sábado, 25 de junio de 2011

FRANÇOIS DE ROUBAIX: EL SILENCIO DE UN GENIO

Una misma producción, El silencio de un hombre (1966, Le samurái), incluye en su ficha técnica dos de las personalidades que, al ir conociendo detalles sobre sus respectivos quehaceres profesionales y resiguiendo una serie de datos biográficos, me llamaron o me han llamado poderosamente la atención: el director, productor y guionista Jean-Pierre Melville (1917-1973), y el compositor François de Roubaix (1939-1975). Del primero me ocuparé en un futuro post, posiblemente aprovechando la circunstancia del estreno del remake de El círculo rojo (1970) que prepara Jaume Collet-Serra. Pero de François de Roubaix, cuyo conocimiento de su obra ha sido mucho más cercano en el tiempo, quisiera ocuparme al calor de la edición de un disco compacto que aglutina sus trabajos para films dirigidos por Jean-Claude Roy a cargo del sello Music Box Records (Ver enlace). Amén de dar salida a ese legado musical de Georges Delerue que quedaba agazapado al conocimiento incluso de sus fieles seguidores –entre los que me cuento–, Music Box Records ha tenido la loable iniciativa de (rei)vindicar, en un acto de soberana justicia, a través de la edición de este el tercer CD de la compañía, la figura de François de Roubaix.
Pariente lejano del compositor César Franck, el belga Paul de Roubaix traslaría su campo de acción a esa Francia ocupada durante el nazismo. Su particular resistencia tuvo mucho que ver con la convicción de dar salida a cintas documentales que luego se verían realzadas a modo de testimonios sociológicos de una época de destinos inciertos y penurias por doquier. François de Roubaix fue uno de esos «hijos de la guerra» que crearían su propio imaginario alimentado por el amor al cine que le había inculcado su progenitor Paul. Cortometrajista amateur, volcado en su afición por el Séptimo Arte, todo apuntaba a que François de Roubaix ingresaría en la IDHEC (el Instituto de Cinematografía de París), pero Paul, ya asentado en labores de productor, corregiría su pronóstico inicial, dando carta de naturaleza a su primogénito para que creara la banda sonora de L’or de durance (1960), el cortometraje que estaba filmando Robert Enrico. A diferencia de Georges Delerue, Maurice Jarre y tantos otros de sus compatriotas, François de Roubaix no había pasado por el Conservatorio y, por consiguiente, las dudas se generaban por sí solas sobre su verdadera capacidad de, a partir únicamente de una disciplina de trabajo propia, superar ese reto guiado bajo los estímulos paternos que debían invocar al espíritu de César Franck. Huelga decir que veinticinco bandas sonoras escritas para largometrajes, seis cortometrajes y una docena de trabajos para televisión confeccionados en el espacio de quince años dan la medida de que la intuición de Paul de Roubaix funcionó a pleno rendimiento. Como Krzystof Komeda (1931-1969), otro compositor muerto prematuramente con un ascendente jazzístico a sus espaldas, François de Roubaix hubiera sido, no me cabe duda, una de las figuras de la banda sonora del viejo continente hoy en día más estudiadas del último tercio del siglo XX. De Roubaix estaba creciendo, pero no llegó a explosionar su talento. Razones poderosas para pensarlo nos la ofrece ese legado musical de insondable indefinición en sus formas, que iba emancipándose de un sonido arquetípico de la música francesa para dejarse llevar por un caudal experimental que lo arrojaba a trabajar con multitud de instrumentos, algunos de los cuales privados de participar en el muestrario de las filarmónicas europeas, incluso aquellas más vanguardistas.
Multiinstrumentista, dibujante, cortometrajista, compositor, arreglista, submarinista... François de Roubaix pasó por esta vida como una exhalación para aquellos que apreciaban y estimaban a este autodidacta tot court. Muchas veces tenemos la inclinación a pensar que los verdaderos talentos de la música de cine solo pudieron desarrollarse con plenitud al otro lado del Atlántico o en las Islas Británicas. Quizás François de Roubaix hubiera acabado engullido por la Meca del cine, pero su esencia compositiva responde fundamentalmente a un espacio geográfico pero también emocional. François de Roubaix sigue siendo un auténtico desconocido en el país que delimita al norte con Francia. En cualquier caso, su patria fue la música a la que se dedicó en cuerpo y alma. Bueno es, por tanto, volver sobre este patrimonio de la creatividad que cambió su aspecto del jeunne Yves Montand por el de beatnik abonado a las playas de las islas de Gran Canaria, allá donde se perdería definitivamente su rastro cuando practicaba su deporte favorito, el submarinismo un fatídico 22 de noviembre de 1975. La melodía a dos pianos de El viejo fusil (1975) –su última composición que le valió la distinción del mejor score por parte de sus colegas de la Academia francesa– teñiría de luto la ceremonia de los César celebrada en la primavera del año siguiente. Otra primavera, la de 1939, había alumbrado en Neuilly-sur-Seine, a un enfant terrible llamado François de Roubaix, un autodidacta que se sitúa en ese olimpo donde moran esos genios que murieron prematuramente.


