lunes, 28 de enero de 2013

«LA MUERTE DEL CORAZÓN» de Elizabeth Bowen: ORGULLOS Y PREJUICIOS EN LA SOCIEDAD VICTORNIANA


De un tiempo a esta parte las tertulias que antes llevaban acompañadas el sustantivo de políticas cada vez tienen un sesgo más económico en virtud de la demanda del espectador o del radioyente por saber de las claves del porqué de la crisis que nos acucia, cuanto menos de una forma feroz desde hace un lustro. Por ello, la voz de los tertulianos con pedigrí de economistas se deja sentir con mayor intensidad, aflorando en esas mesas de debate términos tales como el keynesianismo. Para los puestos en la materia, el término resulta sumamente familiar; en cambio, para el común de los mortales obedece a sinónimo de desconocimiento en tanto que John Maynard Keynes (1883-1946) muy pocos entre una inmensa mayoría relacionarían con uno de las más influyentes economistas contemporáneas y menos aún con el denominado «Círculo de Bloomsbury», una suerte de versión británica de «La mesa Redonda de Algonquin». Grupo de intelectuales elitistas por definición y por convicción, dentro del «Círculo de Bloomsbury» se darían cita diversas féminas, entre las cuales destacarían las escritoras Virginia Woolf (1882-1941), Katherine Mansfield (1888-1923) y Elizabeth Bowen (1899-1973), la más longeva de todas ellas.
   A punto de cumplirse cuarenta años de la fecha de su deceso (el 22 de febrero), Elizabeth Bowen gana una nueva “causa literaria” para el conocimiento de su obra al poner en circulación Impedimenta uno de sus trabajos más destacados: La muerte del corazón (1938). Si hay en nuestro país una persona que haya acogido con especial entusiasmo la publicación de esta novela escrita en el periodo de entreguerras se llama Esther Roy Torrijos, autora de la tesis doctoral La narrativa de Elizabeth Bowen: Estudio de aspectos culturales y formales (2006) (ver enlace). En la parte introductoria de su tesis, Roy Torrijos se encarga de enumerar los aspectos literarios, conforme a un sentido que va más allá de la materia tratada, que lleva implícito el sentido reivindicativo que precisa la figura de Bowen. Al calor de esta tesis “tutelada” por la doctora Beatriz Villacañas Palomo, adscrita a la Universidad Complutense de Madrid, el sello Pre-Textos vinculada, en mayor o menor medida, al mundo universitario y/o de la docencia a través de su amplio abanico de colecciones  publicaría en 2008 La casa en París (1935) y Siete inviernos: recuerdos de una infancia