sueños; trabajan por su dignidad pero también por la de unos padres, un entorno familiar que ha hecho auténticos equilibrios para ofrecerles la puerta de entrada a estudios superiores aun a pesar de la precariedad de sus bolsillos. Ellos llegan a la certeza, cuando no la convicción tras un periodo de aclimatación en otro país: fuera valoran sus conocimientos, aptitud, ganas, empuje, ilusión por seguir creciendo profesional y personalmente; en nuestro país, como reza el documental a mayor gloria de The Doors, podían tatarear when we were strangers («cuando éramos extraños»). La emigración cíclica conforme a lo que diría un sociólogo, al albur de un fenómeno que gana “adeptos” a fuerza de una realidad lacerante del mercado laboral y de un tejido empresarial carcomido por políticas que penalizan mucho más de la cuenta, a diferencia de otros países, a los emprendedores.
    Por contraste, observo de un tiempo a esta parte ese segmento de la población juvenil que ha optado por adoptar el papel de “parásitos” de la sociedad. Han abandonado sus estudios o bien, en el mejor de los casos, han concluido su ciclo de secundaria sin otra perspectiva que aplicarse en el ejercicio de la vagancia. La generación Nini, ni estudia ni trabaja se aisla de la realidad de la sociedad para trazar una vida paralela que funciona a modo de burbuja. Una burbuja que los padres de ellos y ellas no quieren pinchar porque aceptan ya sea un chantaje emocional o de otra naturaleza. Pero, ¿de qué se alimentan, de qué viven cuando el sol deja de broncear sus cuerpos en las terrazas de los bares o de las plazas públicas que hacen suyas? Algunos siguen tirando del grifo de los padres que se colocan la venda y piensan que así les hacen un favor y les mantienen (desde la distancia) a raya. Otros se acomodan a ese juego peligroso de saberse inmunes y plegarse a una vida fácil donde la cultura (?) del esfuerzo deviene una auténtica entelequia. Lo fácil: el robo, la compra-venta de material rodabo, el trapicheo, el tráfico de drogas (se empieza por la maría y se acaba por la farlopa). No tienen un domicilio fijo. Funcionan por clanes. Se buscan unos a otros a través del whatsup o del Facebook para quedar en un determinado sitio. La única esperanza que tienen es pasárselo bien, disfrutar el momento y creer que aquellos dispuestos a esforzarse, a superar barreras son auténticos imbéciles. ¿Quién consiente la existencia de estos “Ninis”? Unos progenitores que han hecho dejación de funciones. En general, se produce un fenómeno asimétrico, en que ya sea el padre o la madre han desistido de seguir luchando y aceptan con doliente resignación que sus hijos hagan y deshagan cuando les plazca, utilizando las casas familiares como un hotel donde pernoctar con o sin la pareja. Un hotel abierto las 24 horas del día con la señal luminosa parpadeando en lo alto de la puerta principal en que se puede leer «vuelve hijo/ja, te queremos». Muchas de esas parejas acaban rompiéndose porque la cobardía de unos o unas no camina en el sentido de la otra parte de la pareja de querer enderezar el rumbo del hijo o la hija extraviados. A esos padres que actúan con esa laxitud no parecen conscientes del error que cometen. A mi entender la solución pasa por cerrar ese grifo del suministro económico y que esos jóvenes, por falta de aire (money, of course) acaben pinchado ellos mismos esas burbujas que se han creado, a modo de muro frente a la verdadera realidad social. Dura, sí, pero en la que no faltan personas, jóvenes y adultos, que tratan de tirar adelante, con la cultura del sacrificio y el esfuerzo por bandera. Si esos progenitores siguen ignorando el problema, echando mano una vez más del mundo musical, estarán colocando another brick in the wall («otro ladrillo en el muro»). Un muro cada vez más elevado en que padres e hijos irán perdiendo contacto visual y lo que es peor, emocional. En un lado del muro esos jóvenes “Nini” se ríen y cantan a coro we don’t need no education («Nosotros no necesitamos ninguna educación»). Roger Waters AKA Pink Foyd dixit. Al otro lado del muro, algunos por la noche no logran conciliar el sueño y se levantan, cuál sonámbulos, con los ojos húmedos. La cobardía les atenaza pero no ha impedido que los ríos de lágrimas formen parte de la geografía de sus rostros.    

