jueves, 29 de marzo de 2012

TERRY SOUTHERN (1924-1995): LA SUBVERSIÓN DE LA PALABRA

A propósito del estreno de No habrá paz para los malvados (2011), leí una muy interesante entrevista a su director y coguionista Enrique Urbizu, publicada en internet (Ir a enlace), en que desvela la cantidad ingente de guiones que tiene pendientes ver la luz en la gran o la pequeña pantalla. En el curso de la misma, esta situación, lejos de llenarle de pesar, le servía de acicate para seguir evolucionando, mejorar en su calidad de guionista. Presumiblemente, ese empeño y constancia le ha valido cincelar una obra suprema con No habrá paz para los malvados. Desconozco si el volumen de guiones (en sus distintas fases de desarrollo) que va amontonando Urbizu va siendo equiparable al de los scripts manufacturados por Terry Southern (1924-1995) y que no encontraron salida por motivos disímiles. Conforme a la documentación que obra en poder de la Biblioteca Pública de Nueva York desde hace casi diez años, seguramente trasciendan en fechas venideras el detalle del cúmulo de proyectos que quedaron aparcados para solaz desesperación de Southern. Paradojas de la vida, el que sigue siendo distinguido icono de la contracultura norteamericana del siglo pasado, se llevaría consigo a la tumba infinidad de trabajos para el celuloide “silenciados” en los créditos de algunas producciones y otros tantos pendientes de nueva orden para ser abordados en la gran pantalla. Con muchísimo menos se han amueblado antologías de escritores del siglo XX, ya sea en su derivación epistolar o de ensayos críticos de dudosa categoría. Me pregunto, sin embargo, que hubiera sido de Southern a la hora de enjuiciar su aportación al medio cinematográfico de haberse consignado, por ejemplo, su participación en El coleccionista (1965) y La naranja mecánica (1971) o una parodia sobre el Festival de Cannes. Si a ello sumamos su presencia en los créditos de ¿Teléfono Rojo?, volamos hacia Moscú (1964), Los seres queridos (1965) como acertadamente señala Pat McGilligan en Backstory 3, una producción pendiente aún de una “seria” revisión crítica— y Easy Rider / Buscando mi destino (1969) tomaríamos conciencia real de que Southern figuraría por derecho propio entre la elite de guionistas de la segunda mitad del siglo XX. Su presencia en cada una de estas producciones no resultó un puro formulismo, el cumplimiento de un mero encargo profesional. Así pues, el escritor tejano se revelaría en la personalidad clave para ese giro de 180º que precisaba una historia que aborda el tema del fin del mundo, enterrando el pronunciamiento esencialmente dramático del texto de Peter George para su Alerta Roja y deslizándose hacia esa mezcla de acidez, ironía y sátira cautiva del pensamiento de Southern, del que hacían acopio sus novelas Candy (1958) –coescrita con Mason Hoffenberg— y El cristiano mágico (1959) editada este mismo mes por parte de una editorial señera como Impedimenta.  