dublinesa (1942), librada en vida en formato autobiográfico, no así Pictures and Conversations (1974) que lo haría a título póstumo. El ímpetu mostrado por Pre-Textos por publicar textos de la autora angloirlandesa pronto cedería a una dura realidad condicionada por imperativos de la crisis que llevaría aparejada una respuesta más bien tibia por parte del público lector. Por ventura, la «cadena» iniciada en cierta medida por Roy Torrijos no se rompería y, a finales de 2012, Impedimenta cerraría un año de ensueño para la editorial madrileña con la publicación de la que se presume la masterpiece de Elizabeth Bowen.  
   A través de sus cuatrocientas páginas con un sublime trabajo de traducción en el debe de Eduardo Berti, La muerte del corazón muestra y demuestra la finura descriptiva, a nivel emocional, de la que hace gala Elizabeth Bowen en similar sintonía que Jane Austen (1775-1817) —a la que en un pasaje de la novela se remite a su nombre o Virginia Woolf, su compañera del «Círculo de Bloomsbury». Se trata de un relato que, en lo tocante a su argumento, se solapa preferentemente con los escritos de Austen pero, debido al encaje de su obra dentro de la primera mitad del siglo XX se advierten un aliento de modernidad en la forma de evaluar el tránsito de la «antiheroína» Portia Quayne (de perfil dickensiano) de la adolescencia a la juventud. Lo hace guiado por ese espíritu humanista e individualista que distinguiría al subversivo grupo de Bloomsbury y, en particular, a Elizabeth Bowen, dama que se descubre tocada por la “divinidad” literaria en cada página, cada rincón de esta obra que eleva el arte de la escritura hasta sus más altas cotas de refinamiento, asumiendo un estilo propio que poco guarda relación con el sometimiento a las reglas de la moralidad victoriana en la construcción de unos personajes de espíritu libertino, refractarios a los convencionalismos y que, en definitiva, sirven a la causa de una oleada de obras que aún estarán por llegar en el umbral de la segunda mitad del siglo pasado. Conociendo ese otro “espíritu”, el de Impedimenta, la aventura de publicar las novelas un total de ocho aún quedan pendientes en lengua castellana y los relatos de Bowen no se detendrán con La muerte del corazón.  Un título, en todo caso, que revela toda una paradoja para el que se adivina el nacimiento de una colección (sin acreditar ni en la portada ni en su interior) dispuesta a rendir honores a una escritora de la talla de Elizabeth Bowen.          

