sábado, 28 de enero de 2012

«EL OTRO» (1971) DE THOMAS TRYON: MISTERIOS EN PEQUOT LANDING

Hace unos seis meses dejé caer en este mismo blog la intención de revisar El otro (1971, Ed. Opera Prima, Col. Imperdibles) (Ver enlace), a propósito de la entrada que le había dedicado a ese «lado» (sin perder el prisma profesional y/o creativo) menos conocido de Thomas Tryon (1926-1991). La ocasión propicia para ello ha sido la elaboración de un extenso artículo sobre The Other (1972) —dirigido de manera impecable por Robert Mulligan— para su posterior publicación, prevista para el nº 48 de la revista Scifiworld (marzo de 2012).   
Cerca de diez años separan ese primer contacto con la novela de Tryon y esta relectura que, lejos de limar las bondades y rebajar la valoración en torno al texto del otrora cotizado actor, El otro sigue despertándome un enorme atractivo. Entremedias de ambas lecturas, como ja dejé expresado en Haldane, me había acercado a los cuatro relatos que integran Mitos de cristal (1976, Ed. Argos Vergara). Con todo ello, entiendo que las virtudes en calidad de escritor de Tryon se fundamentan en esa capacidad descriptiva que envuelve a la historia y, de paso, sumerge al lector en la misma. Tryon fue un preciosista del lenguaje, capaz de crear líneas de sombra y de luminosidad en una misma página al ir hilvanando un relato que se adentra en esos valles donde florecen las tinieblas pero, asimismo la belleza surge de improviso, casi en forma de espasmo. El carácter dual, contradictorio de la naturaleza humana intepretada por Niles y Holland Perry, los hermanos residentes en Pequot Landing —localidad inventada por Tryon; de no ser así, Mulligan, como ya había hecho e hiciera más adelante con Matar un ruiseñor (1962) y Verano en Louisiana (1991), hubiera, a buen seguro, trasladado la cámara a los escenarios naturales descritos por el autor, se corresponden con el epicentro de cada uno de los turbios episodios que acechan a esta pequeña localidad estadounidense. En alianza con los textos de William Golding, Julian Gloag o Richard Hugues para El señor de las moscas (1954), La casa de nuestra madre (1963) o Huracán en Jamaica (1929), respectivamente, El otro infiere el bosquejo de ese Maligno que se va incubando en un ser de corta edad que experimenta un proceso traumático que le conduce a crear un mundo refractario a la realidad, aquel donde figura el hermano perdido, Niles Alexander Perry. Tomado el inicio del relato desde la perspectiva de un adulto cuarentón, la mente de Holland William Perry se va deslizando sobre los recuerdos de infancia de éste, apelando en todo momento a la presencia de Niles como insoslayable compañero de juegos, algunos pasados de vueltas, que se cobran no pocas víctimas hasta alcanzar una donde luce una franja en rojo pero de la que hace caso omiso. Ciertamente, la maestría de Tryon reposa en la forma cómo extiende esa tela de araña literaria para capturar algo tan intangible como esas tensiones generadas en una pequeña comunidad rural donde hierve en su interior el lamento por la pérdida de Niles, quien se precipita en el fondo de un pozo y del que saldría ya sin vida. Esta realidad es negada por Holland, sumergiéndose en ese universo paralelo retroalimentado por la figura de su abuela Ada, depositaria de historias que nos susurran al oído efectos de la sugestión y de la mitología de extracción rusa.
   No he podido leer ninguna entrevista en que Tom Tryon se refiriese al proceso de cómo surgió una novela de la singularidad de El otro pero algunas fuentes que he barajado estos días apuntan a una inspiración proveniente de La semilla del diablo (1967, Rosemary's Baby), de Ira Levin, que asimismo tuvo traducción en el celuloide. A veces cabe ser muy cauto sobre estas referencias cuya génesis, al no obedecer a la reproducción de una cita textual (e incluso así), cabe colocar en cuarentena. No obstante, cubiertas más de tres cuartas partes de la lectura del libro con un total de 310 páginas— saltaría la liebre en forma de «revelación» cuando la historia coloca la mirada sobre el devenir de Eugene, la hija de Torrie (la hermana mayor de los gemelos), quien a pesar de contar con pocos años de vida mira… las imágenes de Satán acompañado de Niles, cuyos hilos mueve desde el Averno Holland. Dejando caer a cuentagotas algún que otro elemento dispuesto para contextualizar el relato por ejemplo, la referencia al secuestro del hijo de Charles Lindberg, que se diera en plena Depresión Americana, El otro se mueve continuamente en esas fluctuaciones, en esa dicotomía entre el Bien y el Mal. La asociación inicial entre la bondad cautiva de Niles el preferido de mamá— y la maldad depositaria en Holland pronto se va espesando, creando una suerte de «ceremonia de la confusión» a medida que el pulso de Tryon se afirma y reafirma en la exploración de esa naturaleza humana despojada de la carga maniqueísta a la que se consagran infinidad de relatos de terror contemporáneos. En las fronteras de la ambigüedad, de jugar a lo uno y a su contrario es donde mejor arraiga un relato cargado de un embriagador perfume asociado a una novela de altos vuelos. Su lectura, no recomendada, obligada para aquellos necesitados de novelas donde también viajar en dirección a las sombras de la humanidad se traduzca, a la postre, en un acto de placentera felicidad. Espero con deleite el próximo acercamiento a la prosa de Tryon, quizás a través de la lectura de Harvest Home (1975), cuya traducción al castellano llama a la puerta con fuerza y tesón desde el más allá… allí donde Holland se camufla de Niles… o viceversa. 