lunes, 20 de junio de 2011

KENNEDY-LINCOLN: EXTRAÑAS COINCIDENCIAS

Generalmente reviso el capítulo de las escenas eliminadas —si las hubiere— que se encuentran entre el material de extras de los largometrajes de ficción editados en DVD ó Bluray sabedor de antemano que pocas sorpresas me puedo llevar al respecto. A grandes rasgos, se trata de material de derribo, reiteraciones sobre algún aspecto que ya queda reflejado en el metraje estrenado en salas comerciales, o colas de escenas que redundan sobre un mismo concepto. Empero, hace tiempo reparé en los contenidos adicionales de Gattaca (1997) —la deslumbrante opera prima de Andrew Niccol— una de cuyas secuencias hubiera merecido acoplarse a su final cut. Se trata, en concreto, de la escena final alternativa (Ver enlace) en que el objetivo de la cámara del cineasta neozelandés se proyecta sobre un cielo de estrellas donde van desfilando figuras reconocidas en distintos ámbitos —el artístico, científico o político, entre otros— mientras se lee a pie de foto la enfermedad hereditaria que padecieron cada uno por separado. Ello no fue óbice para que desarrollaran sus capacidades innatas y/o adquiridas, destacando en distintas áreas del conocimiento a escala internacional. Ese determinismo genético por el que se conduce el plot de Gattaca en el marco de una sociedad futurista donde los viajes planetarios son moneda de cambio común, hubiera provocado un efecto de cribado sobre esos seres que mostraban algún «defecto de fábrica» en su ADN, obteniendo como respuesta la condición de «no-aptos» para dar descendencia. Dos de esas personalidades que se citan en ese cielo ataviado de riguroso negro por Niccol se aplicarían en el campo de la política: Abraham Lincoln (1809-1865) y John F. Kennedy (1917-1963). Curiosamente, a ninguno de ellos las enfermedades genéticas que padecieron les imposibilitaría el desarrollo del ejercicio de sus profesiones por muy exigentes que estas fueran. Se sabe que Lincoln sufrió el síndrome de Marfan —la extensión de sus dedos y lo angulado de su rostro delatan algunos rasgos de esta enfermedad autosómica (ligada al sexo) dominante— y, por su parte, el mayor de los hermanos Kennedy se vio afectado por el síndrome de Addison —relativo a un déficit hormonal— combinado con un hiperitoidismo que crearía un cuadro de dependencia farmacológica de por vida desde el periodo —al poco de cumplir los treinta años— que le fue diagnosticado. De la lista de los cuarenta y cuatro Presidentes que ha tenido, a fecha de hoy, los Estados Unidos, John F. Kennedy y Abraham Lincoln fueron los únicos —al menos, que se sepa de una forma fehaciente— de haber padecido enfermedades hereditarias que, si bien no se contabilizan entre las más severas, hubieran condicionado su calidad de vida en una vejez que, por desgracia, ninguno de ellos alcanzaría. A partir de ese conocimiento sobre esas realidades consustanciales a sus respectivos ADN’s que no trascenderían en la época de sus mandatos, fui tirando del hilo hasta el extremo de descubrir una multiplicidad de conexiones entre uno y otro mandatario que abonan el terreno de la casuística pero, de carambola, el de la fiebre por las teorías conspiradoras.