Enlaces a otras obras publicadas en lengua castellana de Elizabeth Bowen:

La casa en París (2008, Ed. Pre-Textos)


domingo, 20 de enero de 2013

«EL SENTIDO DE UN FINAL» de Julian Barnes: LA MEMORIA DE LA VIDA


La apuesta de la editorial Anagrama por publicar cada una de las novelas de autores extranjeros parece más que evidente pero pocas han acabado perpetuándose en forma de «Biblioteca de...». Semejante honor ha recaído, por ejemplo, en Vladimir Nabokov, Norman Mailer o Patricia Highsmith. Éste hubiera podido ser el caso de Julian Barnes (Leicester, 1946), de cuya obra se han encargado de editar al completo en lengua castellana el sello Anagrama, incluidos ensayos El perfeccionista en la cocina y Nada que temer  y libros de relatos breves Pulso, Al otro lado del canal y La mesa limón. No obstante, resulta inevitable pensar que su última novela publicada entre nosotros, El sentido de un final (2011), “contradiga” su propio título y sirva de pieza de iniciación, de puerta de entrada a la literatura del autor británico en atención a la distinción del Premio Man Booker que ha merecido una novela arbolada de elementos autobiográficos. Ciertamente, Barnes no esconde que uno de los factores desencadenante de la novela El sentido de un final había surgido de una experiencia captada de su entorno: «Éramos un grupo de amigos y uno de ellos, llamado Brillant, era mucho más listo que yo, y cuando dejamos de vernos pasé mucho tiempo imaginado cómo seria su vida, hasta que un día me encontré a otro amigo en el metro de Londres y me dijo que Brillant se había suicidado hacía veinte años. ¡Me había pasado veinte años imaginado la vida de una persona muerta!». En la ficción urdida por Barnes ese Brillant con el que había compartido los juegos de la vida pasa a llamarse Adrian en una ficción literaria distinguida con un premio tan prestigioso como controvertido en distintas ediciones desde su bautizo en 1969. En las fechas reservadas a la consagración del Man Booker Julian Barnes contribuiría al mundo, el de las letras, para el que parecía destinado en su condición de lexicógrafo, editor y crítico cinematográfico. Todo ello acabaría siendo “sacrificado” por su dedicación full time al noble arte de la escritura de novelas de ficción y de ensayos varios.
   Confieso que El sentido de un final ha sido mi primer acercamiento a la literatura de Barnes, una obra cincelada sobre la base del comportamiento esquivo del ejercicio memorístico. En ese propósito se mueve un relato que viaja constantemente al pasado conforme a un valor refugio que aleje al protagonista, Tony, de una realidad que hace tiempo ha descrito una curva descendente en muchos sentidos de la vida. Después de ir quedmando esas etapas postreras en que Tony Webster aún puede permanecer en “circulación”, le aguarda la sombra de la muerte, el "colofón" a ese contrato “vital” que cada uno de nosotros firmamos al nacer. Antes de expirar, el sexagenario Tony, al recibir una suerte de testamento que compromete a su amigo Adrian, pone en perspectiva los recuerdos de su pasado imperfecto ligado a tres de sus compañeras sentimentales: Veronica, Margaret y Annie. De todas ellas, Veronica es la que adopta un mayor protagonismo en esa prospección por los tiempos pretéritos de Tony, quedando en un segundo plano, además de Margaret y Annie, sus otros dos amigos del alma que compartieron vivencias con Adrian. Presumiblemente apelando a sus propias experiencias, Barnes trata que los discos y las obras literarias que engalan su habitación de estudiante hablen del personaje de Tony, creando esas diferencias de gustos para con Veronica, pero no lo suficientes para sus destinos acaben uniéndose. Lo hará sin apelar a la épica romántica al ir evaluando Tony esos episodios que cobran sentido en esos recuerdos que, a veces, traicionan la realidad de los hechos. Preciso y detallista en la descripción de esos recuerdos suspendidos en la memoria de Tony, Julian Barnes articula en El sentido de un final, muy en la línea de las novelas de Bernhard Schlink, una obra de fuste en su pulsión emotiva, atendiendo a un enfoque humanista prendado de nostalgia, pero también de pesar, sobre esos tiempos que debían ser la columna vertebral del cuerpo vital de cada uno de nosotros. Cuando esa columna vertebral se va curvando, se agolpan en el disco duro numerosas imágenes, frases, momentos que sugieren la idea de lo que pudo haber sido y no fue, formulándose preguntas sin obtener respuestas concretas ni precisas. El suicidio de Adrian no hace más que multiplicar exponencialmente esos interrogantes en la mente de Tony antes de encontrar el sentido de un final. Una obra de lectura obligada, sin duda, para aquellos capaces de juzgar sus propias vidas con la presunción que la memoria es un ente cambiante, mutable dependiendo de un estado de ánimo, o de la hondura de un recuerdo impreso para siempre entre los surcos de nuestro cerebro