Otro tanto de lo mismo puede decirse de Easy Rider / Buscando mi destino, del que Southern construyó toda la estructura narrativa y en particular creó el personaje del abogado encarnado en la pantalla por Jack Nicholson a imagen y semejanza de Gavin Stevens, hombre de leyes que se pasea por las páginas de los libros de William Faulkner— pero que por la gracia de un Dios menor, los créditos en materia de guión se repartieron entre Dennis Hooper, Peter Fonda (artífices simplemente de la idea matriz) y el autor de The Magic Christian.
    Quedan, pues, en el tintero conocer el contenido de guiones del calado de La naranja mecánica, El almuerzo desnudo, El coleccionista (de lo que él mismo detallaría en una entrevista sostenida con McGilligan, el final difiere al del film dirigido por William Wyler, con un ardid similar al que procura la fuga a Frank Morris/Clint Eastwood en Fuga de Alcatraz: una escultura "rupestre" que guarda las espaldas del preso/a). A la espera de ello, una manera de seguir la pista de la contribución artística de Southern se vehicula a través de ese par de obras publicadas en un corto espacio de tiempo en nuestro país Una peli porno (2011, Ed. Valdemar) y la citada El cristiano mágico (2012, Ed. Impedimenta), sendos ejercicios que atacan al corazón del stablishment, prestos a demoler tabúes en materia sexual, institucional y de ese concepto del american way of life que se escribiría con renglones torcidos. Allí estuvieron autores como Gore Vidal, John Cheever, Richard Yates, Kurt Vonnegut o el propio Terry Southern (estos últimos, vasos comunicantes en la manera de construir relatos y personajes; urge un ensayo sobre esta dupla subversiva) para levantar acta de que, bajo esa apariencia de mundo feliz, hierven no pocos asuntos que comprometen a la naturaleza salvaje del ser humano. En tiempos de agitación social como los que vivimos, cuán importante es sentir cerca esas obras literarias, a modo de valor refugio, contundentes en su contenido crítico pero barnizadas de un sentido del humor que las hace mucho más digeribles y comprensibles sobre el absurdo y ruín, parámetros afincados en un planeta sobre cuyo eje gira la palabra Suprema: el dinero. Un dinero que derrocharía a mansalva el “antihéroe” de Un cristiano mágico, Guy Grand, para esta fantasía alegórica urdida por un Terry Southern que empezaba a situarse en la cresta de la ola crítica. Medio siglo después nos llega del otro lado Atlántico una botella que contiene el manuscrito de El cristiano mágico, con traducción de Enrique Gil-Delgado, y que nos puede servir para familiarizarnos con el “otro” Southern, el que presumo menos conocido por estos lares (en función de lo poco publicado en castellano hasta hace tan solo unos cuantos meses), el prosista “descolgado” del stablishment. Southern, por tanto, bien merece una misa literaria para esta Semana Santa que se avecina. 

