viernes, 25 de diciembre de 2009

EL ORIGEN DE... LAS EXTRAÑAS ENFERMEDADES DE CHARLES DARWIN

Bien es cierto que Sir Charles Darwin (1809-1882) —de quien se ha cumplido este año el bicentenario de su nacimiento y el ciento cincuenta aniversario de la publicación de su obra magna, El origen de las especies (1859)— alcanzaría, en términos de su época, una provecta edad, consumándose su deceso pasados unos meses después de haber cumplido setenta y tres años. Pero aquel viaje a bordo del HMS Beagle que le llevaría a recorrer medio mundo por espacio de un lustro —en principio, aquel periplo se planteaba para un año o dos a lo sumo— y que daría pie para escribir toda suerte de notas que más tarde cobrarían sentido en papel impreso en forma de teoría de la evolución de las especies, repercutiría en paralelo a Charles Darwin de manera negativa para la salud del naturalista británico. Al calor de esa doble efemérides apuntada, algunas de las editoriales que presentan en sus catálogos una línea de publicaciones cientítificas o aquellas que se fundamentan en este área del conocimiento, se han plegado en los últimos meses a la publicación de un buen número de obras con el denominador común de abordar la vida y la obra —aspectos indisociables— de Charles Darwin. Algunas lo hacen desde una óptica esencialmente divulgativa y didáctica —Charles Darwin: la historia concisa de un hombre extraordinario (2009, Ed. Tusquets) de Tim M. Berra—, otros lo plantean desde un tratamiento epistolar —Charles Darwin: descubre el mundo a través del diario de un grumete (2009, Ed. Edilupa) del reputado historiador Alan Gibson— y el que nos puede acercar más a la verdad del «hombre» deviene Autobiografía: Charles Darwin (2009, Ed. Belacqua). No obstante, el sabio inglés podría haber hecho un diagnóstico certero de su propia persona pero no así del origen de las enfermedades que padeció durante distintas y prolongadas fases de su existencia, que tuvieron como consecuencia una merma considerable en su actividad diaria hasta el punto que las jornadas laborales muy a menudo se reducían, a lo sumo, a un par de horas. Una de sus «aficiones», por tanto, se convirtió en escuchar a numerosos miembros de la comunidad científica que acudían a su residencia de Downtown, a las afueras de Londres. La otra gran comunidad que estuvo en permanente contacto con Darwin fue la médica, a la que él mismo perteneció pero en calidad de estudiante en la Universidad de Edimburgo. La angustia de Charles Darwin se centraba en poner remedio a sus males fisicos que no parecían tener un diagnóstico preciso. Al cumplirse el centenario de la primera edición de El origen de las especies, el doctor Saul Adler trabajaría en la hipótesis que Darwin hubiera sufrido de la «enfermedad de Chagas» durante su paso por zonas tropicales a lo largo de la expedición en el Beagle. Pero la sintamotología que presentaba el emérito científico no parecía corresponderse exactamente con esta enfermedad de origen viral que se transmite por la picadura de un mosquito. Precisamente, coincidiendo con las primeras celebraciones del «año Darwin» en forma de exposiciones, conferencias y, como hemos señalado, publicaciones de todo tipo, el doctor Barry Marshall apuntaba como una de las causas más probables de la fragilidad de la salud del naturalista británico la acción de una bacteria (Helycobater pilori) que causa infecciones gástricas. Para Marshall el conocimiento de esa bacteria le resultaba del todo familiar ya que había sido su descubridor, junto a Robin Warren, valiéndoles a ambos el Premio Nobel de Medicina en 2005. Esa podría ser una explicación plausible, pero aún sigue siendo un misterio la colección de males y dolencias que ralentizaron la actividad laboral de Charles Darwin hasta hacer de Downtown una especie de refugio espiritual, como el que que hubiera imaginado en los días de estudiante de teología, toda vez que su desafección por la práctica médica en Edimburgo le había provocado uno de varios desencuentos para con su figura paterna, Robert Darwin, de naturaleza mórbida (llegó a pesar ciento sesenta kilos), decidido a que Charles prosiguiera sus pasos profesionales y con ello, perpetuar el estatus social en el que la palabra austeridad no tuviera razón de ser.

