sábado, 28 de noviembre de 2009

GEORGES DELERUE (1925-1992): REY DE CORAZONES


Para aquellos que no son oriundos de Francia, la ciudad de Roubaix se asocia, en líneas generales, al destino final de la clásica ciclista que preside el calendario de la UCI por lo que compete a las pruebas de un solo día. De la extrema dureza de la París-Roubaix se han echo eco los cronistas deportivos a lo largo de más de un siglo, con las excepciones de sus anulaciones debido a periodos bélicos que comprometieron, en mayor o menor medida, a la población gala. Pero en función del impresionante legado musical que nos ha dejado, Roubaix debería ser asimismo recordada por haber alumbrado a uno de sus hijos pródigo/prodigio: Georges Delerue (1925-1992). El año que Felix Sellier conquistaba esta «clásica entre las clásicas» —competición con una larga tradición de campeones con pasaporte belga—, nacía Georges Delerue para dicha de la composición para cine, sin menoscabo de sus aportaciones como concertista de piano, artífice de óperas y obras de ballet. Es impensable amar el cine de François Truffaut y no hacerlo de la música del compositor galo con quien tantas veces colaboró. Merced al ir familiarizándome con la obra cinematográfica —al menos una mitad; la otra quedaría en suspenso como consecuencia de una prematura muerte— del ex redactor de Cahiers du cinéma, a la par alimenté un interés creciente por la música de Delerue, a quien empezaba a situar en el «olimpo» de mis músicos «clásicos» de cine predilectos, esto es, Jerry Goldsmith, Elmer Bernstein, John Barry, Alex North, Bernard Herrmann y John Williams.
Ahora que se cumplen cincuenta años desde que escribiera la partitura de Le jeux de l’amour (1959), su primer trabajo oficial para un largometraje de ficción —en el audiovisual su campo de pruebas había sido el corto con una producción asombrosa que ni tan siquiera las enciclopedias más fiables se atreven a estimar un número determinado—, Georges Delerue parece haber entrado en el túnel del olvido. Perder el rastro de un compositor de la talla de Delerue es tanto como cubrir con un manto el sentido de la inocencia que inundó con su poesía musical infinidad de producciones desde los años sesenta hasta principios de los noventa. Por aquel entonces, Delerue estaba enfrascado en su nuevo encargo profesional, Los rebeldes del swing (1992), pero su diminuto cuerpo no soportó aquella presión asfixiante, un ritmo acelerado al dictado de las exigencias contractuales con Hollywood que le iban minando la salud al punto que fallecería a los sesenta y siete años, víctima de un ataque al corazón. Toda una ironía del destino para quien nos ha llegado con su música hasta el fondo de nuestros corazones. Incapaz de brindar una mala banda sonora —al menos, las que conozco, que no son pocas para complacencia de mis oídos—, el pequeño gran músico de Roubaix quedaría, empero, tocado anímicamente cuando François Truffaut prefirió contar con Bernard Herrmann para dar cobertura musical a Fahrenheit 451 (1966). La desazón se apoderaría de Delerue en esta etapa de impasse en su relación profesional, que también de amistad, para con el cineasta parisino. Pero persuadido por productores y directores que lo solicitaban desde distintos frentes geográficos, Delerue no cejaría en su empeñó por volver una y otra vez sobre un estilo característico, que arrastraba una clara influencia del barroco y de la música postromántica. En cierto sentido, las composiciones para los films de Truffaut habían marcado un patrón de conducta del que nunca quiso o supo desprenderse. De ahí que su ego no fuera lo suficientemente grande como para rechazar la invitación de Truffaut a seguir colaborando a partir de Una chica tan decente como yo (1971). Hasta el final de sus días Delerue no abandonaría a su querido amigo, completando una serie magnífica de títulos en común que, por regla general, han tenido un peso importante en los discos recopilatorios consagrados al menudo compositor. Entre éstos destaca los tres volúmenes de la «London Sessions», de audición obligada para aquellos que saben saborear la música de cine fuera de la gran pantalla. Delerue está especialmente indicado para este ejercicio melómano porque cada una de las notas de esta soberana trilogía golpea en mi interior, a modo de un eco lejano que me procura un caudal de sentimientos. Emociones parejas a las que me siguen acompañando al regresar sobre la partitura de A las nueve, cada noche (1967) —una de mis favoritas dentro de la vasta obra del francés—, cuyo fraseo musical es la pura descripción de un universo infantil que camina de la mano de una inocencia que parece eterna. Un ejemplo, de los muchos que podría detallar en torno al músico que supo rayar a gran altura, incluso en su aventura norteamericana con enmienda a la continuidad en el tramo final de su actividad profesional y que puso el broche de oro para el que debería ser distinguido con un master en excelencia musical. Gracias Georges; tú música siempre me acompañará por los zizagueantes caminos de la vida, algunos de cuyos tramos el pavimento puede ser similar al que lleva a coronar la mítica París-Roubaix.