Enlace a Editorial Impedimenta



domingo, 25 de marzo de 2012

SUIZA, CANTERA DEL CICLISMO, DE LA «A» DE ALBASINI A LA «Z» DE ZÜLLE

Para los que amamos el ciclismo, primavera suele ser la estación del año por antonomasia presta a desempolvar esos aparatos de dos ruedas propulsados por las fuerzas y esa fe de cada uno que ayuda a subir montañas. Tiempo para ir cogiendo la cadencia del pedaleo, volver a familiarizarse con la liturgia a la que todo ciclista sea o no profesional— se acoge en aras a quebrar cualquier amago de monotonía en la práctica de este maravilloso deporte. Todo ello para encarar la siguiente estación perfectamente aclimatado a los rigores de un sol que aprieta en horario de sobremesa y hacer buena esa expresión que tributa en el campo de las obras teatrales con membrete español: Las bicicletas son para el verano. Allí donde florece la gran prueba por etapas del calendario internacional el Tour de Francia, flanqueada en los últimos años por el Giro –da su inicio en las primeras estribaciones del mes de mayo— y la Vuelta en septiembre, mes de “recuperación” para algunos de los suspendidos en pruebas anteriores de máxima exigencia. Una prueba de veintitantas etapas que había concentrado antaño la atención de los aficionados ante el televisor o a pie de carretera en época primaveral, una estación minada de clásicas de un día, vueltas de una semana, a modo de ejercicios preparatorios de cara a afrontar para algunas de sus vedettes los grandes objetivos de la temporada, léase Tour, campeonato del mundo o, cada cuatro años, las Olimpiadas toda vez que el profesionalismo ha entrado casi de lleno en el espíritu de este evento que traspasa las fronteras de lo meramente deportivo. Entre esos ejercicios de evaluación, a modo de parciales si hacemos una extrapolación del ámbito académico— la Vuelta a Suiza o el Tour de Suisse sigue atesorando una notable importancia. A punto de cumplirse el 80 aniversario de su creación, esta vuelta que cuenta con nueve etapas y que desde el año pasado forma parte de la primera categoría de la denominada UCI ProTour, tiene en el rojo su color dominante y en una cruz su forma más recurrente dentro del palmarés de su ya larga historia. Muestra fehaciente que muchos ciclistas con pasaporte helvético han sido o fueron profetas en su tierra. Una tierra bendecida por una orografía, una naturaleza franca a la práctica de un deporte tan exigente como el ciclismo en un espacio relativamente pequeño en contraste con las dimensiones propias del viejo continente. Ningún país, empero, perteneciente a Europa puede presumir de contar a lo largo de la historia reciente y no tan reciente con más ciclistas de alto nivel por kilómetro cuadrado… excepción hecha que queramos convertir la anécdota en categoría, la de los hermanos Frank y Andy Schleck coronado vencedor del Tour 2010 por la gracia divina de la UCI, en una de esas decisiones que rayan el puro delirio en detrimento de los intereses de Alberto Contador, oriundos de Luxemburgo. De ahí que no me ha extrañado en absoluto ver inscrito en lo más alto del podio de la Volta de Catalunya ‘012 –otro de esos tests a tomar en consideración para equipos aún en fase de rodaje antes de dar el asalto definitivo a las grandes pruebas el nombre de Michael Albasini, cuya etimología de su apellido puede llevarnos al pensamiento de una nacionalidad la italiana— que no se corresponde con la real.  Situación parecida a la que en su día hubieran podido despertar los nombres de Mauro Gianetti o Leonardo Piepoli, un grimpeur habilitado para las grandes gestas cuando la carretera se empinaba.
    Me alegra pensar que con Albasini la tradición helvética de grandes ciclistas prosigue y habrá una nueva hornada dispuesta a tomarle el relevo, entre éstos, Noé Gianetti el hijo de Mauro. Un fenómeno digno de estudio con un sentido de diáspora acoplada por limitaciones espaciales, en que tuvimos en un pasado lejano que no remoto— dos de sus máximos baluartes Tony Romminger (tres veces vencedor de la gran ronda de nuestro país) y Alex Zülle (su falta de visión ocular estimuló su sentido del olfato para leer las circunstancias de carrera de la mejor manera posible) campando a sus anchas por tierras españolas. Mi primer recuerdo, sin embargo, referido a un corredor suizo toma a Urs Zimmermann como protagonista, rocoso escalador que se colaría en el podio de la edición de 1986 del Tour de Francia, cubriendo un año de gloria conquistó la clásica Dauphine Liberée, el Giro de Italia y el Critérium Internacional, amén del Tour de la Suisse— para su propia satisfacción y para un deporte nacional huérfano de rutilantes estrellas fuera de los denominados deportes de invierno. La leyenda de Zimmermann contribuiría a seguir alimentando la cantera de ciclistas helvéticos evaluando, al cabo de los años, la presencia en el seno del pelotón mundial de auténticos fueras de serie caso de Fabian Cancellara u Oscar Camenzind, hijos de los Alpes Suizos.