sábado, 19 de diciembre de 2009

LAS DOS «CARAS» DE IGNASI GUARDANS: APRENDIZ DE MAQUIAVELO

Hace un tiempo alenté a un conocido para que escribiera un libro sobre la verdadera historia de Lauren Films, paradigma del rise and fall refererido a una empresa audiovisual de nuestro país. Su conocimiento sobre los entresijos de aquella poderosa maquinaria dedicada a la producción, distribución y exhibición en España alcanzaban inclusive detalles que hablan por sí solos de las miserias humanas, de «esa hoguera de las vanidades» cuando personajes sin escrúpulos morales atienden a la llamada de lo ocioso, la lujuria y, en definitiva, el amor por... el dinero. Esa «garganta profunda» perfirió declinar la invitación porque si entrara en el «ruedo» podría acabar siendo un testigo protegido frente acusaciones que salpicarían la clase política, la cultural y la financiera del «oasis» catalán.
Destapado el «caso Millet» en julio del año que está a punto de tocar a su fin, han arreaciado las críticas en torno a la falta de mecanismos de control que han hecho posible que el ex mandamás del Palau de la Música desviara unos veintitrés de millones de euros —aunque podrían ser una cantidad sustancilamente superior—, con la complicidad de su brazo derecho Jordi Montull y con un más que presumible entramado de familiares y empleados que, a fecha de hoy, han escapado las garras de la justicia, sin que patronatos, organismos financieros reguladores y demás detectaran tantas irregularidades sostenidas a lo largo de una treintena de años. De todo ello se derivaría la escasa capacidad de un organismo llamado Sindicatura de comptes, que no tenía ni tiene potestad sancionadora. Pero visto lo visto, la regeneración de las instituciones políticas y financieras de Catalunya pasa por sacar a la luz aquellos casos que se trataron de ocultar en su día por parte de una clase política con derivaciones hacia el sector empresarial, indistintamente relativas a la empresa privada o la pública. Es por ello que aquellos informes no vinculantes emitidos por la Sindicatura de Comptes que habían quedado sobreseídos por razones espúreas, han visto como de un tiempo a esta parte cobraban una nueva vida para evitar que la sombra de sospecha se cerniera nuevamente sobre empresas o estamentos conectados con la clase política dirigente o a la sombra de ésta. A tal efecto, recientemente se ha conocido el detalle, por parte de la Sindicatura de Comptes, de la existencia de créditos fallidos en la cuenta de resultados de la empresa Lauren Films. La Fiscalía de Catalunya, con la mosca tras la oreja, después de las dimensiones, a distintos niveles, que ha tenido la estafa del señor (sic) Félix Millet y de sus acólitos, ha preferido, en lugar de mirar para otro lado, encargarse de investigar el destino de quince millones de euros en concepto de créditos que se dieron a susodicha empresa y que, a fecha de hoy, no han sido retornados. L’Institut Català de Finances (ICF) aportó parte de estos quince millones de euros, cuyo destino parece ser una incógnita porque Lauren Films, de hecho, se declaró en suspensión de pagos hace años, cediendo su gestión antes de su cierre (sino definitivo, prácticamente lo sería) a una comisión en la que operaba Ignasi Guardans, a instancias de Convergència i Unió, el partido que gobernaba Catalunya por aquel entonces. Antoni Llorens, ex consejero delegado de Lauren Films, ha arremetido estos días contra Ignasi Guardans, quien ocupa actualmente el cargo de Director General de Cinematografía de España, al que sitúa en el disparadero por haber provocado la caída de Lauren Films. Llorenç sabe que miente, o dice una verdad a medias; fue su megalomanía que le llevó al ocaso, pero también tendrá que rendir cuentas Ignasi Guardans por la responsabilidad que se derivaría de su gestión temporal al frente de Lauren Films, así como su desvinculación de Convergència i Unió (aunque no desde el plano de militancia) después de ser substituido como eurodiputado para disgusto del primero. Personaje oscuro y vitriólico donde los haya, Ignasi Guardans, en los meses que lleva en su nuevo cargo le ha faltado tiempo para promover la candidatura de su hermano Francesc Guardans para la dirección del Consell Nacional de Cultura i Arts (ConCa), organismo vinculado a la Generalitat de Catalunya. Por si fuera poco, Francesc Guardans había sido consejero delegado de Lauren Films. Convergència i unió, al conocerse la voluntad de la Fiscalía del Estado para investigar a fondo todo lo acontecido con Lauren Films en su fase (casi) terminal, moverá todos los hilos posible para evitar que les afecte en demasía y, si acaso, intuyo, Ignasi Guardans se situará en el ojo del huracán de una polémica en la que algunos tienen mucho que perder y poco que ganar, pero asimismo a la inversa. Bien lo sabe Antoni Llorens, cuya venganza está servida, sabiendo que contará con esa red de internautas dispuestos a crucificar al ideólogo de la Ley contra de la piratería que lleva el nombre (que no lá rúbrica) de Ángeles González Sinde. Mal compañero de viaje se ha buscado la Ministra de Cultura por su paso, más bien fugaz —la cuenta atrás ya ha empezado para ella—, por la alta admnistración pública del estado, y que anuncia, como lo que había ocurrido hace más de un lustro con Llorens, otro ocaso... el de una carrera cinematográfica, al menos, detrás de las cámaras. Su tumba artística ha sido la entrada en la gestión política rodeándose de personajes como Ignasi Guardans que suelen navegar entre dos aguas en mares amenazados por turbulencias político-financieras.