lunes, 23 de noviembre de 2009

ZAPATERO, «EL MENTIROSO»

Ahora que nos vamos acercando a la fecha en la que el estado español tomará, en la persona del presidente de nuestro gobierno, las riendas de la presidencia de la Unión Europea vaticino que podremos ver y escuchar a un José Luis Rodríguez Zapatero en toda su dimensión... El de un mandatario político amparado en la constante mentira o, para aquellos que se valgan de los eufemismos para disfrazar la realidad, el de un personaje que falta a la verdad día sí y otro también. Zapatero bien quisiera ser recordado como un dirigente de las hechuras de Barak Obama, pero lo que tiene muchos números es para situarlo con un perfil más cercano al de Richard M. Nixon, quien llevaría acompañado para siempre el calificativo de «el tramposo», al albur de haberse destapado el escándalo Watergate. Porque, lo que no me cabe duda, es que Zapatero responde al semblante de un profesional de la mentira, que sabe manejarse frente a las cámaras con la insana intención de sacar partido de cualquier, por insignificante que resulte, cuestión que favorezca a sus intereses en pro de la defensa de una política que nos ha dejado a las puertas del G-20... % de parados. Este pasado fin de semana hemos asistido a la enésima escenificación de un triunfalismo que busca estrechar lazos con aquellos incondicionales que dan carta blanca a cualquier acción proveniente de las filas socialistas, para pasmo de los que obervamos la política desde la barrera con enormes dosis de recelo. Para Zapatero todo vale. Da lo mismo que la OCDE con Joaquín Almunia —quien se había postulado para abanderar al PSOE años a, pero que fracasó en su tentativa; el tiempo lo hubiera situado como mejor gestor que su compañero de partido en periodos de crisis— entre su cuerpo de comisarios, o el Presidente del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO) se muestren muy cautos sobre las perspectivas de crecimiento de un país como España, que se ha quedado en el furgón de cola en cuanto a dinamización de la actividad económica de la zona Euro; «Nuestro» José Luis extrae de su chistera otra de sus mentiras en forma de anuncio de que «hemos entrado en un periodo de crecimiento» (sic). A tenor de haber ocultado al electorado la realidad que se nos avecinaba en vísperas de los comicios de marzo de 2008, Zapatero y sus asesores deben pensar que, perdidos al río, y toca un baño de optimismo semanas antes de lucir el traje de la Presidencia Europea. Nos podemos preparar, pues, para otra retahíla de falsedades en la voz de barítono de ZP y con el fondo de un pesebre viviente socialista, presto a dorar la píldora al líder del PSOE. Razones de peso para aventurar, al corto o medio plazo, una recuperación de nuestra economía, ninguna, pero todo vale cuando toca arrebato en forma de insuflar ánimos a la población, desoyendo las predicciones de organismos competentes en dicha materia a nivel europeo o nacional. Zapatero lo fia a la «divina providencia»... de un país que, como el soma que sirve de alimento encapsulado a los Alfa, Beta, Gamma... de Un mundo feliz de Aldous Huxley, encuentra en el fútbol la fórmula química para aletargar a la población frente a los televisores hasta extremos inauditos. Ese deporte rey que concentraba no hace demasiado tiempo atrás su interés los fines de semana y los miércoles en función de los compromisos en las competiciones europeas de los distintos clubs que participaban o, de forma puntual, la selección española, hoy en día se extiende como una mancha de aceite cada día del calendario anual con cualquier noticia colateral. Con esa, como tantas otras coartadas, y con un PP que vive jornadas de zozobra al calor del Gürtelgate, Zapatero se las promete felices si el tirón de la Presidencia Europea le sirve para ir dosificando otra tanda de mentiras de aromas muy diversos. No conozco, por tanto, un político de la era Aznar D. C. que haya hecho mayores méritos que José Luis Rodríguez Zapatero para ir acompañado su apellido del calificativo «mentiroso». No se confundan; ZP no es el Obama hispano que nos han querido vender, alimentando el juego comparativo a la luz de aficiones comunes (el básket), sobrepasar con holgura el 1,80 cm, ser buenos comunicadores de masas (un aspecto innegable) y tener dos hijas cada uno. Harían bien en aplicar un «plan renove» en el seno del PSOE cuando el PP tome el mando del país en 2012 —si no antes— arrogados en el papel de «salvadores de la patria» —creánselo: tras declararse (parcialmente) inconstitucional l’Estatut aprobado en el Parlament en 2005 el victimismo catalán retroalimentará esa visión unitaria y servirá para echar el resto para producirse ese cambio de signo político a nivel estatal— y, de una vez por todas, desprenderse de ese «mentiroso compulsivo» de nombre José Luis y de apellidos Rodríguez Zapatero.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