Enlace a web de Casadellibro.com

domingo, 22 de enero de 2012

FREDERICA SAGOR MAAS (1900-2011), UNA «ARTISTA» SUPERCENTENARIA

Prácticamente cada año por estas fechas se localiza en las carteleras un título definido por su singularidad que después de pasar diversos filtros, se cuela entre las candidaturas a los Oscar en algunas de sus categorías más destacadas. Generalmente, estos títulos caídos en gracia por este rasgo peculiar que las diferencian del resto de la producción anual, suelen tener su recompensa en el apartado de Mejor Guión Original o Mejor Guión Adaptado. Así pues, The Artist (2011) tiene todas las bendiciones para que algunas de sus más que probables nominaciones a la estatuilla dorada, a la postre, se revierta en algún que otro premio. Pero si nos guiamos por esa «estadística invisible» y una tradición no escrita el honor de llevarse el Oscar a la Mejor Producción no da lugar debido ya que es un largometraje de una hora y cuarenta minutos de duración (sin excepción, el «requerimiento» desde hace treinta años se estima superior a las dos horas: bien que lo saben los hermanos Bob y Harvey Weinstein, auténticos sabuesos de la Industria que huelen material oscarizable a la legua). En cualquier caso, la presencia de The Artist entre los premiados de la velada a celebrar a finales de febrero está bastante asegurada y no me extrañaría en absoluto que el comité organizador que rige los destinos de la Academia ya sin Gilbert Cates al frente pensara en reservar algunas plazas de las primeras filas de los asientos del Kodak Theatre a aquellos supervivientes de los tiempos del cine silente del que toma el molde para su particular homenaje la cinta realizada por Michael Hazanavicius. Claro está que ver una colección de centenarios en primer término despertaría la liebre que The Artists no se iría de vacío de la 84 edición de los Oscar. Si se diera ese escenario el factor sorpresa cabría encontrarlo en cuál de los premios se llevaría la cinta de marras. Si fuera el de Mejor Guión, más de una cámara podía enfocar el rostro de una supercentenaria llamada Frederica Sagor Maas… pero llegaría con unos meses de retraso. Ella falleció en vísperas de reyes, el pasado 5 de enero, en La Mesa, en el estado de California, a unos centenares de kilómetros de la sede de la Academia, sito en el corazón de Los Ángeles. Otras estadísticas, estas referidas al Registro Civil, avalan que Frederica Sagor alcanzó los ciento once años y ciento ochenta y tres días, siendo la tercera persona más longeva del estado de California. Me imagino que si hubiera sido posible trasladarla desde su residencia en La Mesa hasta Los Ángeles, todo el Kodak Theatre se hubiera puesto en pie aplaudiéndola para tributarle además de sus otros compañeros centenarios— un cálido homenaje.
   No hubo, empero, demasiados aplausos en la vida profesional de Sagor al amparo del celuloide, llegando a rubricar en los créditos poco menos de una decena de títulos y quedando fuera de los mismos en diversas ocasiones. Muchas de las penalidades que padeció Sagor se debieron a un entorno que favorecía promocionar el talento de hombres por encima de mujeres de su empuje y determinación. A menudo, sus propuestas para la elaboración de determinados guiones caían en saco roto y para sobrevivir en aquella jungla en que rugía con fuerza el león de la Metro, Louis B. Mayer, Frederica Sagor debía agachar la cabeza y mirar para otro lado cuando quedaba excluida de la pertinente ficha técnica que acompaña los créditos bien al inicio o al final de la película. Por ello, tarde o temprano, la guionista neoyorquina de ascendencia rusa parecía destinada a buscar otras fuentes de financiar la que sería una longeva existencia y, de esta manera, una vez cobrados los emolumentos por la historia Piernas de seda (1935) –de la que se hicieron diversas versiones, una en lengua castellana— se exilió de Hollywood junto a su marido Ernest Maas (1892-1986). De la convivencia con éste por espacio de sesenta años se extraen no pocas páginas de la autobiografía que Frederica Sagor escribió en la frontera de cumplir cien años (otro registro digno del Guinness). The Shocking Miss Pilgrim: A Writer in Early Hollywood (1999) remiten, en su primer enunciado, al título de la comedia musical que significaría el comeback de la pareja en una industria situada en los prolegómenos de una «caza de brujas», que poco confort les debió producir. Alineados con un pensamiento progresista, Frederica y Ernest Maas vivieron sus años de vejez en California. Una vejez que ha sido casi eterna para Mrs. Frederica Sagor, en que hizo bueno ese principio de la esencia humana que corresponde a la memoria más clarividente aquellos capítulos cautivos de la adolescencia y de la juventud. De tal suerte, se consagró a una autobiografía que se sabía su testamento a las puertas del cambio de siglo. Una inusitada prórroga de una década la condujo a la condición de supercentenaria. Su desaparición apenas ha ocupado un rincón en los obituarios el de La Vanguardia me puso sobre la pista de su deceso— y ni siquiera el éxito de The Artist ha tenido el suficiente peso para que se legitime la memoria de aquellos a los que se debe haber forjado el andamiaje de ese cine capaz de «reinventarse» hoy en día verbigracia de la tecnología digital. Ella fue una de las mujeres guionistas pioneras que abriría el camino para generaciones futuras, ya dentro de un clima de cierta igualdad de la que Mrs. Frederica Sagor nunca gozó en el ejercicio de su profesión. Si tengo la oportunidad de ver la próxima ceremonia de los Oscar, ya sea en directo o en diferido, con la compañía The Artist abalanzándose sobre el escenario para dar rienda suelta a un discurso sonorizado, imaginaré que entre sus primeras filas se encuentra Mrs. Sagor. Benditos 111 años.   

