martes, 25 de junio de 2013

«INOCENCIA» de Penelope Fitzgerald: ENTRE LA TRADICIÓN Y LA MODERNIDAD EN LA FLORENCIA DE POSTGUERRA

«Sentí que el mundo del que habla 84 Charing Cross Road estaba sorprendentemente cerca de mis obsesiones: el paisaje de los sentimientos ocultos, el amor como proyección de las cosas que no se dicen porque no necesitan decirse, de la soledad como vocación». Así se expresaba Isabel Coixet cuando presentaba en el marco del XIII Festival Internacional de Teatro Temporada Alta de Salt (localidad limítrofe con Girona) su adaptación escénica de la novela breve 84 Charing Cross Road, uno de los referentes literarios inexcusables de La librería (1978), escrita por Penelope Fitzgerald (1916-2000), de cuya traslación esta vez al celuloidese ocupará la propia realizadora catalana en los próximos meses. Presumiblemente, para un sector del público familiarizado con la obra de Coixet, La librería en su derivada cinematográfica sirva de puerta de entrada al conocimiento de la producción literaria de Fitzgerald. Llegados a este punto, Impedimenta ofrece un muestrario significativo de la misma a través de las traducciones de, amén de la susodicha La librería, El inicio de la primavera (2011) e Inocencia (2013). A buen seguro, esta prospección de Enrique Redel por el mundo literario anglosajón a la búsqueda de autores y autoras susceptibles de ser (rei)vindicados por el lector de habla hispana, llevará a Penelope Fitzgerald a situarla en el espacio de las damas de mayor aceptación entre los lectores que precisan el amparo de textos de exquisita finura estilística y que no renuncien a temas universales, condición sine qua non para ser degustados en plena modernidad del siglo XXI.   
   Perteneciente a una estirpe de prohombres del mundo de la cultura y de las artes en general, inequívocamente Penelope Knox parecía destinada a seguir los pasos de una tradición familiar esquiva a una realidad operada fuera de las coordenadas de lo recurrente en la existencia que embarga al común de los mortales. El viaje formaría parte de ese «plan de vida» diseñado por y para Penelope Knox, y con ello el mapa literario se desplegaría más allá de los confines de su Inglaterra natal. La novela que nos ocupa, Inocencia (1986), fue abordada por Penelope Fitzgerald adoptando el apellido de su marido, un oficial irlandés fallecido al poco que contraer matrimonio al filo de cumplir su setenta aniversario, fruto de su entrada en contacto con la Italia de postguerra. Seducida por ese universo donde confluían temáticas que enriquecieran el sustrato literario con el que partía, Fitzgerald abogaría para su primera novela en que su propia persona quedaba excluida de las tramas por armar, un conjunto de situaciones comprometidas con la idiosincrasia del país transalpino. En prácticamente ninguno de los episodios de Inocencia, tenemos la percepción que Fitzgerald sea una escritora británica que vuela sobre el relato sin quedar adherida a la superficie de un mundo que evoluciona hacia un cambio de estatus social, político, financiero y cultural. Producto de la influencia ejercida por la literatura de Sir Walter Scott, Fitzgerald mezcla personajes reales el político Antonio Gramschi (1891-1937)y ficticios al servicio de una obra que se postula en sus “acertijos” en torno al amor conforme a una comedia shakespeariana en especial Mucho ruido y pocas nuecespor encima inclusive de las tibias analogías que se intuyen “entre líneas” con respecto al legado literario de Jane Austen. Su “alineamiento” con el patrimonio creativo de William Shakespeare crece al albur de una composición literaria basada en una profusión de diálogos de una punzante ironía y armoniosa delicadeza, al margen de un manto visionario-profético que se extiende sobre algunas de las reflexiones brindadas por sus personajes principales y secundarios. Mas, algunos de éstos parecen nacer al dictado de la realidad de nuestros días en el contexto de un viejo continente que va a la deriva expresión que casa precisamente con otro de los títulos de Fitzgerald, merecedor del Booker Prize que se le había resistido un año antes con La librería—, como se desprendre de las siguientes líneas de diálogo brindadas a renglón seguido de las dudas que se ciernen sobre el cirujano Salvatore Rossi al unir su futuro sentimental con Chiara Ridolfi, de linaje aristrocrático, educada en colegios ingleses:

 «No pierdas la esperanza dijo Cesare—. Según mis cálculos, dentro de veinte años el divorcio será legal en Italia.
    ¿Según qué calculos?
  Cuando la Comunidad Europea se ponga en marcha, tendremos que unirnos a ella para poder vender nuestro vino, aunque a Alemania le parezca mal y se ponga en contra. En cuanto nos unamos a ellos en una cosa, tendremos que unirnos en todas».