sábado, 12 de diciembre de 2009

UN NOBEL PARA UN NOVEL

Desde que se instauraran los premios Nobel, a principios del siglo XX, muchas han sido las voces que han puesto en tela de juicio la idoneidad de algunos de los premiados, sobre todo por lo que compete al de la Paz. Un debate que se reabre en la presente edición debido a que Barack Obama se ha alzado con una distinción que tiene más de simbólico, de gesto, que de realidad tangible, por cuanto su trayectoria no le sitúa precisamente ni tan siquiera entre la terna de candidatos depositario merecedor de semejante premio. Si nos ceñimos al texto del testamento escrito de puño y letra de Alfred Nobel (1833-1896), buena parte de cuya inmensa fortuna iría destinada a la creación de los premios que llevarían su nombre, la perplejidad nos asalta cuando sabemos que el receptor del «buque insignia» de los mismos, esto es, el de la Paz entra en conflicto, al menos, en un punto (esencial): «una parte a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz». El comité que ha debido lidiar este 2009 con la papeleta de designar al Premio Nobel de la Paz no debió reparar en que Obama ha dado el visto bueno a la ampliación del número de soldados —contabilizados en miles—, que deben operar en Afganistán mientras que han hecho caso omiso mayoritariamente a la candidatura de, por ejemplo, Vicenç Ferrer, cuya callada labor humanitaria ha mantenido viva la esperanza (y lo que es más práctico) la vida de cientos de miles de personas en una región de la India dejado de la mano de Dios.
Desde mi prisma, tamaña afrenta no hace más que poner en entredicho unos premios que ya tenían un poso de sospecha desde el momento de su creación, a la muerte de Alfred Nobel, quien había amasado unas ganancias descomunales al albur de la patente y comercialización de diversos inventos, algunos de los cuales tendrían utilidad en el terreno militar. La cuadratura del círculo estaba servida. Pero es bien sabido y documentado que célebres inventores o científicos que, en su momento, gracias a sus privilegiadas mentes habían confeccionado artilugios u otros hallazgos con fines que tuvieron otras aplicaciones por las que se idearon, mantuvieron en vida un sentimiento de autoinculpación. La Segunda Guerra Mundial produjo un alud de casos de físicos, químicos e ingenieros que, después de trabajar para la industria armamentística en sus respectivos países —aunque también serviría de moneda de cambio para trabajar al servicio del mejor postor—, luego entonarían el mea culpa y se dedicaron a cantar las bondades de la paz dando conferencias y/o simplemente abandonando sus plazas en universidades o escuelas. Ilustrativa al respecto fue la ejecutoria de Robert Oppenheimer, el padre del «Proyecto Manhattan», que se revelaría antesala para lo que estaría por llegar un fatídico día de agosto de 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Iroshima y Nagasaki. Al cabo de unas semanas, Japón firmaría el armisticio que precipitaría el fin de la Segunda Guerra Mundial, toda vez que el ejército nazi había entrado en vía muerta y se batía en retirada en diversas plazas del mundo. Digamos que, a partir de entonces, en las universidades de todo el mundo se dio una suerte de «objeción de conciencia» que se tradujo en que el número de estudiantes matriculados en Física, Química o determinadas ingenierías caería en picado. Un descenso, empero, no lo suficientemente pronunciado para que durante la Guerra Fría se colocara en un brete a los comités de selección de los Nobel, quienes siguiendo las directrices de su fundador, había colegido otorgar premios en algunas disciplinas del ámbito científico, a saber, las de Fisiología, Medicina, Física y Química. Intuyo que determinadas arbitrariedades se han podido dar en estos campos, pero la que se lleva la palma, sin duda, es la del Nobel de la Paz. Repasando la nómina de los premiados en esta apartado debería sonrojar a más de uno del comité de selección para escarnio de la humanidad que ha visto levantar con la diestra o la siniestra la caja que contiene la imagen circular de tonos cobrizos del inventor sueco a Henry Kissinger o Yasser Arafat por citar algunos ejemplos de infuasto recuerdo. Pero ya se sabe que los designios del alma humana son insondables y más si cabe en el ánimo de un comité institucional, a rebujo de la crème de la crème de la sociedad escandinava —con el eje Estocolmo-Oslo por bandera—, que se despacha a gusto cada x años al otorgar la bendición urbi et orbe a una distinguida personalidad, en especial del mundo de la política. Cuando Obama —por quien dicho sea de paso, profeso una notable admiración: razones para ello no faltan— se preste dentro de unas semanas a hacer el saludo militar y acompañar en el sentimiento... patriótico a otra legión de soldados con pasaporte a Afganistán veremos cuantos de los miembros de ese comité se esconden bajo las faldas de esas mesas donde reposaban manjares para ser degustados por príncipes, princesas y dirigentes de medio mundo que asistían a la cena en honor del actual Presidente de los Estados Unidos de América.