domingo, 18 de marzo de 2012

RICHARD BROOKS (1912-1992): LA IMAGEN Y LA PALABRA DE UN MAESTRO DEL SÉPTIMO ARTE

El director, guionista y novelista Richard Brooks
Mediada mi etapa en el instituto empecé a anotar en unas fichas las películas que iba viendo, clasificándolas por directores. La semilla, por tanto, de lo que vendría más adelante y mi firme voluntad por seguir alimentando unos gustos personales que me han ido guiando hasta la fecha. Al buscar estos días en el “baúl de los recuerdos” aquel fichero, me detengo en la «B» de «Brooks, Richard» para escudriñar en el dato del día que descubrí A sangre fría (1967). Estrenada en los Estados Unidos en el año de mi nacimiento, pude verla por primera vez el 7 de febrero de 1988, es decir, a los veintiún años en una proyección inmaculada en una de las salas del Verdi de Barcelona que, si la memoria no me juega una mala pasada, llevaba poco tiempo su funcionamiento conforme al concepto de multicine. A partir de entonces pasó a ser una de mis películas favoritas y la reviso cada x tiempo para volver sobre ese magisterio a todos los niveles, leo con fruición cualquier antología crítica o ensayo en torno al film, y por ende, de la excelente novela homónima de Truman Capote. Por derecho propio, Richard Brooks pasaría a formar parte de mi particular galería de cineastas a seguirle la pista y en ese propósito el verbo decepcionar apenas se ha conjugado en lo relativo al desarrollo de su segunda etapa tras las cámaras, aquella cuyo punto de arranque se concretaría a finales de los años cincuenta.
   Hace cien años que nació. Hace setenta años que apareció por primera vez su nombre en los créditos cinematográficos en calidad de director de diálogos, la misma labor técnica con la que debutaría otro liberal asentado en la Meca del Cine como Sydney Pollack. Hace veinte años que murió. Pero presumo que en pocos periódicos en papel o en sus respectivas ediciones digitales de nuestro país veremos a lo largo de la celebración del año de su centenario reservarle ni tan siquiera una columna o un faldón glosando la contribución al cinematógrafo de Richard Brooks. “Imperdonable” omisión para quien filmara y firmara una de las más duras diatribas sobre el denominado “Cuarto Poder” en Deadline USA (1952), que nunca se estrenó en salas comerciales del estado español verbigracia de la política de censura del régimen franquista.
   Aun hoy en día, incluso para aquellos familiarizados con el cine de Richard Brooks en su vertiente de guionista asalariado, y de director-guionista bajo cuerda de la Metro o abrazando la libertad creativa al amparo de la formación de su propia compañía financiera, poco o nada dice su faceta de contador de anécdotas e historias. En la mayor parte de las ocasiones, esos documentales consagrados a cineastas muestran a hombres y mujeres (las menos) reflexionando con el ceño fruncido en torno a sus respectiva obras sin salirse de la escaleta prevista. Brooks, en cambio, se presenta ante los telespectadores en un documental realizado por Richard Schikel con un sentido del humor ribeteado de sapiencia pero, al mismo tiempo, desprejuiciado. Me reí cuando contaba la anécdota a propósito de su ópera prima, Crisis (1950), en que al ejecutar un tráveling lateral sobre unos rieles la cámara experimentaría un movimiento abrupto al pasar por encima de la pierna escayolada del propio cineasta. Esa vertiente de storyteller de Brooks quedaría refrendada en el libro-entrevista de Pat McGilligan Backstory 2 (2000, Ediciones Plot). Impagable la anécdota de su encuentro con Sinclair Lewis, quien había escrito una reseña de su segunda novela, The Brick Foxhole (1945) y que aprovechando una visita a Nueva York del joven licenciado en Periodismo, quedarían citados. En una céntrica cafetería de la Ciudad de los Rascacielos confesaría Brooks a Lewis su propósito de hacer algún día una versión cinematográfica de su novela El fuego y la palabra (1927). El consejo que obtuvo del veterano literato fue: «Si alguna vez hace usted una película con el libro, haga una película, no haga un libro». En ese momento no se apercibió del alcance de semejante frase con aromas de sentencia. Una docena de años más tarde con el proyecto sobre la mesa, las palabras de Lewis recobraron todo el sentido para Brooks. La imagen y la palabra. En la combinación de ambos conceptos, cuál alquimista, Brooks supo equilibrar el peso de una y otro para cada secuencia. Su cine sigue siendo intenso, reflexivo, sombrío y amargo cuando toca, emocional y apasionado en ocasiones. Asomarse a su cine es como hacerlo a la ventana de la vida. Puedes reconfortarte con una suave brisa para, al mínimo descuido, dejarte helado. Es un cine que podemos visitar en cada una de las estaciones del año: A sangre fría para una gélida noche de invierno; Los profesionales (1966) en una tarde de verano, al caer el sol; Con los ojos cerrados (1969) una de las más lúcidas reflexiones sobre el fracaso matrimonial que jamás he contemplado en pantalla— en pleno otoño y El fuego y la palabra (1960) en primavera para contrarrestar una programación televisiva racimada de films sobre la figura de Jesucristo. Su versión del libro de Lewis coloca en la picota ese fanatismo religioso "inmisericorde" con la inocencia humana. Un cuarteto de títulos que, al final de una temporada, bastaría para que muchos de los desconocedores de la obra de Brooks llegaran a la conclusión de su grandeza.    