   Lejos de demostrar con semejante diálogo animadversión para con el país teutón, la escritora inglesa volvería a “sumergirse” en otro espacio ajeno al de su país de origen para la construcción de la novela La flor azul (1995) como apunta Terence Dooley en el epílogo titulado “Amena Stanza”, derivado de una “transmutación” de un proyecto abortado que se localizaría igualmente en Florencia y que iba a desarrollar el tema del simbolismo de las flores en el arte sagrado primitivo, que con toda probabilidad el sello Impedimenta tiene en su agenda para encontrar acomodo, en un futuro más o menos cercano, en su particular «Biblioteca Penelope Fitzgerald». De esta forma, Johann Wolfgang Von Goethe o Friedrich Von Schlegel, en su calidad de figuras extraídas de la realidad, se colarán en la más que presumible traducción de una ficción literaria más que pertinente en la idea, cuando no convicción, que su autora sigue siendo merecedora de la atención de lectores inasequibles al desaliento de viajar a través de las páginas de novelas bañadas por la luz solar en los periodos estivales. Una estación especialmente indicada para este tipo de ejercicios que comprometen más a la intuición que al deber, al placer que a la necesidad. En esta tesitura, Impedimenta nos abre, pues, nuevamente una ventana al saber de la obra de una escritora de tardía dedicación pero que empezó en su juventud a forjar los mimbres de un pensamiento inequívocamente avanzado a su tiempo desde la perspectiva de una mujer, en la senda de sus compatriotas Naomi Mitchinson o Stella Gibbons.         


martes, 18 de junio de 2013

RICK WAKEMAN: LAS «SIETE VIDAS» DEL «PRÍNCIPE RUBIO»