«ESTACIONES LUNARES» EN EL PLANETA TIERRA

Al margen de nuestra huella genética, cada uno de nosotros somos el resultado de un cúmulo de experiencias de toda índole. Experiencias algunas de las cuales hubiéramos calibrado ajenos a la realidad que nos circunda y, por tanto, sujetas a permanecer fuera de nuestro alcance o, cuanto menos, a ser observadas desde una prudencial distancia. Pero la madurez te lleva, a menudo, a vencer ciertas reticencias. Ese fue el caso de mi decisión a aceptar la invitación de Manel Quinto, redactor de cine de La Vanguardia, para hacer la presentación de Mystic River (2003) en la cárcel dels Lladoners. Una prisión de nuevo cuño situada en las cercanías de Sant Joan de Vilatorrada, en la Catalunya Central. Al ser una persona difícilmente impresionable, además de estar bregado en el subgénero carcelario –la última producción vista ha sido Celda 211 (2009), de la que casi nadie habla en términos de un calco de la presmisa argumental de la magistral cinta digirida por John Frankenheimer Contra el muro (1994)– todo lo que comportaría mi entrada en el recinto penitenciario sito en la comarca del Bages no alteró en demasía mis biorritmos. Quizá esa templanza se viera beneficiada porque la sordidez, lo decadente o lo insalubre son términos que no se correspondían con aquel lugar de factura nueva, diríase inclusive modélico al asumir que dentro del mismo habitan personas cada uno con sus respectivas condenas. Según me comentó uno de los funcionarios, muchos de ellos no gozan de régimen abierto; su vida, por tanto, transcurre en prisión cada uno de los días del año hasta cumplir la condena impuesta. Acompañado de un educador, entramos Manel y un servidor toda vez que se estaba proyectando el film dirigido por Clint Eastwood sobre una gran pantalla en un recinto habilitado como sala de proyección. La larga duración de la cinta permitía saltarse el protocolo y dejar para la conclusión de Mystic River una charla con los presos que asistían a la proyección en un número que giraría en torno a la treintena. Me senté en uno de los laterales de la sala y me volví a seducir por ese savoir faire a la hora de filmar unas historias en las que generalmente se plantea un debate o dilema moral. Hubo idas y venidas a lo largo de la proyección, pero el respeto dominaría aquella sesión de cine en horario de sobremesa. Al cabo de hora y media, estaba frente a ellos con la intención de intercambiar algunos pareceres sobre la producción que acabábamos de ver. Para romper el hielo, direccioné de inmediato lo que considero el «núcleo duro», a nivel temático de lo que nos habla el film, esto es, cómo influyen las experiencias adquiridas en las fases de la infancia y de la adolescencia en nuestros comportamientos futuros. Entonces, el silencio sonó como un eco en la sala y las miradas de cada uno de ellos parecían asentir esa verdad tantas veces incómoda porque indefectiblemente nos conduce hacia el fondo del pozo de los recuerdos. Pozos de una negrura sin límites en algunos de ellos verbigracia de una infancia arrebatada, de un abandono emocional que arraigaría con fuerza o de un entorno familiar viciado por la marginación social. Caldos de cultivo para que, al cumplir la mayoría de edad sino antes, sus vidas hicieran un giro al infierno de las drogas, al de la delincuencia y, en algunos casos, al del homicidio. Dialogamos un buen rato y alguno extrajo conclusiones sobre el film a partir de verse reflejado en pantalla en comportamientos puntuales de los protagonistas («la gente dice la verdad cuando está borracha» repitió en dos ocasiones) de la función. Al cabo de un tiempo, el educador, situado a mi derecha, hizo un ademán para poner el cierre a aquella jornada dedicada al cine como una actividad complementaria para su formación, al tiempo que les servía de distracción. Con sus aplausos sin excepción agradecieron el gesto de haber compartido, ni que tan sólo fuera durante unos minutos, las impresiones sobre una producción que les(nos) había tocado la fibra. Les di la mano a aquellos que se me acercaron para redundar en su agradecimiento. Les desee suerte. Acto seguido, al ir traspasando diversos controles me di cuenta del aislamiento de aquel recinto. Parecía haber visitado una estación lunar, sin rastro de vegetación, vallas altas orladas en su parte alta por una espiral de alambres; un espacio, en definitiva, dominado por un entorno carente de vida. Cuando estás en un recinto penitenciario, al menos desde mi experiencia, entiendes que la reinserción para aquellos que cumplen condenas contabilizadas en años es una entelequia... el tránsito de ese aislamiento atroz (doble, si evaluamos lo que supone dormir en una celda de escasos metros cuadrados) hacia la vida civil, con el bullicio habitual que genera una ciudad media o grande, es un contraste demasiado grande. Entiendo que los psicólogos adscritos a las prisiones aconsejen a todos aquellos que salgan en libertad después de largos periodos confinados en prisión que hagan su «aclimatación» en núcleos de población pequeños. Solo de esta forma, calibro, la recuperación a nivel psicológico puede producirse.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