miércoles, 16 de enero de 2013

«WOODY ALLEN: EL DOCUMENTAL» (2012): UNA DELICADA MELODÍA A RITMO DE JAZZ

Excelente «barómetro» de que Woody Allen (1935, Brooklyn, Nueva York) ha tratado de «desterrar» de su recuerdo el documental Wild Man Blues (1997) es que, al reparar en el índice onomástico y por películas de Conversaciones con Woody Allen (Ed. Lumen, 2008) de Eric Lax, brilla por su ausencia el nombre de su realizadora, Barbara Kopple, y del título en cuestión. Motivos para ello no parecían faltar a Allen atendiendo a la visión premeditadamente deformada que se extraía del polifacético artista, haciendo hincapié en su carácter hipocondríaco y, en general, extremadamente maniático que parecía perseguirlo, cuál sombra de algunos de los personajes que cobran vida en la gran pantalla, invirtiendo el efecto reproducido en La rosa púrpura de El Cairo (1984). Quedaba, por consiguiente, la necesidad de Woody Allen por desquitarse de aquella mala experiencia verbigracia de un documental que ofreciera la medida de una personalidad más acorde a la realidad o, cuanto menos, a la que tiene de él mismo.
En una nueva muestra más que la cinefilia ha desertado en tropel de las salas cinematográficas buscando refugio en las pantallas caseras cada vez mejor equipadas, asistí días atrás a la proyección de Woody Allen: el documental (2012) en las salas Méliès, fiel a un repertorio de qualité heredado de su fundador, el también cineasta Carles Balagué. Al concluir la sesión tuve el pálpito que Allen ha podido resarcirse de ese “error” del pasado a través de un documental modélico en su estructura, en su composición visual y en su sentido último, el de dejar para los anales testimonio de la trayectoria vital y profesional de un genio en el sentido más estricto del término. Un genio precoz capaz de proveer de decenas de chistes diarios al rotativo neoyorquino que empezaba a escribir la historia de Allen Koninsberg, la de un chico judío aficionado al béisbol y al cine, su «segunda casa» en esa década de los cincuenta donde iría alimentando un ingenio irreverente y ácido. Muchos conocemos al Allen que podemos observar en la gran pantalla, pero poco ha trascendido, a nivel de imágenes y documentales, de esa versión de principios de los sesenta en que su popularidad creacía exponencialmente a través de sus apariciones en la gran pantalla. Esa primera parte del documental dirigido y escrito por Robert B. Weide me interesó especialmente, reparando en la idea de que Allen acudía al programa de Dick Cavett en similar disposición de cómo lo han hecho en los últimos años Jordi Évole o Berto Romero en relación al late show (bajo distintas denominaciones) orquestado por Andreu Buenafuente. Como éste último, Woody Allen construyó su personalidad artística-humorística a partir de su condición de stand up («monologuista»), que llamaría poderosamente la atención de Charles H. Joffe y Robert Greenhut, dos de los nombres más “familiares” en los créditos de la plana mayor de los films dirigidos por el autor de Manhattan. Joffe & Greenhut supieron medir la proyección profesional de Allen merced a una calculada operación que pasaba inexorablemente porque la «caja de resonancia» de la pequeña pantalla contribuyera sobremanera a dimensionar las prestaciones artísticas del joven natural de Brooklyn. El siguiente escalón fue su aparición en la obra teatral Don’t Drink the Water, que él mismo había escrito en paralelo a su actividad como guionista. Allí conocería a Tony Roberts, a quien reclutaría años más tarde para Annie Hall (1977), un cambio de rumbo en la andadura profesional de Allen que llevaría implícita una legión de admiradores un tanto contrariados, al cabo, al tratar de descifrar las segundas lecturas de Recuerdos (1980). Primera de sus «cartas de amor» al cine de Federico Fellini, empero, mueve a cierta perplejidad que Allen prácticamente no hable con los operadores del calado de Gordon Willis («el príncipe de las tinieblas»), responsable de la iluminación de Stardust Memories, de las influencias que le han dejado cineastas en su inmensa mayoría con pasaporte europeo. Una de tantas cuestiones que navegan en contra de lo que podríamos presuponer, perfectamente mostrados en este soberbio documental. A partir de ahora reservo un espacio en la DVDteca a este Woody Allen: A Documentary pergeñado por Wiede con trazo firme, inmaculado en torno a un genio que sigue procesando su cerebro… a veinticuatro imágenes por segundo, eso sí, a ritmo de dixieland y el jazz que sale de las entrañas de Nueva Orleáns. Gracias, Woody, por hacernos más agradable nuestras vidas.