Enlace magistral prólogo de  El fuego y la palabra en Youtube, en homenaje a Richard Brooks en el centenario de su nacimiento:



domingo, 11 de marzo de 2012

OLOT, LA «CIUDAD MALDITA»: TWIN PEAKS LIMITA CON LOS PIRINEOS

A finales de los años ochenta éramos legión aquellos dispuestos a sentarnos ante el televisor para asistir a la cita semanal de la emisión de la serie Twin Peaks. Esa composición de Angelo Badalamenti ya nos introducía en una nueva dimensión donde los interrogantes arreciaban cuál lluvia de estrellas. David Lynch, uno de sus creadores, junto a Mark Frost, a preguntas del porqué concibe esos mundos, a priori, sin sentido, responde con toda naturalidad que «nuestras vidas y lo que gira en nuestro entorno están condimentadas por lo absurdo». Qué mejor, pues, tomar un pueblo “inventado” como ya había hecho con el Lumberton de la magistral Terciopelo azul (1986)— para mostrar las peculiaridades de unos habitantes que se revelan una caja de sorpresas, se proyectan distintas caras de una misma persona al caer la noche o con las primeras luces del día, o cuando toca arrebato en forma de interpretar el sentido del ocio fuera de los horarios lectivos o laborales. Jamás en el medio televisivo la frase en interrogativa «¿Quién mató a Laura Palmer?» ha servido mejor a la expresión McGuffin, desviando la atención sobre mil historias encofradas en la realidad de esa población alejada del mundanal ruido, en una zona boscosa no demasiado distanciada de la frontera de los Estados Unidos que limita con Canadá.
    También ubicada en una zona próxima a la frontera que separa dos estados el español y el francés, Olot, la capital de la comarca de La Garrotxa y que lo fuera de Catalunya en 1875 en el curso de la Tercera Guerra Carlina, va contrayendo méritos a mes vencido para representar un Twin Peaks con acento gerundense. Ahora que está en boga importar modelos de gestión procedente de los Estados Unidos Las Vegas situándose en el corredor del Mediterráneo, colindante al Aeropuerto de El Prat, con permiso de Madrid y bajo promesa de su Mecenas, el multimillonario Sheldon Adelson, de cumplir una serie de requisitorias impuestas por las instituciones de turno, Olot va tomando cuerpo de convertirse en la «Ciudad del Sin Sentido», guiada por comportamientos tan extraños como los que se colaban en las vidas de los moradores de Twin Peaks. De lo anecdótico se ha pasado a un estado de “perpleja normalidad” en que las noticias de la crónica negra y de determinados actos van conformando un microcosmos de extraña locura, conforme a que una nube tóxica va ocupando el cielo de ese enclave de origen volcánico. Los especialistas, desde hace décadas, no han advertido actividad en ninguno de los cuatro volcanes de la comarca, pero otra cosa bien distinta es que algunos habitantes o residentes de Olot han entrado en erupción. Celador