domingo, 30 de enero de 2011

L. A. CONFIDENTIAL: «LOS SIETE PECADOS» DE ALBERT DEKKER

La lista de títulos (re)visitados de la filmografía de Anthony Mann ya va siendo larga y, por ventura, hasta la fecha prácticamente ninguno me ha provocado un poso de insatisfacción. Mi última aproximación al cine de Mann me la procuraría el visionado de Las furias (1950). Por esas insondables coincidencias que se ofrecen en la vida, esta semana he escuchado, a la espera de que el sueño me venciera, la trágica y, a la par, estrambótica historia radiada por Fausto Fernández en un programa de Onda Cero Catalunya, en torno a Albert Dekker (1905-1968), uno de los actores que intervinieron en esa producción manufacturada por Mann previa a su batería de ilustres contribuciones al western con la presencia ante las cámaras de James Stewart. Buena parte de los seguidores de la actualidad cinematográfica les resultará familiar el nombre de Fausto Fernández a través de sus contribuciones mensuales en las páginas de la decana de las publicaciones especializadas en la materia en España, esto es,  Fotogramas, en las que destila un conocimiento abrumador sobre la historia del Séptimo Arte, saliendo por lo general al auxilio de un anecdotario que no conoce límites en el amplio sentido del término. Su seguimiento esclavo de la actualidad aún nos ha privado, empero, de la publicación de su particular versión castiza del Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, sin duda, una de esas obras que deben encabezar su biblioteca. A la espera de consumarse algún día esta publicación que Fausto debe a la historiografía cinematográfica en su derivación más camp, el poder recrearnos en sus locuciones radiofónicas sobre esos «juguetes rotos» del Hollywood «babilónico» es tan sólo un pequeño aperitivo de la ironía, sagacidad y, porqué no, mala milk que se gasta el genial periodista por el que tengo un gran respeto y admiración desde los tiempos en que ese bar del insti se «oficializaba» como el confesionario para evacuar las primeras inquietudes cinéfilas.
Recién salido de la etapa R. E. M., la escucha de la biografía de Dekker pasada por el filtro de Fausto me parecía algo así como si Tim Burton, Quentin Tarantino y Pedro Almodóvar hubieran cruzado sus mentes y hubieran alumbrado un guión al que un buen puñado de productores bregados en la «jungla urbana» allén del otro lado del Atlántico no harían ascos a su financiación. Pongamos que Fausto colocara en el puchero biográfico de Dekker alguna que otra especie de más. Vale. Pero con todo, Albert Dekker se consuma en el barrizal de las horror stories de aquellos intérpretes que poseían una doble vida fuera de los platós y de los escenarios, librados a una orgía de excesos que, lejos de remitir con los años, tomaban si acaso un cariz más macabro y truculento. Su apego por las prendas femeninas prácticamente pasa como un private pleasure «venial» frente a sus tendencias paedófilas que las hubo y en distintos continentes. Sus asuntos librados en la intimidad del hogar con uno de sus hijos es otro de esos episodios que le dejan el corazón helado al más pintado. Su intento redención, cuando no de coartada política, le sirvió de bien poco porque su cruzada contra la corrupción moral en Los Ángeles —recién estrenado su cargo por el partido Demócrata a su regreso del sudeste asiático durante la Segunda Guerra Mundial— pronto topó con el backmail al que fue sometido por parte de la Mafia de raíces italianas que iba asentándose en la ciudad californiana con el acelerador funcionando a todo gas. Las series televisivas y las series (muy) B del celuloide le propiciarían un eventual refugio para este característico con su imagen pública mancillada. Pero el depredador sexual que viajaba en su interior no se apearía de su errático camino. De tal guisa, un episodio sucedido en una granja durante el descanso de una producción rodada en exteriores acabó por darle la estocada (casi) final a un prestigio labrado, en primera instancia, en los teatros. Ya proyectados a 1968 —uno de las annus horribilis de la historia contemporánea de los Estados Unidos: Robert F. Kennedy, Martin Luther King...