ROBERT ENKE (1977-2009): LA «LEYENDA NEGRA» BAJO PALOS CONTINÚA

Si dejamos al margen auténticos viveros de guardametas como lo habían sido y pretenden seguir siéndolo Lezama o Anoeta, los porteros nunca han surgido fruto de una tradición, de una política de fomentar la formación de este puesto donde se inicia la espina dorsal de un equipo de fútbol. Desde mi experiencia, en el patio de colegio o del instituto, a la hora de otorgar posiciones el de cancerbero casi siempre quedaba relegado a la decisión final. Casi nadie parecía comprometerse bajo palos porque el «elixir» que mueve pasiones en nuestro deporte rey no es otro que el gol, coto privado para los porteros, salvo el atrevimiento de unos pocos a lanzar penalties, faltas directas e inclusive rematar córners en tiempo de descuento. De ahí que el cancerbero, por regla general, haya sido más un producto de la necesidad que de la vocación. Una evidencia que ha ido cambiando con el curso de los años, pero aún así el guardamenta sigue siendo observado como un ser perfilado desde un feroz individualismo, a menudo preso de la excentricidad, de un sentimiento introspectivo, de un toque de pura extravagancia o, cuanto menos, con un comportamiento que trata de marcar diferencias para con el resto del equipo. A tal efecto, es curioso constatar como en el fútbol moderno se mantiene inalterable ese ritual que nos hace observar desde la distancia el saludo afectuoso, «fraternal» entre porteros de equipos rivales antes y después de la conclusión de un partido. Un «hermanamiento» que asimismo es el producto de ese individualismo apuntado que crea un carácter de aislamiento o un deje de ausencia que puede contener en su origen la idea de aquel niño al que nadie hacía caso en el patio de la escuela. A la postre, éste se plegaba a satisfacer a sus compañeros de colegio para que diera comienzo un partido advertido de demora si no se encontraba portero. Desde la marginalidad es difícil, por tanto, forjarse un liderazgo que acabe direccionando a los guardametas hacia la posición de entrenador toda vez que se toma la determinación de colgar las guantes. Delanteros, medias punta, zagueros, laterales o pivotes suelen repartirse la condición de managers, quedando casi siempre fuera de las posiciones de mando de los banquillos esos guardametas con una mayor vida media en los terrenos de juego que el resto de jugadores de campo. Una certeza que asimismo lo es al advertir que con mayor frecuencia que cualquier de los otros jugadores de campo la «leyenda negra» parece cebarse en los cancerberos.
La noticia de la muerte de Robert Enke se suma a una lista de fatalidades de distinta índole en la que se han visto involucrados porteros a escala mundial, la mayoría una vez abandonada la práctica deportiva profesional como el caso de Jesús Castro –muerto en una playa de la cornisa cantábrica tras tratar de rescatar a un niño a punto de ahogarse–, hermano menor del legendario Quini, o Javier Urruticoechea, entre otros. Enke, sin embargo, ha dejado el mundo de los vivos en ese punto de su carrera que aún no había mostrado signos descendentes, no se habían encendido las alarmas de un ocaso al haber consolidado la titularidad en el Hannover 96 y, poco después, haber cubierto la portería de la selección alemana con miras a ser pieza básica en el Mundial de 2010, a celebrar en Sudáfrica. Paradojas de la vida: el día que Alemania mostraba al mundo la conmemoración del 20 aniversario de la caída del Muro de Berlín, una noticia de agencia hubiera podido enmendar la plana a esa majestuosa fiesta de luz y colorido en que la capital germana se había convertido. A centenares de kilómetros de Berlín, Enke había decidido arrojarse a las vías del tren. El cancerbero natural de Jena, ciudad que perteneció a la antigua RDA, había perdido el tren de la vida, pero en su ánimo quizás ese sentimiento lo había tenido tres años antes, a partir de que el maltrecho corazón de su pequeña de dos años dejó de latir. Cerca de Hannover, Louis Van Gaal, actual residente en el banquillo del Bayern de Munich, debió compartir con mayor intensidad si cabe que otras personalidades del firmamento balompédico, el dolor por el fallecimiento de Enke, ya que había convencido al staf técnico del Barça para que lo ficharan en 2002. Su paso fue efímero por el FC Barcelona –como asimismo por el CD Tenerife o el Fenerbaçhe turco– , pero me quedo con el semblante del argentino Roberto «Tito» Bonano, quien trataba de sacar fuerzas de flaqueza al tratar de recomponer el perfil humano del Enke que había conocido durante su paso por la Ciudad Condal. El ex guardameta Bonano contenía el aliento al rememorar la bondad de un hombre que no podía por menos que pararse si veía en la cuneta un perro sin amo. Eso nunca debió trascender a los medios de comunicación, pero con seguridad resultaría trascendente para la suerte de los canes que acabaron al cuidado de Enke. Quizás todo ello nos sirva para saber valorar más al ser humano que al deportista. Una lección de vida, una más que anotar, aunque resulte paradójico, a partir del conocimiento de una muerte. Descanse en paz el que hubiera podido ser un símbolo para el barcelonismo pero que acabaría siéndolo del humanismo. No solo las personas llorarán tu desaparición, Robert.