serial killer de ancianas Joan Vila con la apariencia de un corderito y de mirada castigada por las mentiras, al estilo Russ Tamblyn; «ángel vengador» Pere Puig abandonaría su camuflaje de sheriff (de esa guisa se vestía en ocasiones este ex empleado de la construcción) para acomodarse el de cazador un funesto 15 de diciembre de 2010— con cuatro asesinatos para saldar cuentas pendientes; marido asesina a cuchilladas a su mujer… y el último caso (recién salido del horno), el de un Mosso d’Escuadra que mata a un individuo alegando defensa propia, ya que la víctima portaba un cuchillo de grandes dimensiones. Pero la cosa no acaba aquí. En la periferia de esos homicidios, Olot sigue generando noticias en que la cordura de algunos habitantes ha quedadoen entredicho. A saber. El 16 de febrero de 2011, un grupo denominado Front Unitari per a la Emancipació de la Terra secuestraba (sic) la imagen del Rey del Ayuntamiento de Olot.  Ese colectivo que obedece a las siglas FUET (en castellano, traducible por «longaniza»; cierto independentismo no pierde la ocasión para vender producto autóctono) aprovecharía ese cautiverio, visto el annus horribilis que se le avecinaría en este 2012 para practicar el vudú al cuadro de His Majesty Juan Carlos I. Justo un año más tarde, los lugareños de la capital de la Garrotxa se desayunaban con la noticia de que un guineano residente de la localidad había robado… una ambulancia. Bien es sabido que las ambulancias no suelen reparar en el color de los semáforos. Pero el guineano que pilotaba semejante vehículo debió ir con cuidado en su huida y desactivar el sonido de las sirenas, y de haber cruzado la ciudad entre las diez de la noche y las seis de la mañana se hubiera encontrado con la práctica totalidad de los semáforos sin funcionar. Medidas de ahorro energético, arguyó un portavoz del consistorio de Olot, en octubre de 2011, para corregir las depauperadas arcas del ayuntamiento gerundense. Seis mil euros, pues, que no contabilizarían en la partida de gastos de la cuenta de resultados del consistorio. Pero de seguir la racha esta cantidad se convertirá en el chocolate del loro con el fin de habilitar una partida extraordinaria con la que lavar la imagen de una localidad de unos 30.000 habitantes que de un tiempo a esta parte ha entrado en plena actividad volcánica aunque los sismógrafos dibujen líneas horizontales. Más bien habría que fijarse en los biorritmos y en las azoteas de algunos de sus ciudadanos, independientemente de la tarea que desempeñen. A buen seguro, el periodista Carles Porta ya habrá tomado nota de todo ello y después de sus experiencias literarias con sus obras Tor, la montaña maldita (2006) y Fago (2012), Olot se postula en el horizonte como "candidata" para conformar una suerte de "trilogía (pre)pirinaica" sobre la crónica negra, envuelta de misterios insondables...     