domingo, 15 de enero de 2012

«LA HISTORIA DEL ROCK SINFÓNICO», NUEVO LIBRO EN MAYO

Portada provisional de
 La historia del rock sinfónico

De un tiempo a esta parte me he preguntado en numerosas ocasiones del porqué el rock sinfónico —asimismo llamado rock progresivo— quedara confinado en el olvido por los tiempos de los tiempos después de haber dominado buena parte del espectro de la escena musical —aquel consumido por un público mayoritariamente joven— durante la década de los setenta. En buena lógica, según los dictados de las modas, el rock sinfónico no parecía ser objeto de demanda entre las editoriales versadas en material musical —al menos, en algunas de sus colecciones— que destinaban sus esfuerzos económicos a apuestas más «seguras». Por fortuna, T&B Editores ha confiado en un proyecto que para un servidor tiene un tanto de especial por cuanto con este tipo de música crecí y con el tiempo me fui labrando una afición que ha perdurado hasta la fecha.
A mediados de mayo de 2012, pues, verá la luz La historia del rock sinfónico,  un proyecto de larga gestación, ajeno a esos imperativos de la inmediatez marcados por numerosas editoriales, a la caza de una coyuntura sociocultural con la que salvar una temporada, en lo económico, de vacas flacas. A falta de confirmar el autor del prólogo, esta monografía contiene una extensa y soberbia introducción a cargo de Jaume Carreras perfilada sobre los fundamentos histórico-filosóficos que alimentaron esas sinergias musicales de real abolengo durante los años sesenta, el fermento necesario para lo que estaría por llegar— para, a continuación, entrar en materia con el centro de gravedad dispuesto sobre ese quinteto de bandas que ofrecen la magnitud de estilos que redundan en torno al concepto de rock progresivo o sinfónico. Pink Floyd, Genesis, Yes, King Crimson y Marillion ocupan un espacio importante en el conjunto del libro, con un número de páginas para cada entidad musical que bascula entre las treinta y cinco y las cincuenta páginas. Evidentemente, no quedan fuera de cobertura el análisis de la obra de Camel, Supertramp, Barclay James Harvest, Emerson, Lake & PalmerCaravan, Jethro Tull, Transatlantic, Pendragon, Asia... ya que desde el primer momento que me puse a escribir el libro tuve en mente dar una visión de conjunto lo más amplia posible.
   Numerosas lecturas preferentemente en inglés e infinitas escuchas de rock sinfónico y los distintos planetas musicales que los circundan me han acompañado en los últimos meses. Ahora solo queda el sprint final, esas páginas que tratan de sintetizar el recorrido musical de una banda que merece su lugar en esta particular historia y el redondeo en forma de material gráfico que contribuye a entrar por los ojos un determinado libro. Creo que el esfuerzo ha valido la pena en aras a legitimar si cabe aún más un legado musical edificado por personas de un extraordinario talento, algunos de los cuales fueron y siguen siendo auténticos virtuosos. Unos dinosaurios, eso sí, que se extinguieron pero que merecen integrarse en los libros de historia... de la música contemporánea en lengua castellana. En El mundo de Haldane iré publicando de aquí a mayo algunas semblanzas de aquellos prohombres del sinfónico y derivados que, por un motivo u otro, me han llamado especialmente la atención en la fase de revisión de sus trabajos ya sea en solitario o al amparo de las bandas que les dieron solera