— cuando Sam Peckinpah le pidió que participara —no sin reservas— en el rodaje de Grupo salvaje (1969), Albert Dekker poco menos que era una sombra de sí mismo. Con los treinta mil dólares cobrados por su concurso en Wild Bunch Dekker, sin haber concluido su compromiso, abandonó de improviso la zona fronteriza donde tuvo lugar la elaboración de esta magnum opus de Peckinpah. La sombra de sospecha planeaba sobre su presunta responsabilidad en la autoría de la muerte de su primogénito. Por este y otros asuntos, Albert Dekker decidió emprender el vuelo, pero su trágico destino estaba al doblar la esquina. Ese mayo de 1968 para Albert Dekker no tuvo un componente festivo, de celebración, sino más bien todo lo contrario. Quizás para evitar que el escándalo salpicara la carrera comercial de Wild Bunch, la realidad de aquel momento es que se cubrió con una mentira la razón del fallecimiento de Dekker. El tema se despachó como «un accidente doméstico» en las páginas de necrológicas de los rotativos y de las revistas especializadas de la época. El tiempo sacaría a la luz ese x-file, dictaminando que el suicidio había sido la verdadera causa por la que Albert Dekker dejaría de contarse entre los vivos un día indeterminado de ese mayo del 68. Un suicidio que venía acompañado por un ritual que hubiera suscrito la «familia Manson» de no ser por el detalle de puro fetichismo sexual en forma de lencería femenina al que tanta afición le había cogido Dekker. En eso, Dekker era correligionario de Edward Wood, el personaje que se dio a conocer en medio mundo merced al film dirigido por Burton. A propósito de una crítica que escribió para Seqüències de cinemacult review que dirigió un servidor años a— sobre Ed Wood (1994), Fausto Fernández dejaba deslizar en su tramo final una sugerencia de proyecto en que el equivalente patrio a un director del calibre del autor de Glen or Glenda (1955) —un papel por el que hubiera suspirado Dekker— hubiera podido ser Ignacio F. Iquino. De las múltiples anécdotas que se sucedieron en los estudios CIFESA cuando Iquino se situaba en su etapa de esplendor, Fausto podría cubrir diversos episodios de ese libro de Babilonia que aguarda a ser escrito por uno de los pocos capacitados para ello. Eso sí, en el momento que libre las galeradas al editor de turno y las imprentas se pongan a todo tren para dar cabida al nacimiento de ese, vaticino, longseller, Fausto Fernández deberá cruzar la frontera y presumiblemente buscar destino en alguno de esos rincones del sudeste asiático donde Albert Dekker dejó (tristemente) su huella que nos guiaría hasta su suicidio cumplidos los sesenta y tres años. Lo irónico y, a su vez, trágico del caso es que había escrito la forma de su epitafio en uno de los títulos de su poblada filmografía en el que dio la talla: Yo soy mi asesino (1947). Años antes, otro título, Seven Sinners («Siete pecados») sintetiza lo que se convertiría su otra vida cuando los focos no iluminaban su rostro de naturaleza sibilina y poseedor de un turbador encanto.

domingo, 23 de enero de 2011

«ESTAMPAS DEL FÚTBOL ESPAÑOL EN EL SIGLO XXI (I)»: PRECIADO VOLÓ SOBRE EL NIDO DE MAREO

Nuevo Campo de Esport de El Sardinero. Tarde de domingo del 9 de enero de 2011. Minuto 89 del partido que enfrenta a Racing de Santander y Sporting de Gijón en el campeonato liguero de la Primera División del fútbol español. Manuel Preciado (El Astillero, Cantabria, 1957), el entrenador del equipo visitante se sabe destituido... pero el «milagro» llega en forma de gol in extremis a cargo del mediocampista y capitán Diego Castro. Hijo de entrenador —Fernando Castro—, Diego sabe quizás más que nadie de la plantilla astur el sentimiento de angustia por el que está atravesando Preciado. El abrazo entre ambos encierra un caudal de emociones imposible de transcribir en palabras. Además de haber experimentado en carne propia los sinsabores del oficio de entrenador, Diego conoce al detalle la tragedia familiar de ese «obrero de los banquillos» —en feliz definición de Javier Dale en su artículo para La Vanguardia—, cuyo primer capítulo teñido de negro se escribió con la muerte de su esposa —víctima de un cáncer— y el segundo, si acaso aún más funesto, el de su hijo adolescente Raúl, por culpa de un accidente de motocicleta.