martes, 22 de octubre de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA» (2005) (QUINTA TEMPORADA): ÁNGELES Y DEMONIOS

El consenso general es que la última temporada de una serie marca la valoración que, al cabo, puedas extraer sobre la misma. Una verdad relativa por cuanto la decepción sobre la elección de un determinado final no debería hacernos perder de vista las virtudes que concurren en las temporadas precedentes. En cierta manera, los seguidores de la serie A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, 2005) podríamos colegir que la quinta temporada viene a resultar un compendio de los aciertos que atesoraban los cuarenta y un capítulos anteriores. Más, me atrevería a razonar que la evolución de los personajes ha permitido que corriera en paralelo con la exigencia interpretativa, al punto que asistimos a un auténtico recital actoral en su fase final. Se advierte casi una pulsión shakespeariana en el corazón de ese drama, cuando no "maldición" familiar de los Fisher, que tiende sus tentáculos en el devenir de otros grupos o unidades familiares de su entorno. Cierto que en el caso de los Chenowith ya venía de “fábrica” —en no pocas ocasiones Billy (Jeremy Sisto) y Brenda (Rachel Griffiths) ironizan sobre el asunto—, dando por descontado que son un “modelo” de familia disfuncional, agravada por la entrada de Olivier Castro-Staal (Peter Macdissi) conforme al nuevo compañero sentimental de Margaret (Joanna Cassidy) después de enviudar, y por otra parte, Claire Fisher (Lauren Ambrosela novia en fuga del, “redimido”, en apariencia, hermano de Brenda, que va de flor en flor hasta acabar a los brazos de un treintañero (Ben Foster), compañero de trabajo y a las antípodas de su pensamiento ideológico. Con estas cartas sobre la mesa, parecería razonable que la serie televisiva se desplazara invariablemente hacia la realidad de los Chenowith y de su entorno afectivo, pero A dos metros bajo tierra seguiría siendo fiel, hasta el último suspiro, a las extrañas desdichas de los Fisher. Para esta parte final, el “contrapeso” de importancia por lo que compete a los Fisher en relación a Chenowith se concentra sobre todo en la persona de George (James Cromwell). Ruth (Frances Conroy) siente como propio el sufrimiento de George cuando debe ingresar en un hospital psiquiátrico para tratar una patología que trabaja a pleno rendimiento en una mente quebrada por un estado paranoide. A la vuelta al hogar del espigado profesor de geología, Ruth inscribirá de nuevo en el casillero de los fracasos de pareja el nombre de George Sibley, con quien se había casado por la iglesia en una toma de decisión que, en retrospectiva, se advierte todo un error— con la asistencia de la hija de éste, Maggie (Tina Holmes). El sostén del afecto se revela insuficiente para que la relación entre Ruth y George se mantenga en pie, y por tanto, consensúan la decisión de que éste trate de encontrar su propia estabilidad en un piso de alquiler, alejado de la convivencia con otro ser, pero manifestando su deseo de seguir en contacto con su (aún) esposa y Maggie. A fin de cuentas, la necesidad de los artífices de A dos metros bajo tierra por seguir ofreciendo el relato emocional de Ruth se debe a que, a estas alturas de la serie, saben que un porcentaje significativo de espectadores han creado una especial “empatía” con esa matriarca que se desvive por su entorno pero que, al observar en su interior, se va vaciando progresivamente. La culminación de esa realidad íntima se manifiesta en Ruth tras la pérdida de Nate (Peter Krause), uno de los pilares fundamentales de la serie. El fallecimiento del primogénito de los Fisher lleva aparejado un cuestionamiento de orden moral que implica a Maggie y Brenda. Al respecto, el antepenúltimo capítulo “All Alone” muestra el escenario del hospital angelino donde ha ingresado Nate, al que acude en primera instancia Dave (Michael C. Hall) para luego reunirse con otros de los miembros de la familia (su novio Keith/Matthew St. Patrick, recién estrenado su papel de padre "dominante" de dos hermanos de raza negra con una mochila demasiado llena de sinsabores vividos en casas de acogida) y la propia Maggie. Por su parte, Brenda, embarazada de varios meses, llega con retraso porque no estaba enterada de lo ocurrido. En el cruce de miradas sostenido entre Brenda y Maggie se lee el pensamiento de cada una de ellas. Pero Brenda entiende que la infidelidad debe quedar en un segundo plano cuando está en juego en la mesa del quirófano la vida de Nate. La mayor de los hermanos Chenowith vuelve a protagonizar otra de las escenas más sutiles y, a la vez, duras cuando sugiere a Nate, postrado en la cama del hospital —que acabará convirtiéndose en su lecho de muerte— que «superamos esto juntos». Nate niega la mayor y sin verbalizarlo anuncia una separación definitiva. Quizás, en su fuero interno Nate se sabe muy cerca de la muerte y, por consiguiente, nada tiene que perder. Una muerte con la que ha convivido a diario desde que asumió, junto a Dave, la herencia del negocio familiar. Como no podría ser de otra manera, Dave acaba siendo cliente de Fisher & Diaz, una sociedad limitada que se tambalea merced a la inestabilidad emocional que padece Dave. Un escenario ideal para que Rico Díaz (Freddy Rodríguez) saque tajada y quiera comprar las acciones de Dave y de Brenda. Así, el ascensor de ese arribista llamado Rico (un diminutivo, por tanto nada ocioso) se proyecta hasta la última planta del negocio funerario. Una aspiración legítima si se quiere, pero cuestionable en todo caso en su fundamento moral. Todo ello queda refrendado en uno de los tramos del último capítulo, “Everybody’s Waiting”, en que Alan Ball vuelve a tomar las riendas de la dirección (firmaría un total de la seis a lo largo de la misma) que había creado un lustro antes. Más largo que la media —superando de forma excepcional la hora de duración— el título “Everybody’s Waiting” hace referencia a su epílogo. Para la elaboración del mismo, Ball debió tener fresca en la memoria títulos como Magnolia (1999) y Big Fish (2003), dirigidas por Paul Thomas Anderson y Tim Burton, respectivamente. Asimismo, un desenlace que no sorprende en el firmante del guión de American Beauty (1999), cuyo final da un giro de 180º. El de A dos metros bajo tierra también lo hace, siendo fiel a esa idea que la muerte puede ser una prolongación de la vida. Allí donde habitan ángeles y demonios.