"Wish You Were Here", uno de los temas floydianos que me mostraron el "camino" 
hacia las esencias del rock sinfónico:



LA SOLEDAD DEL ANDADOR DE FONDO: LA GESTA DE ALBERT BOSCH

De un tiempo a esta parte el apellido Bosch viene resultando cada vez más familiar para esas ventanas mediáticas que representan la televisión e internet con proyección esencialmente hacia los hogares de Catalunya. Los caprichos del destino han querido que tres de las personas portadoras del apellido Bosch cuyas cuotas de popularidad han crecido vertiginosamente en los últimos años, sino meses, tengan como denominador común haber nacido a lo largo de la década de los sesenta y sobre todo cultivar el arte de la escritura, eso sí, moviéndose en distintos géneros y con aspiraciones literarias más bien disímiles. Así pues, el periodista Xavier Bosch (Barcelona, 1967), el presidenciable de Esquerra Republicana de Catalunya, asimismo profesor, ensayista y novelista Alfred Bosch (Barcelona, 1961), y el empresario y aventurero —al más puro estilo «Iron Man»Albert Bosch (1966, Sant Joan de les Abadesses, Girona)— han contribuido sobremanera a que este apellido —cuyos orígenes cabría buscarlos en el judaísmo— se relacione en la actualidad con el ser catalán. Dada la notoriedad que han alcanzado en los últimos tiempos en sus distintos cometidos profesionales o semiprofesionales, han desfilado por los platós televisivos bajo la férrea dirección de Josep Cuní, quien ha sabido extraer de cada uno de ellos más de un titular con el que vestir carátulas promocionales y/o destacados diarios con prospección a ser recogidos por la «agencia Madre», esto es, la EFE.
   Particularmente inspirado, sagaz y porqué no decirlo, brillante estuvo Cuní cuando se le dio la oportunidad de entrevistar a Albert Bosch, pocos días después de que éste hubiera cumplido la hazaña de cruzar en solitario unos 1.200 kilómetros con punto final en el centro geográfico del Polo Sur. Conociendo de antemano que Albert Bosch no obedece al prototipo de aventurero con un discurso manido y trinchado ad nauseum, Cuní orientaría su entrevista hacia ese lado humano que compromete al ego personal, pero también que razona sobre la forma cómo viven estas descomunales gestas el entorno familiar más cercano. A Bosch se le veía cómodo en este envite, en esa especie de partida de ping pong Q & A («Questions and Asnwers») que se desplegaba sobre la superficie de los estudios de 8tv. Pero el tiempo, una vez más, dictó sentencia. La reflexión no conoce de silencios en el marco de las televisiones públicas y privadas, y toda aquella interesante entrevista se quedaría en la punta del iceberg de lo que hubiera podido ser y no fue. Cuní, consciente de la buena sintonía con el entrevistado, lanzó el guante para que su «soferta dona» («sufrida mujer») aceptara venir a los platós y contara la otra «realidad», la de alguien que permanece al amparo de la divina providencia y, si las cosas se tuercen, quedar al cuidado de tres niños, el mayor de los cuales no supera los nueve años de edad.   
   No conozco el detalle de la biografía personal de Albert Bosch para tratar de descifrar el motivo del porqué esa constante interpelación a la aventura extrema pero, sin duda, subyace ese factor determinante —generalmente localizado en la infancia o en la adolescencia— que se da en estos casos de superación, de colocarse retos «fuera de categoría» de manera continuada. Sea cualesquiera el factor que ha impelido a Bosch a tamañas proezas, de la entrevista que tuvo con Cuní y de algunas declaraciones que le leí en los periódicos —especialmente llamativa su desapego, por ejemplo, al balompié porque «no me gusta ser espectador, si no protagonista»—, se desprende que el aventurero gerundense ha hecho del individualismo su patria chica. Un individualismo, a todas luces, muy particular que busca en la profesión que le garantiza mantener a su prole la razón por la que interpreta el organismo humano conforme a una «empresa» reglada para ser administrada de la forma más «rentable» posible, minimizando riesgos.  Solo desde esta mentalidad se puede entender que un par de meses antes de emprender la aventura en el Polo Sur, Alfred Bosch decidiera someterse a una experiencia quirúrjica para evitar en pleno esfuerzo sufrir un hipotético ataque de apendicitis que le dejara sin capacidad de respuesta en un escenario dominado por el color blanco. Como el patrón de su propio cuerpo, Bosch libera de la cadena de «montaje» un organismo que no desarrollará una función específica y más bien puede desbaratar los planes de la «empresa». Una «empresa» que mide a cada paso dado el cumplimiento de un objetivo que apela over and over a un individualismo que no conoce límites. Su gesta es de aquellas dispuestas para sacarnos el sombrero. Esperemos que ese carácter individualista que acuna al espíritu aventurero de Albert Bosch no ceda a esas barreras invisibles que nos trasladan a ese barrizal de la egolatría. Allí donde muchos talentos quedan embarrados y solo alzan el cuello para contemplarse a sí mismos y empezar las frases con un «yo». Del individualismo al ego a veces solo hay un paso. Únicamente cabe asomarse a determinados Facebooks para darse cuenta de esta realidad mundana. De las declaraciones de Bosch se extrae que sabe manejar su individualismo sin ocupar plaza entre los ególatras que se van consumiendo en su propio ser sin dejar huella alguna. Albert Bosch, el gran Albert Bosch, en su nueva gesta, no solo ha dejado unas cuantas huellas sino millones de ellas en su recorrido por ese níveo escenario donde el noruego Roald Amudsen abrió hace cien años una nueva vía inexplorada por los confines del planeta Tierra.