   Hace unos días un enigmático correo redireccionado por mi buen amigo Jordi Marí me colocaría nuevamente frente a ese juego de espejos que representan, en no pocos aspectos, las personalidades de John F. Kennedy y Abraham Lincoln. La lista de coincidencias podría resultar prolija y un tanto cansina. Pero lo que resulta más chocante de todo es que en su conjunto muy pocas personas de este planeta, sin vínculo sanguíneo alguno y que no formen o formaran parte de una misma época, atesoran tantos puntos de conexión a nivel de fechas, datos, etc. como John F. Kennedy y Abraham Lincoln. Cualquiera mínimamente casado con el sentido común abriría los ojos como platos al llegar a la enésima coincidencia entre sendos moradores de la Casa Blanca. Pero basta para que se sostenga una verdad como un templo —la miríada de conexiones están allí y tan sólo hace falta ciertas dosis de paciencia para cotejar y contrastar datos en distintas fuentes bibliográficas, ya sea en papel o servidas por la red— para que alguien se afirme en sentido contrario. A lo uno siempre le surge su opuesto. El pan nuestro de cada día. En ese ejercicio de negacionismo se encomienda uno de los firmantes de los apartados que documentan la biografía de Abraham Lincoln en Wikipedia. Si Abe Lincoln y John Kennedy fueron asesinados un viernes, claro, la probabilidad es de 1 a 7; si los presidentes que les sucedieron se llamaban Johnson (Andrew y Lyndon Byron) se entiende que es un apellido bastante común; si fueron elegidos por el congreso con una diferencia exacta de cien años (1846 y 1946) tampoco representa algo revelador; si sus presuntos verdugos tenían nombres compuestos (John Wilkes Booth y Lee Harvey Oswald), ya se sabe que es un elemento que se suele repetir entre los asesinos psicópatas que alcanzaron fama por la significación de sus víctimas a lo largo de la historia contemporánea (a ello me referiré en un futuro post)… Pero, una vez más, los árboles no dejan ver el bosque. Ese bosque, el de la combinación de innumerables conexiones, algunas más obvias, otras tantas que llaman al asombro (en particular, me quedo de piedra cuando releo que Lincoln fue asesinado en el Ford Theatre mientras que el coche fabricado por la Ford donde realizaría su último viaje JFK era un Lincoln…), nos debería llevar al convencimiento que dos de los máximos mandatarios de la Casa Blanca más carismáticos debieron o han debido conocerse en algún que otro momento en una vida paralela… La cinematográfica podría ser una de ellas: las líneas de diálogo se escriben por sí solas. La explicación del porqué el celuloide o el digital no se ha encargado aún de plasmar ese encuentro en la cumbre celestial entre Lincoln y John F. Kennedy —departiendo amistosamente sobre esas interminables coincidencias que les conectan fuera y dentro del despacho Oval— se debe, en buena medida, al respeto cuando no veneración que siguen despertando sendas personalidades en los Estados Unidos. En particular, a pocos años de celebrarse el centenario de su nacimiento, buena parte de la sociedad norteamericana sigue vistiendo de luto sus pensamientos al rememorar a JFK. No pierdo, sin embargo, la esperanza de que esa idea se traduzca en la gran pantalla a través de cineastas militantes de la heterodoxia del perfil de los dos «Nicolas» aún en activo —Roeg y Meyer (el de Los pasajeros del tiempo, of course), o de un Oliver Stone de retorno a sus orígenes delirantes —Seizure (1974)—, y con las antenas nuevamente orientadas hacia la Casa Blanca. Stone podría completar, de esta forma, su particular póker de Presidentes de los Estados Unidos (Lincoln, Kennedy, Nixon, George W. Bush) retratados a través de su cámara. De ser así, otro motivo de coincidencia se daría en el ínterin: nació el mismo año que Kennedy resultó electo por el congreso —1946— y, por consiguiente, cien años después que lo hiciera Lincoln. Suma y sigue.             