lunes, 7 de enero de 2013

«STEPHEN STILLS 2» (1971): LA PIEZA MAESTRA OCULTA DEL GENIO DE TEXAS

El pasado 3 de enero Stephen Stills cumplía su 68 aniversario. No han sido estos últimos años el mejor periodo vivido por Stills, quien por fortuna ha superado un cáncer. Frustrada a última hora una nueva reunión de los Buffalo Springfield no se sabe con qué propósito, el texano sigue participando en un rosario de discos en que deja patente su indiscutible talento armado a la guitarra y una voz cada vez más quebrada por efectos propios de la edad y una maltrecha salud. Al volver una y otra vez sobre esa «Golden Age of Rock», la que comprende la orquilla temporal de finales de los sesenta y finales de los setenta, casi coincidiendo con la fecha de cumpleaños de Stills me hice con el disco compacto Stephen Stills 2 (1971), del que desconocía hasta el momento su contenido, aunque algunos de sus doce temas me resultaban familiares. Varias escuchas han propiciado que crezca en mi fuero interno que esta obra hubiera merecido una mayor significación en el cómputo global de la historia de la música de rock de los 70 en su “afinación” bluesy. Aprovechando el tirón del disco epónimo de 1970, Atlantic Records añadiría el carácter nominal «2» en una suerte de díptico stillsiano que no llegaría a enraizar. Todo ello podría llamar a la sospecha que Stills nutría su nuevo álbum de descartes de su opera prima, dando así continuidad a una producción en solitario al abrigo de una reivindicación personal que contaría con una amplia lista de colaboradores de primer nivel. Muestra inequívoca que los de su gremio entendían que Stills, el ex cantante, compositor y guitarrista de Buffalo Springfield, por aquel entonces tuvo poco rivales en su capacidad de conformar un discurso musical fermentado en las dependencias del blues y del rock con aliño latino y country (preferentemente el corte “Know You Got to Run”) al presentarse frente a los comensales, esto es un público aficionado cada vez más exigente con los platos cocinados en tiempos del flower power y de mensajes ecologistas que cabalgaban a los lomos de la contracultura. A las antípodas del tratamiento musical empleado siete años más tarde por Yes en relación a "Don’t Kill the Whale", perteneciente al álbum Tormato (1978), otro mensaje ecologista se filtraría en las comisuras del rock a través de este Stephen Stills 2. La sección de viento toma las riendas de “Ecology Song” y define hasta qué punto una idea, un concepto musical adscrito al rock puede viajar en sentido al contrario al enunciado de sus letras. Unas letras que para esta segunda entrega en el erial de Stephen Stills alone, toparían con la censura franquista en la evaluación del contenido de la canción “Relaxing Town”, en virtud de su calado antimilitar.    Más allá del compromiso social administrado en algunos de los temas del disco que nos ocupa, Stephen Stills 2 emerge a mis oídos conforme a una pieza de enorme riqueza, en esos tránsitos a la guitarra que van marcando el paso de una voz portentosa que va moldeándose en un juego de armónicos que se elevan por encima de lo terrenal. Lógicamente, el disco gana en matices al acomodar un rosario de recursos instrumentales en cada uno de los temas que lo jalonan, mereciendo especial consideración la “diabólica” habilidad para construir en "Sugar Babe” un relato musical descrito sobre distintos timbres vocales de su propia cosecha. Reminiscencias de la corta pero productiva etapa Buffalo Springfield, del que asimismo Stills rescata el mainstream “Bluebird” para el tema de cierre del álbum en que vuelve a refulgir el saxo tenor de de Andrew Love, Sidney George y Ed Logan, y las trompetas de Wayne Jackson y Roger Hopps. Un broche de oro con aires de celebración para un disco que no tiene desperdicio de principio o a fin que, puestos a escoger un título más facultado para la reivindicación hubiera podido llamarse “Fishes and Scorpions”. Allí donde los guitarras de Mr. Stills y «Slow Hand» Eric Clapton dialogan mientras la voz del primero busca el acople pertinente para ofrecer en el resultado final de la ecuación una solemne lección de rock & blues o blues & rock. El orden de los factores no altera el producto, el de una obra proverbial encuadrado en los inicios de la década prodigiosa para tantos músicos de la cuerda de Stills, Nils Lofgren (recién salido de su participación en el álbum After the Gold Rush, obra de otro ex Buffalo, Neil Young), Clapton, David Crosby, Graham Nash, Dallas Taylor, los Memphis Horns y un sinfín de figuras en sus respectivos campos que hicieron parada en la segunda estación de la discografía personal e intransferible del gran Stephen Stills. Que lo disfrutemos por muchos más, amigo Daniel Ruiz, el hombre que mejor ha cartografiado la carrera profesional de Stills a través de su blog altamente recomendable ((http://stillsalone.blogspot.com.es) y en sus numerosos escritos sobre su músico favorito, con o sin “permiso” del «tío» Neil.