domingo, 8 de noviembre de 2009

«MIRADAS DE CINE» O EL «¡QUÉ ME DICES!» DE LA CRÍTICA DE CINE DIGITAL

A mediados los años noventa algunos listillos del negocio editorial con intereses en el mundo de la publicidad debieron llegar a la conclusión que el mercado de revistas de chismorreos aún no estaba del todo copada. Al calor de la irrupción de las televisiones privadas que siguen destinando buena parte de su programación a los espacios tipo «Salsa rosa», estas revistas editadas en papel couché podrían utilizar semejantes medios como plataforma de venta de las mismas. De los millones de asiduos a estos espacios generalmente emitidos en horario de sobremesa en días laborables o los sábados en prime time, coligieron los responsables de susodichas publicaciones, que al menos unas decenas de miles, sino centenares de miles picarían el anzuelo y visitarían los quioscos para hacerse con el último número de la revista de reciente aparición. ¡Qué me dices! surgió con el ánimo de hacerse un hueco en un mercado ya de por sí con una generosa oferta de productos impresos en cuatricomía y con el chismorreo por bandera. De la aparición de la misma tuve conocimiento cuando vi Torrente, el brazo tonto de la ley (1998) —las otras dos entregas sobre las andanzas del ragged glory del Atleti me abstuve por prescripción médica—; en una de las secuencias una joven afectada por la trisomía del 21 o síndrome de Down se encontraba en una charcutería hojeando la revista de marras... Ejercicio de mala milk a cargo de Santiago Segura que supongo maldita gracia les debió hacer a los responsables de la publicación de nuevo cuño, pero al final debieron interpretar que, como decía Salvador Dalí, que «lo importante es que hablen de uno aunque sea bien».
Semejante aforismo deben aplicarse los actuales responsables de llevar el timón de la revista digital Miradas de cine (http://www.miradas.net/) para la que, a mi juicio, ha dejado de ser aquella publicación que contenía verdaderos artículos o críticas de enjundia para situarse en el terreno más propio del ¡Qué me dices! en su derivación cinematográfica. De un tiempo a esta parte se constata que muchos de los que ejercen la crítica cinematográfica previamente o a la par, han tratado de vehicular un discurso más personalizado en el mundo de la blogosfera. Pero, a la postre, se ha producido un híbrido en los escritos al no saber compartimentar un ámbito de otro. Miradas de cine es la quintaesencia de esta nueva manera de entender la crítica que casi por una necesidad orgánica precisa de que el redactor de marras se refiera a sus propias circunstancias personales y/o familiares para ir marcando el desarrollo de su discurso. Veamos. Enrique Pérez Romero en su crítica sobre Ágora publicada en el nº 91 (octubre de 2009) (Ir a enlace) arranca con el siguiente comentario: «En una ocasión fui espectador de una mesa redonda en la que Alejandro Amenábar participaba como compositor (¡!), y en la que dijo algo parecido (no recuerdo las palabras exactas) a que una película como De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock; EE.UU., 1958) se sostenía a duras penas sólo gracias a la partitura de Bernard Herrmann. Tal afirmación que, al mismo tiempo, resultaba despreciativa hacia uno de los grandes cineastas de la Historia y se permitía enjuiciar a uno de los más grandes compositores del cine, provenía de alguien cuya experiencia en el medio era todavía más que discutible». En primer lugar, hay que tener bemoles para hacer referencia a una declaración de un ponente en una mesa redonda que se remonta más de una docena de años atrás para extraer una idea vaga («no recuerdo las palabras exactas», se justifica el redactor por si acaso) que allí se dijo en un ejercicio típico de esa prensa rosa que le importa bien poco los matices, con el fin de cazar un titular impactante. En modo alguno interpreto que, de ser así, se trate de una desconsideración de Amenábar para con el cine de Hitchcock y mucho menos en relación a Bernard Herrmann, a quien precisamente el director de Ágora concede una importancia mayúscula por cuanto su música contribuye a contrarrestar las carencias —siempre bajo el prisma del primero— relativas a la historia que plantea Vertigo. Todo este ejercicio de prospección en el terreno de la anécdota para llegar a la conclusión que Amenábar arrastra consigo un exceso de ambición y que lo del sentido de la mesura le debe sonar a cirílico. De ahí, según el parecer de Pérez Romero, arrancan gran parte de los males de Ágora... No será, empero, ese exceso de ambición el que llevaría a Amenábar a ceder el testigo musical a Dario Marianelli en una muestra que el cineasta de origen chileno conoce sus limitaciones, signo inequívoco —al menos para un servidor— de una virtud que Pérez Romero orilla con ciertas dosis de mezquindad. Las mismas que le han debido hacer mutis por el forro al leer —si es que se ha dignado— el comentario (sic) de su colega Raúl Álvarez en el siguiente número de la revista digital (nº 92, noviembre de 2009), a propósito de la edición de la banda sonora de Ágora (Ir a enlace). Sin abandonar la línea ¡Qué me dices!, en su ridículo escrito Álvarez expresa que «Marianelli tiene cierta fama de copiota. Hay pasajes que me recuerdan sospechosamente a la inmensa Pasión de Cristo, de John Debney, pero puede que esto no sean más que imaginaciones mías». Lo que alguna vez debió imaginarse Álvarez es que sabía de lo que hablaba cuando le adjudicaron la sección de bandas sonoras de Miradas de cine porque sus escritos son un auténtico despropósito. Para muestra, otra perla en el mismo número que, si bien no lo parece, se refiere a la crítica de la banda sonora de La huérfana (2009): «Recuerdan a Mike Powell? Fue el tipo que batió el record del mundo de longitud en los Campeonatos del Mundo de Atletismo de Tokio, en 1991, estableciendo una marca de 8,95 cms., cinco más que el mítico registro de Bob Beamon en las Olimpiadas de México 68. Pues bien, Powell jamás volvió a dar un salto parecido; ni se acercó. ¿Casualidad, alineamiento singular e irrepetible de los planetas, una sustancia dopante de procedencia extraterrestre? Quién sabe. El caso es que recuerdo su figura cada vez que escucho una nueva composición de John Ottman». No me resisto a reproducir la introducción de otro comentario (sic) que firma Raúl Álvarez, que no tiene desperdicio: «Se le ve feliz a Danny Elfman musicando al buenrrollismo sesentero del eslogan “paz y amor” del festival de Woodstock; vamos, el sexo, drogas y rock’n'roll de toda la vida pero pasado por el barniz estomagante de aquellos universitarios acomodados tan falsamente rebeldes como puestos hasta las cejas de LSD...» Muchas veces nos preguntamos a santo de qué el prestigio del que gozan ciertos directores, intérpretes o determinadas películas en nuestro país; pues lo mismo vale para publicaciones como la de Miradas de cine desde hace tiempo. Más que un consejo de redacción podríamos interpretar que el consejo de la redacción de Miradas es que se publique cualquier cosa mientras se pueda leer en castellano. Solo de esta forma se entiende que varios se sientan con el suficiente arrojo cómo para situar a la revista digital a un nivel similar a los escritos que se encuentran en publicaciones del calado de ¡Qué me dices!. «¿Sabías que Dario Marianelli es un copiota?» o «¿Sabías que la Esteban se ha operado los pechos?» La verdad, no noto la diferencia. Eso sí, los tropecientos redactores de Miradas de cine, adelante con los faroles y a seguir practicando la omertá... pero de puertas para adentro. Un silencio que contribuirá, me temo, a que, por ejemplo, la música de cine siga siendo considerada la «cenicienta» entre las secciones contenidas en las publicaciones de ámbito cinematográfico, y por consiguiente, cualquier cosa vale para habilitar una sección. Hay que tener vergüenza torera para seguir dando cancha a personajes como Raúl Álvarez con escritos que harían sonrojar incluso al redactor jefe de ¡Qué me dices!. Aunque, en estos casos, para algunos resulte más fácil mirar para otro lado y lanzar los dardos a alguien que se atreve simplemente a mencionar el nombre de Herrmann (al que considero uno de los grandes compositores del siglo XX, vaya por delante) como si hubiera profanado una tumba.