sábado, 11 de junio de 2011

BERNARD HERRMANN (1911-1975): EL COMPOSITOR QUE SABÍA DEMASIADO

Me produce un cierto hastío contemplar como los programadores de las salas de concierto se empecinan una y otra vez en incluir repertorios de música de Bach, Liszt, Mozart, Beethoven, Johann Strauss, el Carmina Burana de Carl Orr…(dicho sea de paso, todos ellos compositores o composiciones de incontestable calidad). Es como si de un bucle se tratara, sabedores que los asistentes a esos actos el valor de la tradición y de la liturgia juega a favor de una corriente de aguas calmas, un remanso de paz en forma de urna de cristal en contraposición con la realidad social convulsa que los circunda. Las razones de esta cerrazón de determinados programadores culturales se debe, además de los costes económicos que comporta la adquisición de partituras del siglo XX para ser reproducidas en las salas de concierto, a una actitud un tanto displicente para con aquellos compositores forjados en el audiovisual y, por tanto, facultados para ofrecer un despliegue de la mal denominada «música programática», que necesita de las imágenes para ser comprendida en toda su intensidad. Solo desde esta mentalidad se entiende que en el cumplimiento del centenario del nacimiento de Bernard Herrmann (1911-1975), acaso uno de los mayores talentos de la composición —no tan sólo cinematográfica— que se paseó a lo largo del siglo pasado, haya quedado fuera de cobertura de la práctica totalidad de las salas de concierto de nuestro país. Por un efecto meramente residual, pinceladas de sus composiciones, aventuro, se podrán escuchar en las programaciones de festivales o certámenes especializados en música de cine, del estilo del de Úbeda o Tenerife, o bien se acomodarán ciclos-homenajes en Filmotecas como la de Catalunya.
    Entre los títulos que la Filmoteca de la Generalitat presenta en este ciclo dedicado a Bernard Herrmann se encuentran algunas de mis composiciones favoritas del autor neoyorquino. Echando la mirada hacia atrás, recuerdo aquel día en que debí esbozar una sonrisa de satisfacción al comprar a un precio un tanto prohibitivo para mi maltrecho bolsillo en época preuniversitaria y tener entre mis manos una edición en disco compacto de The Ghost and Mrs. Muir (1947), con música conducida por Elmer Bernstein para la London Symphony Orchestra. Desde entonces, lo habré escuchado infinidad de veces, la que debía ser la puerta de entrada a la adquisición de una larga lista de CD’s con el sello de distinción de Mr. Herrmann. En las composiciones de Bernard Herrmann aprendí cuán importante es una partitura para una producción cinematográfica. Existe un efecto «sublimador» de las mismas en buena parte de su serie de films para Alfred Hitchcock El hombre que sabía demasiado (1956), Con la muerte en los talones (1958), Vértigo / De entre los muertos (1959), Psicosis (1960), Marnie, la ladrona (1964), pero fuera de este binomio establecido con el orondo director inglés, Herrmann contabiliza, al menos, una veintena de trabajos de una categoría que raya la perfección. Era evidente que en ese Hollywood clásico al que Herrmann perteneció sobre todo bajo los auspicios de la Fox--, muchos de sus colegas de profesión procedían del viejo continente Franz Waxman, Hugo Friedhofer, Dimitri Tiomkin, Bronislau Kaper, etc.— y, en cierto modo, compartían un similar tronco común en relación a los estandartes de la música clásica, desde el barroco hasta el postromanticismo. Pero en todo ese proceso de ir madurando conceptos e ir asimilando patrimonio europeo, Herrmann tomaría distancia con todos ellos, en buena lid, porque estuvo al amparo de la RKO, una de las grandes productoras situada en un peldaño inferior  a nivel de infraestructura y disposiciones presupuestarias de las majors, que alentaba a la experimentación en todos sus géneros y estilos. En esa disposición se moverían cineastas como Orson Welles (Ciudadano Kane, El cuarto mandamiento) o William Dieterle (El hombre que vendió su alma), asociados a un Herrmann impelido a crear su propio lenguaje musical evitando, en la medida de lo posible, seguir a rebujo de los clichés dictados por Alfred Newman o Max Steiner para las majors en las que operaban con un concepto bastante rígido (sobre todo este último) delo que debía ser la escritura para la gran pantalla. El otro factor que contribuiría a observar la música con un carácter diferencial en relación a sus coetáneos y a compositores que le precedieron, se debió a que la plana mayor de ellos posaban sus miradas en el espacio continental mientras que Herrmann, anglófilo confeso, descubrió no pocos referentes en las Islas Británicas. De tal suerte, Theodor Delius (1862-1935) se significa como un claro referente de Herrmann, en ese dibujo bucólico, pastoral de sus composiciones que juegan, a modo de contraste, con esos efectos bizarres, macerados por la sección de cuerda, que le daría carta de naturaleza en, por ejemplo, Concierto macabro (1945) o Psicosis (1960).Entre una y otra composición, Herrmann trabajaría con denuedo en el ámbito de la Fox, donde además de la magistral The Ghost and Mrs. Muir bordaría partituras para producciones, algunas de ellas no demasiado significativas desde el prisma artístico, pero que la música se sitúa por encima de las mismas con notable suficiencia. Hace unos años, coincidiendo con el estreno del nuevo milenio, Varése Sarabande sacaría al mercado una serie de tres compactos bajo el genérico Bernard Herrmann at Fox. Una buena manera para tomar conciencia que lejos de la órbita Welles o la de Hitchcock, el talento de Herrmann tuvo asidero en múltiples producciones. Pero ya se sabe que la historiografía cinematográfica suele formularse en función del mayor o menor conocimiento/significación de un determinado director. Conforme a ello, la reivindicación no ocupa plaza cuando se trata de directores de segundo nivel o perfil bajo John Cromwell, John Brahm, Henry King, Roy Boulting, etc.— Si dejamos al margen estos prejuicios, al visitar cualquier producción que lleve incorporada en su pista sonora el sello de Bernard Herrmann podremos extraer conclusiones aunque sea a través de determinados timbres, resoluciones melódicas, formas de orquestar, etc.— que hablan a favor de la inmensa categoría del autor de la partitura de Taxi Driver (1976), un precioso colofón, a ritmo de jazz, a una carrera transitada por una absoluta clarividencia de lo que demanda cada unas de las imágenes a las que debió enfrentarse. Gracias, Benny, por esa obra descomunal que se ofrece hoy en día como una de esas balizas que lucen con mayor intensidad en el inmensidad del océano de la música clásica del siglo XX.    