En ese partido en que la sentencia parecía dictada para Preciado en la ciudad que le vio crecer deportivamente —recuerdo tenerlo en cromos, ocupando plaza de lateral izquierdo cuando la numeración de los equipos iba del 1 al 11—, hubo un detalle de la voluntad del cántabro por «morir con las botas puestas»: Nacho Cases, surgido de la cantera de Mareo, debutaba en Primera División, a los veintitrés años. La valentía y el arrojo de Preciado no tiene límites; otro técnico hubiera optado por parapetarse en jugadores más bregados, algunos de ellos provenientes de ligas tan exóticas o ignotas como la de Escocia —el gallego Nacho Novo— o la de Chipre —el argentino Gastón Sangoi—. Jugadores con oficio, en todo caso. Pero Preciado no es de esos entrenadores que se arrugan y su determinación ejemplificada con la presencia de Cases en el once habla de su inquebrantable voluntad por hacer de la cantera el principal activo de los dos únicos clubs —los que se dieron cita sobre el césped del Nuevo Sardinero en esa tarde nublada a orillas del mar cantábrico— en los que ha tratado de diseñar un proyecto deportivo. El Racing de Santander le dio la alternativa en dos etapas distintas, la primera formando tándem con ese fino centrocampista, Quique Setién —el director deportivo—, alma mater del equipo cántabro cuando esa división de Oro, allá por los años ochenta, atendía a unos criterios más democráticos en la formulación de una liga donde las sorpresas estaban a la orden del día. Pero aquello no cuajó porque arribó a las costas santanderinas un personaje de infausto recuerdo —Herr Dimitri Piterman, con el don de la ubicuidad (en los banquillos y en el palco) por montera—y ya en una segunda etapa, su honradez le hizo descabalgarse antes de tiempo, preso de un sentimiento de impotencia y saber que el equipo de su vida se iba a pique con él asumiendo el timón de la nave.
A mediados de la pasada década, El Molinón, ese estadio que había visitado en numerosas ocasiones cuando participaba de la plantilla encabezada por la abeja reina Setién secundado por una tropa de obreros, se convertiría en la nueva casa para Preciado. Sumido en la Segunda durante nueve eternas temporadas, el Sporting reflotaría en la división que nunca debió abandonar tras su etapa de oro de la mano de Preciado. De aquel comeback a la Primera División del Real Sporting una imagen quedaría grabada en la retina de todo aficionado astur que tuviera un mínimo conocimiento sobre las vidas de Quini —otro Castro en la nómina de mi segundo equipo favorito— y Preciado. A pie de césped, mientras la marea roja rugía, Preciado unía sus brazos; una señal percibida desde la corta lejanía por «El brujo», sito en el palco, quien le correspondía con un gesto idéntico. «El obrero de los banquillos» y la leyenda asturiana creaban ese espacio telepático donde discurrían un sinfín de sentimientos encontrados... Y en el fondo de todo ello, el valor relativo del éxito deportivo cuando la vida golpea con dureza... El casillero de las desgracias de Preciado parecía abultado, pero el de Quini no se quedaba corto, a propósito de la muerte de su hermano menor Jesús Castro —en un acto de puro heroismo del que fuera guardameta del gran Sporting—, de su secuestro durante su paso por el FC Barcelona —donde dejaría una huella imborrable— y del cáncer de garganta que, por ventura, ha superado. Casi cuatro años más tarde de aquel histórico ascenso, Preciado y Quini siguen aferrados al mástil de la salvación de un equipo que perservera en echar mano de la cantera cuando la cartera ya no da más de sí. Bien lo sabe Don Manuel Vega Arango, el presidente del Sporting, que mantuvo contra viento y marea a Preciado cuando hace un par de temporadas ya se le había colgado la soga al cuello. Esperemos, que en el futuro sople un viento favorable para ese Sporting de mis entretelas y la marea troque su última letra por la «O» de Mareo, símbolo de orgullo de un club modesto. Si es así, la perserverancia de Preciado habrá valido la pena, allá donde esté. Un ejemplo a seguir para venideras generaciones este currante del fútbol hispano llamado Manuel Preciado, que ha sabido convivir con las adversidades y darnos una lección de honestidad, gallardía y coherencia.