jueves, 5 de noviembre de 2009

DON’T BE DENIED (2008): UN DOCUMENTAL IN-ÉDITO SOBRE NEIL YOUNG

En el marco del Festival In-Inedit, que se celebra entre los días 29 de octubre y 8 de noviembre en Barcelona, asistí a la proyección para el que considero uno de los platos fuertes de esta nueva edición: Don’t Be Denied (2008). Óbviamente, el reclamo de Neil Young paga por sí solo, aunque esta producción de la BBC sea un one hour que podría saber a poco habida cuenta que se trata de una tentativa de sintetizar una obra tan vasta como la del canadiense, incluídos algunos trazos biográficos. Más allá de la posibilidad de recrearme en imágenes inéditas —por ejemplo, las de un granero habilitado para los ensayos de Harvest (1972); Young llevando la voz cantante en la presentación de los Buffalo Springfield en un programa de televisión, etc.—, Don’t Be Denied me ha servido para refrendar, matizar, confrontar posiciones en torno al perfil humano de Neil Young que, una vez terminado el libro, he ido componiendo sobre él mismo.
Damos por sentado que, en función de que una persona haga algo fuera de lo común en el sentido creativo, el calificativo genial suele aflorar. Pero detrás de esta visión se esconde, en muchos casos, una realidad marcada por un capítulo trágico o dramático experimentado en la infancia que alienta a estas mentes ya de por sí privilegiadas hacia un camino creativo del que nunca más se desprenden. En el documental dirigido y escrito por Ben Whalley se soslaya este episodio de la infancia (en su caso, la polio que padeció a los cinco años), como tantos otros que marcaron a fuego una personalidad tan acusada como la de Neil Young —los dos hijos con parálisis cerebral que tuvo de parejas distintas; los ataques de epilepsia que se convirtieron en un calvario durante la época con Buffalo Springfield; el aneurisma sufrido hace un lustro, etc.—. No obstante, el propio Neil Young se encarga de borrar cualquier rastro de hagiografía, mostrándose inmisericorde, a modo de ejemplo, con esas whoden ships con las siglas CSNY que habían ido a la deriva por culpa de ese mar de adulaciones y parabienes que retroalimentaron sus respectivos egos hasta hacerles perder la realidad que tenían ante sus narices... (in)convenientemente cubiertas de polvo blanco... Young lo vio venir y pronto se apartó de quedar sepultado por aquel oleaje que acabaría llevándose por delante al roadie Bruce Berry y a su compañero de la primera etapa de Crazy Horse Danny Whitten. Ambos fueron fuente de inspiración para ese álbum «espectral» capaz de ponernos en trance, Tonight’s the Night (1975) y del que han llovido un sinfín de anécdotas durante e inmediatamente después de su movida grabación. Una de las mismas la relata a cámara Neil Young, haciendo gala de su perculiar sentido del humor color azabache (el mismo que le hace rememorar su encuentro con Charles Manson tiempo antes que éste fuera el inductor de una masacre bien conocida por la historia criminal a escala internacional) cuando pasa revista a las Nights on Black Satin durante la gira celebrada en Inglaterra donde el público salía con la mosca tras la oreja al haber escuchado íntegramente (incluidos hasta dos vises de Hey Hey My My (Into the Black)) el disco Tonight’s the Night y, por tanto, viéndose privados de deleitarse con algunos de los temas de su cosecha anterior al bienio 1973-74. Por aquel entonces, Neil Young ya tenía claro que toda su existencia giraba en torno a la música; una verdad irrefutable a tenor de su imparable actividad profesional, inclusive el periodo más oscuro a nivel familiar que le llevó a apuntar en distintas direcciones (léase estilos), dejando constancia que era y sigue siendo alérgico al encasillamiento. Otro que vivió su particular via crucis en los años ochenta, James Taylor, define en el documental a Neil Young como un auténtico manantial, extraordinariamente prolífico, desprendiéndose de sus frases reflexivas una admiración que parece reafirmarse en el brillo luminoso de sus ojos. Esos ojos celestes que tuvieron el privilegio de contemplar de cerca —como lo hiciera Nils Lofgren, otro de las guest stars que participan en el documental dirigido por Whalley— al genio de Neil Young tanto en la cosecha del 72 como en la del 92. Porque, sin duda, Neil Young es un genio en toda la extensión de la palabra y como tal, no duda en reafirmarse una y otra vez que la música es lo único que verdaderamente le importa en esta vida. Bien sabe Young que esa frase encaja en la forma cómo plantea su documental Whalley, en la que se recogen imágenes desde la etapa de The Squires hasta las de la controvertida gira con CSNY, a propósito de la salida al mercado de Living with War (2006). Ser obstinado como apunta la «S» de CSNY, uno de sus mejores amigos, Stephen Stills, Neil Young aún no deja de mirar hacia delante con el pálpito que aún queda mucho que hacer. En verdad me descubro ante esa capacidad de abstracción del dolor que ha sufrido en sus propias carnes y a su alrededor, y que ha sabido convertir en gemas de la música, además de tener permanentemente en mente que el mejor antídodo para vencer el ego es no dar por bueno nada de lo que has hecho, aún sabiendo que, como en su caso, alcance el valor de lo excepcional. Me sonrío cuando alguien se ufana por haber realizado un par de obritas sin más; entonces pienso en ese imberbe Neil Young de lacia y larga melena que iba a su bola y que no ha dejado de girar. Gracias, Ben por ofrecernos Dont' Be Denied, el que considero uno de los documentales más certeros sobre la figura de Neil Young porque glosa a la perfección la esencia del genio canadiense. Esperemos debatir sobre esto y tantas otras cosas relativas a Neil Young en la presentación del libro publicado por T&B Editores en la Tecla Sala de L’Hospitalet de LL. y en el FNAC de Illa Diagonal los días 3 y 15 de diciembre de 2009, respectivamente. Antes, coincidiendo con 64 aniversario del nacimiento de Neil Young, el libro ya estará en tiendas. Justo un par de años antes, Ben Whalley recibía una llamada del agente de Neil Young que le condujo a cumplir uno de sus sueños. Esperemos que su paso por el In-Edit sea el punto de partida de un largo recorrido en nuestro país para este soberbio documental. Se lo merece.