El pasado 18 de mayo cumplía su 64 aniversario. A pocos pasos, pues, de la edad de jubilación, a buen seguro, Richard Christopher Wakeman (1949, Perivale, Londres) seguirá más allá de los 67 años practicando el arte que mejor domina: la música. Al abordar la confección de un libro de las características de Historia del rock sinfónico (2012), aun a pesar de haber abonado el territorio del conocimiento durante lustros a través de infinidad de audiciones y lecturas, siempre quedaba margen para la sorpresa e incluso la incredulidad frente a la magnitud de un talento individual. Confieso que a medida que iba familiarizándome con la ejecutoria profesional de Rick Wakeman no daba crédito a su descomunal capacidad de trabajo, que arroja hasta la fecha un balance de una cincuentena (¡) de discos publicados en solitario o en forma de dueto, sus colaboraciones en calidad de teclista en distintas etapas de Yes, una docena de composiciones de bandas sonoras para largometrajes de ficción y documentales (la mayor parte de los cuales de índole deportiva), así como puntuales intervenciones en discos que, por ventura, razonarían en el espacio de los mainstreams servidos en plena eclosión del pop rock, el paradigma de los cuales sería el “Space Oddity” de David Bowie. Dejo al margen sus prestaciones de conductor de programas televisivos y radiofónicos que han contribuido a amplificar su popularidad en el Reino Unido, donde su nombre es harto conocido incluso para aquellos refractarios del rock sinfónico, el fenómeno musical que contribuiría a definir sobremanera esa formación de «cambios perpetuos» llamada Yes. En relación a la misma, Rick Wakeman alimentaría un sentimiento ambivalente. Por una parte se mostraría incapaz de sustraerse a la idea que pasará a la historia por haber sido el teclista más solvente de Yes, y por la otra, agradecido por los réditos a todos los niveles que le sigue comportando su paso por la banda británica que pregonaría a los cuatro vientos una suerte de mística espiritual articulada en su fundamento por Jon Anderson. Pese a que Wakeman no comulgaría con el contenido conceptual de Tales from Topographic Oceans (1973), del que se esforzaba en manifestar que no comprendría frente a la actitud displicente del resto del grupo, supo calibrar el valor de la amistad con Jon Anderson, y la importancia de éste en el empeño de su condición de «visionario». Por ello, Wakeman ligó su suerte en el seno de Yes a la de Jon Anderson una vez superado el “trámite” de su salida (por la puerta de atrás) de la banda a la conclusión de la gira del Tales. Semejante desaire sería observado por la comunidad musical amparada en el rock británico conforme a un gesto de pura excentricidad, pero al poco tiempo se demostraría lo acertado de su decisión al alumbrar un par de discos en solitario, The Six Wives of Henry VIII (1973) y Journey to the Center of the Earth (1974), que multiplicarían de manera exponencial su cuenta corriente. Desde entonces, lejos de ralentizar su ritmo de producción en función de los dos ataques de corazón el primero al poco de cumplir los veinticinco años, todo un récord... negativoy el peso de la fama que distrae, por regla general, el cumplimiento de un plan de trabajo sistematizado, Rick Wakeman ha persistido en su necesidad fisiológica de seguir componiendo, grabando discos sin desmayo.
   A pesar de la extraordinaria admiración que siento por la obra de Rick Wakeman, nunca he tenido la tentación de rastrear en tiendas virtuales o físicas cada una de sus piezas discográficas. En este propósito de enmienda, a buen seguro, se alinean algunos completistas provenientes del universo Yes, quienes presumiblemente hayan llegado a la conclusión, cuando no la convicción, de encontrarse con una obra que demanda un estudio pormenorizado. Materia, por tanto, susceptible de una tesis musical que arroje luz en torno al alcance de un legado musical que no tiene parangón entre sus «correligionarios» del rock sinfónico su amigo Jon Anderson con una quincena de discos queda a notable distancia, al igual que Steve Hackett (Genesis), con quien también ha colaboradoy me atrevo a aseverar que del rock y de la new wave en términos generales, con la salvedad quizás de Frank Zappa o de los «incombustible» Neil Young y Van Morrison. Sobreponiéndose a ese corazón delator de sus excesos alcohólicos, Wakeman ha configurado un cosmos musical único e indivisible, preñado de referencias a planetas que orbitan en la galaxia del rock, de la new wave y de la música clásica. Su estrella sigue brillando cuando al caer la noche el cielo se cubre de un manto negro. Entonces, podemos recrearnos en el virtuosismo a los teclados administrados por Wakeman en los conciertos de Yes que para muchos nos ha enseñado el camino para conocer la otra «realidad» de un astro de la música con marchamo de leyenda. La que se esconde en un muestrario de piezas variopintas, buena parte de las cuales afectadas de un aliento cristiano (servidumbres de un pasado ligado a su tercera esposa, la modelo Nina Carter) que se traducen en el mercado discográfico con un propósito residual en función del número de ejemplares vendidos de cada uno de ellos, aunque al recomponer ese giganteso mosaico visualicemos la obra de un genio precoz del siglo XX y de las primeras estribaciones del XXI. Nos falta aún perspectiva para medir la grandeza de Rick Wakeman, el «príncipe rubio» de las «siete vidas», las que ha tenido que recurrir para acomodar un legado musical de tamaña dimensión.

Dentro de su proverbial patrimonio musical, invitación a escuchar el tema Tall Shadows   