sábado, 5 de diciembre de 2009

«EL CLUB DE LOS SUICIDAS»: HIJOS DE «DIOSES» MENORES

Dos libros ocupan mi lectura estos días, en vísperas de Navidades: la magnífica —por bien documentada, de escritura amena y prolífica en el anecdotario, que nos ayuda a reconstruir con mejor precisión una personalidad poliédrica por definición— biografía sobre Paul Newman (1925-2008) firmada por Shawn Levy (Editorial Lumen, 2009), y los Cuentos completos de Robert Louis Stevenson (1850-1894) en una cuidada edición a cargo de Mondadori dentro de su imprescindible colección de «Grandes Clásicos» y con el valor añadido de unas ilustraciones a color en el debe de Alexander Jansson. Al tratarse de un personaje de la notoriedad de Newman, de la salida al mercado de este volumen inclusive se han hecho eco algunos canales de televisión en sus informativos, dejando entrever en su sucinta reseña, a vuela micrófono, que Levy desvela el «lado oscuro» del intérprete estadounidense. Haciendo gala del estilo que había impuesto años a publicaciones como Reader’s Digest, de la que la familia Newman (la de Ohio, no la de Newport, Connecticut, el fortín del rubio actor, automovilista y filántropo en sus años de madurez) era suscriptora, tal aseveración deviene un puro ejercicio de reduccionismo, a la caza y captura de un titular que justifique que un libro haya sido escogido para colarse de rondón entre las cuatro o cinco noticias que dan pie a la portada de un telediario. Claro que el redactor o redactora de turno que había realizado una lectura (muy) en diagonal para sacar un titular facilón podría calibrar que en el mismo saco del «lado oscuro» se situaba la desgracia de haber enterrado a su único hijo, Scott Newman, de una prole que sumaría un repóker de féminas nacidas de dos matrimonios. Ni Paul Newman ni su madre adoptiva, Joanne Woodward, ocultaron la verdadera razón del fallecimiento de Scott: la autopsia, con luz y taquígrafos, desvelaría que se trataba de una muerte provocada por la combinación de la ingesta de drogas, alcohol y algún que otro medicamento que, a priori, debía actuar como somnífero. Un cóctel fatal que arrebató la vida a ese angry young man llamado Scott —de raza le viene al galgo— y que sumió a Paul Newman en un doloroso proceso de autoinculpación por no haber sabido lidiar con sus compromisos paternales. Ya por aquel entonces, a finales de los años setenta —el deceso de Scott se certificó el 20 de noviembre de 1978—, la escritora Kathy Cronkite estaba realizando un trabajo de campo en torno a los hijos de famosos, explorando en la psique de unos seres privilegiados en lo económico pero que padecían carencias en el plano afectivo y/o bien en el desarrollo de su propia realización personal. Nell Newman, hermana del finado Scott, estuvo en la «agenda» de Cronkite, tal como relata Levy. Aunque de forma tardía, Nell