Invitación a escuchar en Youtube un fragmento de la banda sonora del CD de Ghost and Mrs. Muir que me abrió las puertas al cielo musical de Mr. Herrmann        

domingo, 5 de junio de 2011

A LA ESTELA DEL CONOCIMIENTO DE RENÉ BELBENOIT (1899-1959)

Publicar en lengua catalana para muchas editoriales, parafraseando a Gabriel García Márzquez, es la crónica de una muerte anunciada. A finales de los años cincuenta, en el entorno de la comunidad catalana ganaron vuelo pequeñas unidades editoriales que buscaban propósitos muy distintos, pero entre éstos las había con una clara vocación por dar salida a un pensamiento de izquierdas. Desde el puerto de Barcelona en 1958 zarparía ese barco literario cargado de ilusiones en sus despensas con una bandera izada en que se podía leer Editorial Estela con las cuatro franjas rojas como fondo. Catorce años más tarde aquel propósito cultural-financiero sucumbiría, pero para evitar su naufragio, Josep Verdura y Alfons Carles Comín rescataron aquella empresa, logrando corregir el rumbo bajo otro nombre de mujer, el de Editorial Laia. Superado ese listón temporal que había marcado el desarrollo empresarial de Estela, Verdura y Comín iban acumulando demasiadas deudas como para plantearse un plan de viabilidad. Pero antes de cubrir de luto la editorial, Verdura y su renovado equipo (debido, entre otras consideraciones, a la muerte de Comín en 1980, militante del PSUC y publicista de origen aragonés) se avinieron a publicar Guillotina seca (1989), título impregnado de un sentido metafórico dado el carácter de sentencia a la que parecía destinado, en un corto espacio de tiempo, un proyecto que había surgido con una voluntad por resucitar un cadáver en forma de editorial. Hoy en día, Verdura pudiera vanagloriarse de esta publicación in extremis por cuanto relata la vida de René Belbenoit (1899-1959), de cuyo conocimiento tuve constancia a través de un documental de reciente emisión destinado a confrontar —mediante un montaje en paralelo— la vida de este súbdito francés —luego nacionalizado estadounidense— y la de Henri Charrière (1906-1973), álias «Papillón». Ambos naturales de Francia, fueron víctimas de la política de deportación de presos del gobierno galo, confinándoles en prisiones situadas en las colonias que tenía por aquel entonces en el continente sudamericano. Si bien los recorridos penitenciarios y las maneras de fugarse no fueron ni por asomo idénticos, Belbenoit y Charrière coincidirían en centros de reclusión que pusierona pruebas sus respectivas capacidades de supervivencia. Sendas lecciones de supervivencia que el tiempo acabaría dando un mayor conocimiento y relevancia a la de Charrière que a la de su compatriota Belbenoit. Tanto el uno como el otro, empero, cosecharían el éxito literario con Guillotina seca y Papillón (1969) —alcanzaron el millón de ejemplares vendidos por separado al poco tiempo de aparecer en las librerías—, pero el texto de Charrière ha prevalecido como el principal referente, el que nos llega de inmediato a la memoria al rememorar textos sobre presidiarios contados en primera persona. Charrière admitiría que una cuarta parte de su longseller Papillón se fue moldeando fruto de la ficción, pero consignaría como auténtico el resto del relato. Por su parte, Belbenoit, después de haber publicado Guillotina seca en 1938 en los Estados Unidos, fue conminado a abandonar el país por cuestionar las leyes en materia penitencia del país en su segundo volumen Hell On Trial (1940), y una vez instalado temporalmente en México, volvería a la tierra prometida con la esperanza de que los cargos contra él hubieran prescrito. No fue así. La prisión, una vez más, le esperaba. A posteriori, su único contacto con el cine lo tendría de la