miércoles, 4 de enero de 2012

EL UNIVERSO DE GERVASE FEN, UNA REALIDAD LITERARIA POR ENTREGAS: «LA JUGUETERÍA ERRANTE», «CAPÍTULO I»


Música y literatura. Para los que frecuenten este blog a punto de cumplir 300 entradas sabrán de la importancia que adquieren sendas disciplinas artísticas cara a un servidor. Difícil de conjugar en una misma persona la dedicación profesional indistintamente a la composición musical y al arte de escribir prosa. Pero ha habido (contados) casos registrados en el siglo pasado poseedores de esta doble habilidad, entre los más notables el de Robert Bruce Montgomery (1921-1978), mejor conocido en determinados ambientes literarios por su seudónimo de Edmund Crispin con el que valdría para firmar su serie de novelas de misterio perfumadas de un peculiar sentido del humor. Gervase Fen oficia de alter ego de Crispin en esta relación de obras que arrancan con La juguetería errante (1946), avalada por la crítica especializada de la época de su publicación en adelante, y que ahora recupera en traducción al idioma de Machado, el sello Impedimenta. Lo hace con su habitual buen gusto para la edición, en una primorosa, por ingente labor desplegada por José C. Vales no tan sólo por lo que compete a la traducción en strictu sensu sino también a la hora de  colocar notas explicativas, aclaratorias o puramente informativas sobre vocablos, expresiones y demás a los que se acogía Crispin 69 pies de páginas para un total de 312 páginas habla por si sólo de la profundidad de ese trabajo «extra» merced a su erudición.
El escritor y compositor Robert Bruce
Montgomery, álias Edmund Crispin
Confieso que no soy un gran lector de novelas de misterio esquinadas hacia la fórmula del whodonit («quién lo hizo»), de la que presumiblemente Agatha Christie (1890-1976) sea su figura más rutilante, o cuanto menos, la que sigue gozando de una mayor popularidad. En buena lógica, Crispin aplicaría similares recursos narrativos que hicieron fortuna en la obra de Mrs. Christie, pero el dipsómano artista lo aplicaría con un barniz de un humor socarrón, a ratos irónico, en ocasiones corrosivo… definitivamente, tocado en su conjunto de un halo de singularidad. Cierto que los elementos surrealistas afloran en ese bosque de criaturas situadas fuera de contexto el propio Gervase Fen, cuya manutención se la procuraría las clases que impartía en materia de Literatura Inglesa (Crispin hizo lo propio años antes de ver publicada su primera novela en la selecta Shrewsbury School, en la que estudió, entre sus alumnos más destacados, el ex Monty Python Michael Palin) mientras da cancha a las pesquisas detectivescas al margen de su horario de trabajo— que pueblan La juguetería errante, ayudando a dimensionar ese timbre intransferible a la persona de su autor. Acomodado a expresiones que iluminan cada página, con frecuentes visitas a referencias al «animalario», la lectura de La juguetería errante representa un magisterio de cómo humor y misterio pueden convivir en un mismo relato, incriminando al lector a esbozar una sonrisa a media asta pero, a la par, seguir las vicisitudes de una trama que, por momentos, me recordaba ese episodio «amputado» del montaje final de La vida privada de Sherlock Holmes (1970), el de «la habitación de la cama invertida». De tal guisa, Sherlock Holmes y el doctor Watson se