Nota bene: Este post está dedicado a Manuel Preciado, y dos sportinguistas-cinéfilos de fuste, Adrián Sánchez y Alejandro Díaz (con acompañamiento musical al margen superior derecho del blog del celebérrimo tema creado por Johann Pachenbel, que sirvió de leit motiv para Volver a empezar, dirigida por José Luis Garci, con Mareo y el Sporting de Gijón como guest stars

sábado, 15 de enero de 2011

«EL INFORME PAKULA»

Hace poco en la Catalunya Central se descubría una fosa donde reposaban los cadáveres de casi una docena de seres humanos cuyo nacimiento, se calcula, data del siglo XIX. Las primeras investigaciones parecen apuntar a que sufrieron dos siglos atrás un brote de cólera que les condujo a una temprana muerte. Un ejemplo más, por tanto, de que la paleontología no se ocupa únicamente del estudio y del análisis de periodos muy remotos en el tiempo como se suele tener la percepción desde distintos sectores de la población. Sirva este preámbulo para advertir de que la historiografía cinematográfica tiene un tanto de labor paleontológica o arqueológica y que, a medida que se van quemando etapas, aquellos periodos que nos parecian relativamente cercanos, han sido objeto de una paulatina exhumación de sus restos de celuloide con el propósito de conocer mejor un época determinada. No hay duda que con la publicación de Moteros tranquilos, toros salvajes de Peter Biskind, se ha empezado a prestar una mayor atención a aquel periodo comprendido entre finales de los años sesenta y las postrimerías de los setenta, pero aún quedan por analizar con mayor tino una fosa que permanece en «tierra de nadie», flanqueada por el yacimiento perteneciente a la «Generación de la televisión», y el relativo al «Nuevo Cine Americano» del siglo XX integrado por los Francis Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg y John Millius, entre otros. Esa fosa poco visitada y peor estudiada obedece a la figura de Alan J. Pakula (1928-2008).
   Unos días atrás, casi sin proponérmelo, al visionado de Una mujer de negocios (1981) por uno de esos canales surgidos como esporas al calor de la nueva era digital. De haber existido en nuestros días un programa similar a La clave en lugar de esos cantos a la estupidez humana que nos inundan en los horarios de prime time —estrellas ojerosas y con perfil de boxeador impartiendo la cátedra del marujeo; espacios trufados de jóvenes hipertatuados donde las señas de inteligencia se perciben en la cósmica lejanía; action movies que se asemejan a los juegos de la Playstation; etc.— para ilustrar el tema del funcionamiento especulativo de los mercados bursátiles y/o financieros, el equipo de documentalistas del émulo de José Luís Balbín hubiera podido aconsejar, tras la preceptiva presentación de los invitados,  la programación del film dirigido por Pakula. Sencillamente, Una mujer de negocios deviene una radiografía muy certera sobre esos mecanismos especulativos que razonan fuera de ese gran panel que deslumbra a tantos abrstraídos por el señuelo del easy money, antesala para alcanzar una felicidad plena y duradera (sic). Ese punto de atención que se presenta en forma de Rollover —su título original— me ha procurado ir al encuentro de esa fosa donde descansan los restos fósiles de la filmografía de Pakula. El olfato arqueológico que todo buen aficionado al cine debe tener activado les puede deparar más de una sorpresa cuando descubran ese espacio presidido por el nombre de «Alan Jay Pakula» en su cabecera, y justo debajo aparece escrito tallado en piedra «Nueva York, 7 de abril de 1928 – Melville, Long Island 19 de noviembre de 1998». Una fosa que ya había visitado años atrás David Fincher cuando procuró repercutir en Zodiac (2007) hasta el más mínimo detalle de las enseñanzas extraídas del estudio de un film eminentemente narrativo como Todos los hombres del Presidente (1976). Una producción que se sitúa en la punta de lanza de los títulos confeccionados por Pakula en los años setenta, pero sin descuidar su aportación en El último testigo (1974) o Klute (1971). Para este último film, ya me referí en un artículo (ver enlace) para cinearchivo de que, en realidad, la pareja de guionistas, trazaron una analogía con la relación sostenida en secreto entre John F. Kennedy y Marylin Monroe, transcrita a la ficción por Bee Daniels (Jane Fonda) y John Klute (Donald Sutherland).