viernes, 14 de junio de 2013

«A DOS METROS BAJO TIERRA» (TEMPORADA 2): CÍRCULOS CONCÉNTRICOS

Consecuencia directa del éxito de la primera temporada de Six Feet Under (A dos metros bajo tierra) (2001-2005) fue que, además de renovarse los acuerdos contractuales para con la plana mayor de los intérpretes que intervinieron en la misma, dos fichajes de “relumbrón” se perfilarían para una segunda temporada con idéntico número de capítulos trece, desafiando de esta forma cualquier atisbo de mal fario. Patricia Clarkson (1959, Nueva Orléans) y Lili Taylor (1967, Glencoe, Illinois) trabajarían, pues, a favor de una obra cuyo andamiaje narrativo parecía haberse asentado en el desarrollo de la primera temporada. Óbviamente, el planteamiento de Alan Ball y su equipo de cara a una segunda temporada pasaba por concebir una serie de “retoques” encaminados a potenciar el juego de relaciones de personajes incluso aunque operen en órbitas muy alejadas entre sí. La evidencia más palmaria de estos “retoques” introducidos a partir del episodio nº 14 se corresponde con la cada vez menor importancia prestada a esa muerte “súbita” marcada por el infortunio y/o lo aleatorio. Apenas un par de minutos ocupan estos prólogos que con el afán de no repetir situaciones análogas, extiende un abanico de posibilidades extraordinariamente amplio, pero algunos sin apenas “sustancia dramática” o dictado por las leyes de lo heterodoxo.
   Alentado por las cifras de seguidores de la serie de marras, Alan Ball supo que A dos metros bajo tierra permitiría hacer hincapié para su segunda temporada en aspectos relativos a la comunidad gay a la que pertenece de pleno derecho desde hace tiempo. Más allá de la normalidad que supone contemplar en la pequeña pantalla una relación de pareja sostenida entre personas del mismo sexo (masculino) y de razas distintas David Fisher (Michael C. Hall) y Keith Charles (Matthew St. Patrick) , Ball “fabricaría” un episodio destinado a inculcar en el espectador la idea de que la paternidad no guarda necesariamente relación con los convencionalismos de antaño, favoreciendo el sentido que la educación dirigida a los pequeños se mueve por los parámetros del compromiso, el deber, la atención y el amor al prójimo. Parámetros que convergen en la persona de Keith, dispuesto a hacerse cargo de la manutención de su sobrina Taylor (Aysia Polk) ante la actitud evasiva mostrada por la madre de ésta. Para colmo de males, el episodio número 10 («El secreto») concluye con la imagen de la madre de Taylor acusada de haber atropellado involuntariamente a un indigente y, a renglón seguido, no cumplir con el deber de auxiliar a la víctima, dándose a la fuga. Los quebraderos de cabeza se acumulan para Keith, quien retoma su relación afectiva con David después de un paréntesis que se adivinaba, tarde o temprano, concluiría. Señal inequívoca que A dos metros bajo tierra se mueve por idéntico razonamiento que las series destinadas a prolongarse en el tiempo una vez vencida la fase de incertidumbre que despierta su temporada inaugural. Un razonamiento que nos habla de un planteamiento acorde a que las relaciones personales sufren desgaste, se erosionan y precisan de ese “bálsamo” reparador llamado tiempo para volver a conciliar sentimientos en el ámbito de la pareja o del entorno familiar. De ahí que a lo largo de esta segunda temporada asistamos a constantes idas y venidas entre parejas donde las conexiones emocionales, intelectuales y/o sexuales no siempre funcionan a pleno rendimiento Nate Fisher (Peter Krause) y Brenda Chenowith (Rachel Griffiths); Ruth Fisher y Nikolai (Ed O’Ross); Margaret (Joanna Cassidy) y Bernard Chernowith (Robert Foxworth); el propio Keith y David, etc. , acoplando al aparato dramático ese denominador común insoslayable de que todo-el-mundo-sufre. Un estado de ánimo que, en no pocas ocasiones, se evalúa desde la soledad, cuya máxima expresión en esta función televisiva remite al personaje de Ruth, la matriarca que vela en silencio la memoria de su difunto marido (sus apariciones espectrales van perdiendo fuelle si lo confrontamos con la primera temporada) y trata de “reinventarse” con una actitud abierta sobre la realidad de sus tres hijos. Los varones, persiguiendo una estabilidad con sus respectivas parejas, mientras que en la benjamín de la familia Fisher, Claire (Lauren Ambrose), se debate una guerra abierta en su interior entre la necesidad de encontrarse con su “igual”. Sus tendencias depresivas no ayudan a decantarse en un sentido u otro, cruzándose en su camino Billy Chenowirth (Jeremy Sisto), el hermano de Brenda, recluido en un hospital psiquiátrico después de haber protagonizado un episodio de locura que pone en jaque la vida de los que le rodean. Nate tomaría buena nota de ello, invitando que, al cabo, su hermana pequeña se aleje de manera definitiva de Billy una vez éste ha salido del centro psiquiátrico exhibiendo nuevo look. Entretanto Nate tiene demasiados frentes abiertos para salir airoso en cada uno de ellos. Tras el compromiso formal con Brenda surgen las dudas, Lisa Kimmel (Lili Taylor) vuelve a entrar en su vida y la enfermedad cerebral que padece le lleva a replantearse la necesidad de cubrir un deseo agazapado en su fuero interno: el de la paternidad. Por aquel entonces, Peter Krause, el actor que da vida a David sin duda, uno de los pilares que sostienen el aludido andamiaje dramático de la seriecumpliría su compromiso de ser padre con el nacimiento de un bebé llamado Roman. Desconozco si semejante nombre tuvo un propósito de homenaje a Roman Polanski, un realizador que si hubiera participado en la confección de algunos episodios de A dos metros bajo tierra a buen seguro afinaría a la hora de sacar a la palestra los asuntos más sórdidos del alma de unos seres que realizan movimientos pendulares donde la vida y la muerte, la ilusión y la desafección se sitúan en ambos extremos de ese espacio intangible.


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