enfrentaban a un caso que coloca el acento sobre un componente surrealista inexistente en las otras historias que tienen su punto de partida en la misteriosa aparición de una dama afectada de amnesia. Por el contrario, el objeto de estudio de la pieza literaria de Crispin es la desaparición de una juguetería donde supuestamente ha tenido lugar el asesinato de una mujer. Richard Cardogan, escritor en apuros, de meditación por las cercanías del centro urbano de Oxford enclave de nobleza académica insoslayable de las Islas Británicas—, es el primero en levantar la liebre sobre un homicidio cuya autoría se complica exponencialmente al evaporarse la juguetería de marras toda vez que la policía se predispone a visitarla ante la llamada de alerta del vivaracho escritor. En éstas que Gervaise Fen se apresura a llevar a cabo su propia investigación con el apoyo de Cardogan, dejando por el camino un reguero de señas acordes con la biografía del propio Montgomery, desde esa dedicación docente apuntada hasta su incursión como corista en un feudo que no le corresponde –el Dr. Artemus Rains le llama al orden de su falta y le invita a marcharse en un pasaje especialmente jocoso en lo tocante al non sense («el episodio de los conocimientos irrelevantes»: p. 107-149) que años más tarde haría fortuna entre los locos seguidores (entre los que me incluyo) de los Monty Python. De ese mismo tronco partiría la génesis de la serie Dr. Who, cuyo humor de naturaleza un tanto críptica se descifra mejor a partir del contenido y el continente de ese ramillete de obras manuscritas por Crispin, quien armaría el otro brazo para proyectarse sobre su piano y así componer el main title de la comedia bajo el epígrafe Carry On…, de enorme popularidad en Gran Bretaña en el curso de los años cincuenta y sesenta. A partir de escribir el score de Un médico en la familia (Doctor in the House, 1954), los estudios ingleses volverían a reclamar los servicios de Robert Bruce Montgomery. De toda aquella experiencia en la industria cinematográfica Montgomery iría afilando su pluma, desembocando en la confección de Frequent Hearses (1950), quinta de las entregas de la serie Gervaise Fen, y situada en el tiempo años antes de su contribución a la ciencia-ficción con esos incunables a todas luces que representa otra serie de enjundia Best SF Tour. Al corto y medio plazo, Impedimenta pondrá en marcha su maquinaria para sacar a la superficie editorial el conjunto de piezas que integran las aventuras y desventuras de Gervaise Fen, y quién sabe si el rescate de esas gemas de la sci-fi tendrán su oportunidad en forma de publicación en lengua castellana. En cualquier caso, el camino está trazado en una «operación rescate» que merece la atención del lector inquieto, no necesariamente avezado en la novela de misterio. El placer por la lectura encuentra, pues, un nuevo aliado en la persona del taimado Gervaise Fen, nacido de la capacidad de inventiva sazonada de experiencias muy diversas de su artífice— de Robert Bruce Montgomery. Su deceso, acaecido el 15 de septiembre de 1978, en West Hampstead, Londres, a punto de alcanzar los cincuenta y siete años, dejaba huérfano un tipo de literatura de rústico humor con fondo de misterio, administrada a golpe de genialidad.   


Enlace a la ficha del libro La juguetería errante (1946) en Impedimenta