Un determinado tipo de cine elaborado en el curso de los años setenta donde gravita el peso de las tramas políticas o financieras puede llegar a interesar a las nuevas generaciones en función de su proximidad con los temas que competen en la actualidad. En ese peaje temporal el cine de Pakula ha salido bien librado, incluso hilando fino hasta el detalle de esa garganta profunda que toma el rostro de Hal Holbrook tiene un parecido más que razonable con su verdadero alter ego, William Kark Felt (1913-2008). Cuestiones menores se esgrimirá, pero sin duda para un servidor muestra a las claras ese principio vector por el que se guiaban cineastas como Alan J. Pakula, en disposición a que su cine no trascendiera solo de forma coyuntural sino que las temáticas planteadas tuvieran asidero en el futuro. Al fondo de esa fosa destinada a honrar la memoria de Pakula y de su labor profesional descansa su contribución en alianza con Robert Mulligan, que igualmente se formulan en esa voluntad por derribar tabúes y sacar a la luz aspectos que habían sido orillados por el cine más primitivo, aquel confiado al Studio System: la problemática de la educación en las escuelas públicas en Up the Down Staircase (1967); el aborto clandestino en Amores con un extraño (1963) o el racismo en Matar un ruiseñor (1962). Temas que, lejos de haber quedado aparcados en nuestro quehacer diario, siguen formando parte de una realidad sociopolítica y económica que se presentan con un manto de renovada modernidad un buen puñado de títulos de la filmografía de Alan J. Pakula, cuya muerte se sustanció de una forma harto fortuita al golpear una barra de hierro sobre su cabeza mientras conducía su automóvil con la ventanilla abierta. Una barra de hierro que fue arrojada de una manera intencionada por un grupo de jóvenes desde el puente de una autopista de Long Island. L. I. E. (2001) —siglas de Long Island Expressway— abordaba la temática de esos unforgivens con unos pasatiempos de lo más salvaje, pero no llegaría estrenarse en nuestras salas hasta tres años más tarde en relación a su fecha de producción. Por ventura, para muchos espectadores inquietos Zodiac –con la participación de Brian Cox en un rol secundario, al igual que en L. I. E. que oficia de educador social— situaría sobre la pista —Fincher no se cansaría en señalar, ya sea en los press-junkets o en las ruedas de prensa, el ascendente de Todos los hombres del presidente sobre su propuesta que gira en torno al asesino del zodiaco»— el nombre de Alan J. Pakula. Un realizador hermanado con el cine de Mulligan pero asimismo con el  Sydney Pollack —a veces sus producciones parecen intercambiables— y al que un servidor persiste en seguir indagando en esa fosa en la que parece a resguardo en uno de sus extremos pequeñas joyas del calibre de Love and Pain and the Whole Dam Thing (1973), Comenzar de nuevo (1979) —para mi gusto, junto a Con los ojos cerrados (1969) y Una mujer descasada (1979), con permiso de Stanley Donen, son las mejores radiografias sobre el proceso de las rupturas conyugales y sus (casi) siempre traumáticas consecuencias— y su debut tras las cámaras, The Sterile Cukoo (1969), en una de las pocas ocasiones en que un joven biólogo (Steve McQueen) toma el (co)protagonismo de un relato fílmico... esperemos que este carácter de excepcionalidad tenga continuidad con El enigma haldane en su derivación cinematográfica. Si se da el caso, quizás para entonces Pakula deje de ser sinónimo de women's director, o en su defecto, de aplicado artesano de intrigas políticas vinculadas con el poder industrial y/o financiero, y ocupe un lugar de consideración una vez excavada a conciciencia en esa fosa que oculta no pocos tesoros y sorpresas a los ojos de la historiografía cinematográfica, que es tanto como decir la arqueología o paleontología de esa ciencia inexacta que responde al nombre de Séptimo Arte y que, en contadas ocasiones, nos eleva al Séptimo Cielo.