domingo, 1 de noviembre de 2009

ALEJANDRO «MAGNO» AMENÁBAR: EL PESO DE LA RAZÓN

Reconozco que no me dejo arrastrar fácilmente por la impresión favorable que pueda despertar una opera prima concebida por un cineasta, músico o escritor —por citar algunas disciplinas artísticas— y suelo esperar a futuros trabajos para ponderar la valoración sobre los mismos. He asistido a tantos festejos de diversos sectores de la crítica en la que se ensalzaba a un artista para que después éste, una vez franqueada la barrera de lo novedoso, cayera en la indiferencia, que la prudencia no es mala consejera en estos casos. Por citar algún ejemplo, Coldplay con su álbum de debut parecía erigirse en el grupo renovador de la escena pop-rock británica; aquellos que habían encumbrado a la banda liderada por el carismático Chris Martin no tardaron en «depellejarla» y acusarla de haber quedado reducida a manufacturar temas tan sólo aptos para politonos. Por todo ello, mi interés por el cine de Alejandro Amenábar (1972, Santiago de Chile) resultó un tanto tardío. Al calor de la presentación en sociedad del tercer largometraje de Amenábar, Los otros (2001), la mayoría de reseñas que leí hacían referencia a The Innocents / ¡Suspense! (1961) —uno de los títulos del fantastique por los que profeso verdadera admiración—, y por consiguiente, tenía la guardia bien en alto cuando me decidí a asistir a un doble programa que incluía, además del film de Amenábar, la obra de los hermanos Nolan Memento (2000). Concluida la hora y media larga de duración de Los otros no pude por menos que rendirme a la evidencia del talento de Amenábar, cuyo ejercicio de estilo en modo alguno puede ser catalogado de mimético en relación a la magna producción interpretada por la gran Deborah Kerr, salvo que se desconozca el contenido y el continente de The Innocents. Es lógico que los detractores del cine de Amenábar y de Los otros en particular trataron de sacar argumentos a su favor cuando señalaban que el film no admitía un segundo visionado, como asimismo sucedía con El sexto sentido (1999) y otras producciones de estas características. Pero ese había sido el peaje al aventurarse por un desarrollo narrativo que lo fiaba (casi) todo a su resolución final.
Con esa magnífica muestra de cine ofrecida por Amenábar en Los otros ya me valía para seguir confiando en su pericia e inteligencia a la hora de abordar nuevos retos cinematográficos. Prefiero a aquellos directores que se la juegan, que asumen riesgos y no los que se agarran a una fórmula que les había valido para su debut. Sin ir más lejos, hace unos días se ha estrenado Trash (2009), dirigida por Carles Torras, que es un calco temático —sexo, drogas y música atronadora, of course— de Joves / Jóvenes (2005), el film concebido en sketches que había significado su debut junto a Ramón Térmens. Tres años después del estreno de Los otros nos llegaría Mar adentro (2004), para un servidor una obra maestra aunque sea por una sola razón: la emoción me embargó hasta extremos insospechados. Me quedé con esa impresión y hasta la fecha no he vuelto sobre esta proeza cinematográfica.
Un lustro ha tenido que pasar para que Amenábar regrese al primer plano de actualidad con Ágora (2009), de la que confieso que era de partida la que ofrece la temática que más me atraía de todas las propuestas llevadas a cabo por el cineasta de origen chileno. Como los grandes films, Ágora tiene distintos niveles de lectura que, a partir de un par de visionados (al menos, en mi caso) puedes extraer la verdadera esencia de una obra de la que resulta un tanto aventurado emitir un juicio al cabo de unos minutos de abandonar la oscuridad de la sala. Para todos aquellos que despotrican del cine español por su carácter localista, por contar historias que tan sólo interesan a cuatro, Ágora ofrece un espectáculo equiparable a los mejores trabajos de la industria cinematográfica estadounidense. Pero ya se encarga parte de la crítica para lanzar mierda sobre el que considero el mejor de los nuestros. Una animadversión que puede comportar que Alejandro Amenábar se vaya alejando cada vez más de nuestra penosa realidad cinematográfica, un avispero de víboras que aprovechan incluso la coyuntura del lanzamiento de Ágora para expulsar todo su veneno en forma de cómic. El leit motiv de Mis problemas con Amenábar (2009, Editorial Glénat) (ver enlace) no es otro que hacer un despiadado ajuste de cuentas de Jordi Costa —el autor del guión (sic); los dibujos los hace Darío Adanti— con alguien que le ha debido provocar un trauma por lo visto en sus escasos (des)encuentros suscitados a raíz de una crítica destroyer sobre Tesis (1995) publicada en Fotogramas. Una de tantas revistas en las que ha colaborado este apólogo del freakismo y que actualmente se reparte las críticas de cine en El País con el inefable Carlos Boyero. Claro que para Costa la publicación de Mis problemas con Amenábar le gustaría que asimismo fuera un ajuste de cuentas... bancarias con el sujeto al que vapulea a su libre albedrío. A buen seguro, no le caerá esa breva a Jordi Costa porque mientras este cómic será una simple pataleta (encuadernada, eso sí) que hará las gracias de los amigos de lo freakie (un eufemismo con lo que antaño se refería uno al mal gusto), Ágora permanecerá como una obra intemporal de una calidad superlativa. Esta, cuanto menos, es mi perspectiva en torno al quinto largometraje del artífice de Abre los ojos. Sin duda, de entre todos los directores españoles de la actualidad, Amenábar me parece un gigante.