pudo enderezar un rumbo que se intuía cercano al de Scott —coqueteó con las drogas— y, por suerte, quedaría fuera de la relación de nombres que el escritor judío enumera en una de las páginas de su voluminosa obra, a propósito de los hijos de celebridades vinculadas al audiovisual que perecieron, víctimas de suicidios, durante esa década y la anterior. Tan sólo en 1975 se registraron los suicidios de tres vástagos de famosos del celuloide o de la pequeña pantalla, a saber, Jonathan Peck —primogénito del gran Gregory Peck—, Jenny Lee Arness —hija del actor James Arness, que encarnaba al Marshall Matt Dillon en la popular serie Gunsmoke— y Dan Dailey III —heredero directo al trono familiar comandado por el intérprete versado en musicales de idéntico nombre y apellido—. Todo hacía pensar que ninguno de ellos pudo digerir «demasiado, demasiado pronto», como reza el libro autobiográfico que llegaría a ver publicado Diane Barrymore (retrato suyo a cargo de Spurgeon Tuker en el encabezamiento del post) antes de despedirse con una nota manuscrita —en 1960— de una vida cuya infancia había quedado arruinada a causa de la adicción a los estupefacientes del asimismo dipsómano John Barrymore, estrella del teatro y, a la sazón, hermano de Ethel y Lionel Barrymore, figuras que descollaban sobre los escenarios y en el celuloide. Padre e hija coincidieron en pantalla, pero encarnados por Dorothy Malone y Errol Flynn, en la que vino a ser una suerte de traslación de la obra autobiográfica de Diana Barrymore que se había ganado el favor de los lectores y con ello, el de los directivos de la Warner Bros. Dos años después del estreno del film se certificaba la «segunda» muerte de la hija de John Barrymore; su libro había servido, pues, para anticipar lo que parecía intuirse al corto o medio plazo. Para desgracia del buen nombre de una estirpe familiar repleta de artistas, Diana Barrymore inauguraría en los años sesenta la lista de ese «club de los suicidas», a la que sumarían nuevas víctimas en las sucesivas décadas con el denominador común de haber nacido en ambientes presididos por el lujo y el oropel, tan visibles como ese cinturón que les impedía levantar el vuelo sin tener la presunción que eran observados o comparados con sus respectivas celebridades paternales o maternales de la gran, pequeña o mediana pantalla. Cada una por separado representa historias recorridas por la tragedia al sesgarse vidas de jóvenes que, en algunos casos, apenas habían traspasado la frontera de la treintena. Poco que ver, por tanto, con la fina ironía que destila ese prosista militante de la Primera División de las Letras de Oro del siglo XIX llamado Robert Louis Stevenson, precisamente en cuentos como El club de los suicidas, que sirve de entrante de esa densa obra presta a ser degustada en su impecable edición en el haber del sello Mondadori.