viernes, 7 de enero de 2011

TOMÁS FERNÁNDEZ VALENTÍ: LA GRANDEZA DE LA SENCILLEZ

Cada año, por estas fechas, hacemos una enmienda a mejorar aspectos que competen a nuestra propia persona o nuestro entorno familiar y de amistades. Desde que tengo uso de razón siempre he considerado la amistad un valor supremo, que se va sedimentando con el paso del tiempo hasta arraigar con fuerza, quizás, en menor proporción de lo que cada uno de nosotros desearía. Hay años particularmente complejos en que ese repaso sobre la «nómina» de amistades tiene un sentido que cobra mayor importancia si cabe y al final uno se formula la siguiente pregunta: ¿he aprendido algo de esta persona? No se trata de un aprendizaje intelectual –que también— sino de una manera de comportarse, de una actitud frente a la vida... Y en este año 2010 preñado de dificultades, sin duda, he recibido una soberana lección impartida por una de esas personas que no defrauda: Tomás Fernández Valentí (1964, Barcelona). Él sabe medir las palabras, tomar la perspectiva necesaria sobre las cosas, y no abalanzarse en la toma de decisiones que luego puedes llegar a arrepentirte. A la postre, él viene a decirte, el tiempo, solo el tiempo, es el que acabará juzgando a cada uno de nosotros.
Generalmente, en ese mundo de la crítica cinematográfica —al que no pertenezco porque siempre me he considerado un outsider, pero sí observo a una distancia relativamente corta— encofrado en vanidades, egos subidos de tono e individualismos mórbidos, el elogio al compañero de profesión es una práctica residual, cuando no marginal. Si éste se produce se puede interpretar como un acto de flaqueza, de debilidad, dando por sentado que hay personas que se sitúan por encima de uno desde el plano intelectual. Un procedimiento, el de negar las virtudes al compañero, dicho sea de paso, consustancial a la idiosincrasia del Homo sapiens «hispánico». Pero para un servidor siempre me he mostrado proclive a destacar, ensalzar, reconocer, en definitiva, el talento de los demás como un acto natural sin menoscabo a zaherir mi orgullo personal (faltaría plus). Por ello, mostrar mi admiración por todo el trabajo profesional desplegado en el haber de Tomás Fernández Valentí a lo largo de veinte años es de obligado cumplimiento. La reverencia para con la labor de Tomás suele provenir de aquellos que lo han leído durante este periodo en distintos espacios, ya sea escritos en papel o en internet. Pero esta dicha se multiplicaría exponencialmente si conocieran a la persona, un privilegio del que un servidor lleva a gala desde hace bastantes años. Esta, sin duda, deviene una de las claves para entender el porqué Tomás escapa a la media —a la mediocridad, diría— y se sitúa en el pórtico de la excelencia con sus escritos: su humanidad traspúa en cada párrafo. Otra de las claves de su gran categoría como escritor cinematográfico se ilustra con un sencillo ejemplo. En el pasado mes de diciembre Nacho Cerdá —director de Los abandonados (2006)— cristalizaba, a través del proyecto Phenomena, una interesante propuesta diseñada para dar cabida en la cartelera cinematográfica barcelonesa a una operación «retro»: recuperar las programaciones dobles de antaño una vez al mes. Tiburón (1975) y Alien, el octavo pasajero (1979) —vistiendo sus mejores galas en copias en 35 m/m subtituladas, en el marco del Urgell, uno de los pocos cines de aquella época que no han sido troceados por esa otra especulación, la de los distribuidores de las salas de cine— abriría el fuego con una respuesta del público encomiable. Pues allí estaba Tomás para bendecir la misma cuando a estas alturas de su vida diez, doce veces habrá