sábado, 3 de marzo de 2012

WILLIAM LINDSAY GRESHAM (1909-1962): EL TÓRMENTO Y EL ÉXTASIS LITERARIO, A PROPÓSITO DE «EL CALLEJÓN DE LAS ALMAS PERDIDAS»

Durante la Guerra Civil Española varios de los milicianos angloamericanos que prestaron su apoyo en pro del bando republicano trascenderían a nivel mundial por sus facultades como escritores. Ernest Hemingway (1899-1961) y George Orwell (1903-1950) se sitúan entre los más distinguidos milicianos con atributos de prosistas que pisaron territorio español proveniente del extranjero. A esa llamada a la movilización, sacudido por un sentimiento del "deber ideológico”, asimismo acudiría William Lindsay Gresham (1909-1962) del que, hasta hace poco, tan solo asociaba a la autoría de El callejón de las almas perdidas (1946). Movido por la curiosidad de saber si el guionista Jules Furtham, en coalición con el director Edmund Goulding, obraron el “milagro” de transformar una mediocre novela en una película de un extraordinario y extraño atractivo, o bien se trataría de un excelente material de partida, la ecuación debía resolverse al leer El callejón de las almas perdidasNightmare Alley en su original— por vez primera traducida al castellano merced a Sajalín Editores.
   En una muestra más que las pequeñas editoriales de nuestro país con alguna que otra excepción— dan cobertura a los mejores trabajos literarios de siglos pasados, Sajalín ha puesto al servicio del lector una de las obras maestras de la novela norteamericana del siglo XX, confeccionada con las vísceras y el intelecto, a partes iguales, por un William Lindsay Gresham que quedaría extasiado de aquella experiencia de escritura convulsiva que le retuvo numerosas noches en una habitación del Dixie Hotel de California, allí donde acabaría suicidándose cuando su salud empezaba a “parpadear”. Su vista empezaba a fallar debido a una enfermedad ocular y el cáncer empezaba a hacer estragos en una salud que pendía de un hilo. Toda una “condena a perpetuidad” que le aguardaba para su vejez pero que él no quiso “cumplir”, prefiriendo la opción de quitarse la vida y, de esta forma, seguir los pasos de su compatriota Hemingway. De eso hace medio siglo. La oportuna, por necesaria, publicación de Sajalín, ha servido para acercarnos a su  Opus magnum y, al mismo tiempo, tributar un homenaje a su autor que, como concluye Nick Tosches en la introducción de la edición castellana, poco antes de morir, se le encontraría una tarjeta de visita con un contenido sucinto pero demoledor a los lados —"sin dirección", "sin empleo", "sin teléfono", "sin dinero"— y en el centro evidenciando su condición de “retirado”. Antesala de un deceso que llegaría a los cincuenta y tres años, dejando tras de sí una existencia en que el alcohol había sido su “amante” y sus tres rupturas conyugales la constatación de un fracaso en sus relaciones afectivas. En ese refugio “intelectual” y “emocional” que supone el arte de escribir y que, a menudo, sirve para colocar un paño sobre esos corazones heridos, William Gresham iría engrasando con los años una historia que tributa en lo más profundo y abyecto del ser humano a través de un personaje, Stan Carlisle, "hermano de sangre" del Elmer Gantry de Sinclair Lewis en sus hechuras de embaucador y estafador a costa de incautos devotos de la fe y de las creencias religiosas. Transcurridos casi diez años desde que aquella primera imagen la que se iría perfilando a medida que su amigo Daniel 'Doc' Halliday (otro personaje de “novela”) le relataba, entre otras, la historia de ese monstruo de feria que recorrería la costa levantina— hasta derivar una novela con un cuerpo de más de cuatrocientas páginas, Gresham alimentaría la esperanza de haber podido exorcizar todos sus demonios interiores. Craso error. El dinero reportado por las masivas ventas del libro sobre todo en los Estados Unidos— y la película rodada a renglón seguido con un Tyrone Power en un registro portentoso, más que una bendición se tornaría en una fatalidad, aumentada y corregida cuando perdió contacto con su segunda esposa, Joyce Gresham (de soltera, Davidman), a quien había dedicado Nightmare Alley, y sus dos hijos, David y Douglas Gresham. Ella caería rendida en los brazos de C. S. Lewis, escritor inglés al que admiraba de manera especial. De aquella relación surgiría Una pena de observación, escrita por el propio Lewis, sobre la que se inspiró William Nicholson para firmar la obra teatral y luego el guión de la magistral Tierras de penumbra (1993). Sumido, en su caso, en la penumbra emocional con efluvios de éter, Lindsay Gresham, una vez aparcada la ficción literaria con Limbo Tower (1949) ambientada en un hospital psiquiátrico, se decantaría por espacio de una década en dar acomodo a la confección de ensayos Monster Midway (1953), The Book of Strenght (1961)— u obras de calado biográfico –Houdini: The Man who Walked Through Walls (1959). Presumiblemente, el interés adicional que le despertaría el personaje de Harry Houdini fue sus conexiones con el mundo del espiritismo con la idea de conectar con el Más Allá con su difunta madre. Al sentirse estafado, el que sigue siendo considerado el mejor escapista de todos los tiempos, dedicaría no pocos esfuerzos a desenmascarar a esos Stan Carlisle que olían el dinero a la legua. Una criatura literaria creada por William Lindsay Gresham cuyo “descenso a los infiernos” proyecta sobre su rostro una sombra monstruosa. Más que «pasen y vean», cabría decir «pasen y lean» El callejón de las almas perdidas. De principio a fin no tiene desperdicio.   


Enlace a la web de Sajalín Editores