mano de la Warner Bros, que había reclutado una auténtica constelación de técnicos e intérpretes de múltiples orígenes (húngaros, alemanes, franceses, norteamericanos, chinos…) para dar cabida al proyecto Pasaje para Marsella (1944). Las experiencias de Belbenoit en plazas carcelarias como las de Venezuela, Brasil o las Guyanas francesas y holandesas servían al propósito de que asesorara al equipo de documentación de la Warner. Quizás para evitar problemas con las autoridades judiciales o fiscales, la major hizo aparecer en los créditos a Belbenoit pero bajo otra identidad, la de Sylvain Robert. Extraño nombre que curiosamente remite al compañero de fuga de Charrière en «La isla de Diablo». Esa secuencia temporal que para «Papillón» debió comportar una gran carga emocional y que el cinematógrafo ayudaría a visualizar y sentir —la música, cómo no, del maestro Jerry Goldsmith favorecía este objetivo— en uno de los puntos calientes del metraje del film homónimo dirigido por Franklin J. Schaffner. Belbenoit fallecería en 1959, a los sesenta años de edad, en medio del silencio de una pequeña comunidad de los Estados Unidos donde, ya en el tramo final de su vida, cumplía con una actividad espartana a la hora de escribir en la trastienda de su modesto negocio. Charrière lo haría catorce años más tarde, en tierras españolas. Por ventura, a diferencia de Belbenoit, él había podido cerrar el círculo, regresando a su Ardèche natal, y concretamente a la escuela donde estudió e impartió clases su progenitor. Charrière escribiría en el encerado, ante el testimonio de las cámaras (era, lo que podíamos decir en la actualidad, un personaje mediático). «Si he seguido siendo un hombre bueno lo he aprendido en la escuela». Un corolario que dejaba fuera de juego cualquier amago de venganza. Como sucedería con Philip K. Dick en relación a Blade Runner (1982), a Charrière le faltaron unos meses para poder contemplar en pantalla la obra cinematográfica basada en el texto literario que les había dado fama mundial. El 30 de julio de 1973 los teletipos internacionales se hacían eco del deceso de Henri Charrière, cuyo via crucis por tierras sudamericanas y centroamericanas surgiría a rebujo de lo padecido años antes por su compatriota Belbenoit. A la estela de una editorial de idéntico nombre se daría cabida a la publicación de Guillotina seca, el testimonio literario por excelencia de Belbenoit, cuya traducción en imágenes no hubiera podido tener un cineasta más idóneo que Jacques Becker. No en vano, Belbenoit floreció a las puertas de ese París principe du siécle de los Bajos fondos, hizo de La evasión uno de sus modus vivendi y, después de ser detenido en innumerables ocasiones, podría lamentarse over and over que se escapó la suerte. Un tanto de lo mismo hubiera valido para Henri Charrière, pero  «Papillón» decidió posponer su ejercicio memorístico plasmado al papel con un decalaje de tiempo superior al de Belbenoit. Lo hizo a finales de los sesenta, cuando al principio de esa misma década  había expirado Becker, y al calor del éxito de ventas de las primeras ediciones de Papillón —una novela de unas setecientas páginas— el cielo se le empezaba a abrir al otro lado del Atlántico, pero el que se situaba más al norte. Hollywood llamaba a la puerta de su agente editorial, primero con Roman Polanski —otro buen conocedor de las prisiones, pero las mentales, a tenor de otra existencia forjada por el dolor y las pérdidas de seres queridos— postulándose como su metteur en scène, y luego con Franklin Schaffner avalado por el compromiso de figurar al frente del reparto Steve McQueen (el alter ego del hombre con la mariposa tatuada en el pecho; de ahí su apodo) y Dustin Hoffman en el papel del falsificador Degàs.