visto el film de su admirado Steven Spielberg y otras tantas, calibro, del film orquestado por Sir Ridley Scott. Con su presencia en el Urgell Tomás dejaba constancia que sigue siendo, en su fuero interno, aquel joven imberbe ávido de experiencias cinematográficas de los años setenta, atento a esos programa dobles con los que pasar una memorable tarde, mirando por otra ventana de la vida ajena a la realidad social y económica de un país cuyo Sistema Democrático estaba en pañales o empezaba a gatear. Ese amor por el cine Tomás lo ha conservado en su particular frasco ámbar, además de haber fermentado durante una veintena de años un estilo propio a fuerza de ejercitarse a diario en ese gimnasio que se localiza en nuestra azotea. La combinación de ambos factores, el de la conservación de una mirada límpia, entusiasta sobre un arte que venera, y su gran humanidad edificadas sobre unos pilares de una inteligencia (emocional y cognitiva) suprema, han dictaminado que, a mi jucio, Tomás Fernández Valentí sea uno de los escritores cinematográficos más relevantes de este bendito país. Solo los envidiosos pueden negar semejante evidencia. Una evidencia que, por otra parte, se corrobora al escribir Tomás asiduamente en la revista de crítica cinematográfica por excelencia —Dirigido por—, la mejor publicación de tintes comerciales en este ámbito —Imágenes— y la que contiene la documentación más completa, fiable y elaborada sobre cine en lengua castellana en internet www.cinearchivo.com—. Si a esto sumamos su serie de libros escritos hasta la fecha —David Lean: la emoción y el espectáculo (2000, Ed. Dirigido, Col. Serie Mayor) sencillamente es un prodigio de obra— y sus diversas colaboraciones para otras revistas (Scifiworld, Quatermass, etc.) nos daremos cuenta que Tomás debería ocupar un puesto de honor entre la crítica de cine de este país. Solo hace falta asomarse a su blog (http://elcineseguntfv.blogspot.com/) para intuir el vértigo que causa su contribución al análisis y a la divulgación del cine. Un espacio que permite esa interacción, ese diálogo del que han sido privados durante mucho tiempo sus seguidores, aquellos que siguen acudiendo al quiosco o una librería para comprar indistintamente Dirigido por... o Imágenes, y buscar en primer o segundo término el nombre de Tomás o las iniciales tfv para saber que en esa crítica, ensayo o artículo reposará el valor de la reflexión, de la inteligencia y porqué no, un pasaporte a discrepar. Porque de eso se trata, de buscar nuevos puntos de vista que te aporten algo. Estos anónimos lectores, al fin y al cabo, han contribuido sobremanera a hacer posible que sigamos gozando a la hora de acercanos a los escritos de Tomás, consolidando una doble propuesta, la de Dirigido e Imágenes, cuyo rumbo no se enderazaría hasta pasados unos años desde su número fundacional. Siempre me alegro de los éxitos de mis amigos. El de su blog —referente inexcusable en el ciberespacio— no es más que la punta del iceberg de esa contribución que vale su peso en oro. Contar con Tomás en cinearchivo es un lujo, pero tenerlo como amigo un privilegio al que espero que accedan algún día su legión de admiradores, hombres y mujeres —muchos de ellos pertenecientes a la generación del Baby Boom, entre los que me incluyo—, diseminados a lo largo y ancho del estado español que con su fidelidad y perseverancia han afianzado un proyecto editorial que se movió en sus inicios por aguas pantanosas. El consuelo, si no llegan a conocerlo, puede provenir del sentimiento que, de algún modo, han aportado su granito de arena para el desarrollo profesional de Tomás, la grandeza de la sencillez personificada.

domingo, 2 de enero de 2011

«MY ONE AND ONLY THRILL» (2009), DE MELODY GARDOT: SUSURROS EN LA NOCHE

Intuición. No entiendo la vida sin este factor aleatorio, caprichoso que el tiempo agudiza, dejando que invada el terreno abonado de esa inocencia expropiada a golpe de experiencias. Buenas y malas. Esa intuición me guió a comprar el CD My One and Only Thrill (2009), sin tener conocimiento alguno sobre su autora, Melody Gardot (Nueva Jersey, 1985), esa dama que oculta sus ojos merced a unas gafas oscuras, en combinación con una chaqueta tres cuartos, ofreciendo un severo contraste con su lacia y larga cabellera rubia. Quería desvelar ese enigma. La intuición parecía dictarme que no había impostura intelectual en esa imagen de portada. Así fue. Escuché el disco una primera vez. I Wonder, Good Election. Desde entonces he perdido la cuenta de las ocasiones que he acudido a este bálsamo para el corazón, principalmente indicado para esas noches de blanco satén, al regresar a casa en automóvil o en el ipod mientras cogemos un transporte público. En el transcurso de este viaje en vehículo, a pie o en bus el pensamiento se desvanece en una miríada de imágenes sostenidas con ese sonido mezcla de blues, jazz, bossa nova y soul, de líneas claras, de una precisión melódica y compositiva que nos eleva Over the Rainbow, el  título que da nombre al mainstream versionado por Gardot situado en el tramo final de su segundo álbum.
   Alguien dijo que la buena música tiene estaciones, sabe en qué momento lucirá mejor. En esa guardarropía musical imaginado, My One and Only Thrill brilla con una luz intensa al superar con creces el umbral de la medianoche, al regresar al hogar tras una party donde las confesiones se sirven a golpe de copas de vino. Allí intuí ver la figura esquiva, escurridiza de Melody Gardot, vistiendo de ensoñación su presencia al fondo de un gran comedor arbitrado por un estilo minimalista. La mujer sin sombra fue engullida por la negra noche... pero horas más tarde se corporizaría a mis oídos en forma de un álbum que levanta acta del poder embriagador del amor, baña de esperanza nuestras vidas e ilumina el camino de una senda orlada de estilos variopintos manejados por el savoir faire del piano, el saxo o el violín. Susurros en la oscuridad vestidos de elegancia, exquisitez en un disco que no tiene un solo tema prescindible. Al ir conociendo la historia de ese misterio llamado Melody Gardot me di cuenta de que las composiciones de sus letras rezumaban un sentimiento de autenticidad. (Casi) muerte y «resurrección» para alguien cuyo destino a punto estuvo de teñirse de negro azabache a los diecinueve años cuando un jeep inopinadamente se la atravesó cuando iba conduciendo su bicicleta. Mientras su vida pendía de un hilo la música ejerció un efecto terapeútico que nunca más abandonaría. Al final de ese largo tunel, Melody Gardot acumularía suficiente material como para proponer a Verve Records la grabación del que se transformaría en su primer CD, Worrisome Heart (2006). Tres años más tarde, My One and Only Thrill confirmaría que Gardot no era flor de un día.
   Hay discos que viajan en el baúl de cada uno de nosotros. My One and Only Thrill pertenece a este selecto grupo que lo hará para siempre jamás desde que lo descubrí en una pequeña tienda allá por las primeras estribaciones del mes de diciembre de ese año 2010 que ya pertenece al recuerdo. Desde un planteamiento general, la atenta audición desvela que Gardot ha querido conformar un «cosmos sónico» donde hace honor a su nombre de pila, con esa voz que se agarra a la rama del jazz blues presidida por esa singerbird llamada Eva Cassidy –en especial, en el tema If the Star Were Mine–, flirtrea con la chanson en Les etoiles o se coloca el velo de la bossa nova en Who Will Comfort Me?. Pero, puestos a escoger, Our Love Is Easy se precipita en el fondo de mi corazón con un endemoniado poder. Our Love Is Easy representa la quintaesencia de la capacidad de la música de Gardot por penetrar en los intersticios de nuestro ser más profundo. Ella conoce bien ese espacio cuando camino de la veintena tocó fondo para luego elevarse hacia la superficie, encontrando en la música el salvavidas que la ha llevado, al cabo, a conformar una obra maestra absoluta, de entre cuyas canciones marca una de las claves de ese enigma todavía pendiente de descifrar en su inmensidad: Your Heart Is As Black As Night.