martes, 31 de marzo de 2009

JAKE ANDERSON ESTÁ TRISTE: EL ADIÓS A MAURICE JARRE (1924-2009)

Recientemente, había tenido ocasión de repescar por televisión ...Y que le gusten los perros (2005), un título que me situaba frente a la pequeña pantalla gracias a una actriz que tengo en un pedestal —Diane Lane— y un actor —John Cusack— que hace de su inexpresividad o contención gestual uno de sus principales atributos/atractivos. Jake Anderson, el personaje que encarna el menor de los hermanos Cusack, tiene como debilidad ver una y otra vez Doctor Zhivago (1965). No se cansa nunca de contemplar aquella secuencia con un paisaje nevado en el que el leit motiv musical nos indica que Zhivago no ha podido olvidar a Lara (Julie Christie). Al igual que infinidad de personas, el primer impulso que me produjo interesarme por Maurice Jarre había sido ese delicado tema de Lara, puntuado por el sonido de la balalaika —instrumento oriundo de Rusia— y que acompaña a unas imágenes de una plasticidad y elegancia difíciles de igualar en la gran pantalla merced al magisterio de Sir David Lean y el cuerpo de técnicos que trabajaron a sus órdenes. Lean, según confesión del propio Jarre, no dio por bueno el tema de amor que quería repercutir sobre el personaje de Lara hasta la cuarta tentativa del compositor galo. Desde este prisma de exigencia al que el cineasta británico sometía a sus compositores, se puede entender el porqué Maurice Jarre no tuvo demasiadas oportunidades a lo largo de su dilatada carrera cinematográfica de situarse en la frontera de lo sublime, como si hizo con Lawrence de Arabia (1962), La hija de Ryan (1970) o la misma Doctor Zhivago. En un peldaño por debajo se situaría, entre otras muchas, según mi gusto, Gorilas en la niebla (1988), el primer CD de música de cine que adquirí años a.
Tan sólo por este rosario de trabajos en coalición con Lean y Michael Apted (un director que suele destacar el apartado musical de sus películas), Maurice Jarre merece un lugar de honor entre los compositores de su tiempo. Pero por diversos factores, el malogrado Jarre tuvo una caída en vertical en los noventa, perdiendo prestigio, a cada año vencido en su «década horribilis», en un vaivén de producciones que todas ellas parecían cojear del mismo pie: una mala elección de compositor o de la música escrita por éste. Maurice Jarre empezó siendo una de las bazas del director al principio de un determinado proyecto, pero al final su nombre brillaba por su ausencia en los créditos. La situación a la inversa también se dio. Al volver sobre el recuerdo que guardo de él en la corta distancia, con motivo de la rueda de prensa previa a una serie de conciertos que ofreció en la sala gran de l’Auditori de Barcelona, quizás esa mirada un tanto triste que percibí en su rostro se debía a unos años acumulando sinsabores en un medio que él había contribuido a la mítica cinematográfica con su trabajo para directores del fuste del citado Lean, Luchino Visconti (La caída de los dioses), Volker Schlöndorff (El tambor de hojalata) o Luis G. Berlanga (Tamaño natural), entre otros. Una tristeza, sin embargo, afectada de una cierta ironía cuando dijo veladamente que el motivo que hubiera participado en tantas producciones —unas ciento treinta, descontando cortos y películas/series para televisión— era que tenía que satisfacer el peaje de los tres divorcios que había ido acumulando. En contraprestación, ellas le habían inspirado para crear sus melodías. Pero ninguna valdría su peso en oro como la que escuchamos cuando visualizamos esa exultante belleza de cabellera rubia llamada Julie Christie que luce un vestigo rojo, a juego con una gargantilla, sobre un fondo histórico que remite a la época previa, durante y posterior a la Revolución rusa. Jake Anderson, al conocer la noticia del deceso de Maurice Jarre, volverá a dejar envolver sus oídos con la majestuosa música de Doctor Zhivago. Pero somos muchos los «Jakes» (nombre ambivalente) que seguimos dando gracias a Maurice Jarre por haber puesto su talento e inspiración al servicio de algunos de los versos cinematográficos más bellos que se han dado en la historia del cine. Descanse en paz, Monsieur Jarre.

sábado, 28 de marzo de 2009

THIS IS THE LIFE de AMY MacDONALD

Durante mi estancia en Escocia en la primavera de hace un par de años, algunos de los habitantes de la tierra de Haldane ya debían tener constancia de que una de sus paisanas estaba a punto de sacar al mercado su álbum de debut. Veinte primaveras alumbraban a Amy MacDonald por aquel entonces, dispuesta a que su primera grabación en estudio, This Is the Life (2007), no pasara desapercibida y, sobre todo, que no decepcionara a aquellos que habían confiado en ella. Habituada en sus años de adolescencia y parte de su juventud a foguearse con covers, de los cuales destaca una versión del Everybody Hurts de R. E. M. –asismismo puesto en solfa por las bellezas irlandesas de The Corrs (sorry, Jim)—, MacDonald daría un paso al frente al rodearse de un reducido grupo de músicos y lanzarse al ruedo con una obra firmada de su voz y letra.
This Is the Life dista de ser una pieza musical que convoque al aplauso unánime o deje un agradable regusto en el paladar de los buscadores incesantes de rarezas en el debe de recién llegados al «Planeta del pop-rock». Con tan sólo un CD en el mercado parece demasiado prematuro aventurarse por la suerte que pueda correr la compositora y cantante de Glasgow, pero canciones como Footballer’s Wife impulsan a creer que sus letras no se quedan en la mera epidermis del mainstream más trillado, dejando filtrar una notas críticas para quienes ejercen el oficio de esposas de astros del balompié. Imagino a las compañeras de clase de Amy suspirando por llegar algún día a tocar el cielo en compañía de un «príncipe» del balón como David Beckham o Alan Shearer mientras ésta iba maquinando el contenido de las canciones que algún día tocaría en el —T (en honor de una marca de cerveza, la Tennent: bebida oficial obliga) in the Park, macrofestival que se celebra anualmente en Escocia— aunque fuera como telonera de sus admirados Travis. MacDonald rezuma el vitalismo que prende en los discos compactos de K. T. Tunstall —a la que ya me he referido en un anterior post—, a ritmo de guitarras que parecen dialogar, ora con un toque acústico ora con un desgarro eléctrico que deja en un segundo plano el aparato de percusión.
Con la irrupción en el panorama musical de Amy MacDonald celebramos el desembarco de una nueva voz femenina —ya son legión— que parece tener cosas que decir a través de unas letras invadidas por la sinceridad, que no rehuyen el sentido de pertenencia a una generación —Youth of Today, cuya inocencia parece haberse perdido en un suspiro sacudida por el viento de una realidad demoledora—, pero que al mismo tiempo toma conciencia que la música te puede quitar tanto como dar. Y si no que se lo pregunten a Pete Doherty, ídolo musical (de barro) que MacDonald recuerda en Poison Prince. Diez canciones, por tanto, que atesoran suficientes indicios para pensar que Amy MacDonald se unirá pronto a ese privilegiado ramillete de damas, caso de la citada Tunstall o Katie Melua, que toman el relevo generacional de las Natalie Merchant, Sheryl Crow, Sarah McLachlan y Cia, artífices de la mayor revolución que ha experimentado la música en el último cuarto de siglo. Y digo Música porque en esto, como en tantos otros aspectos de la cultura y de la vida, existe mucho ruido... pero pocas nueces.

miércoles, 25 de marzo de 2009

UNIVERSO BALLARDIANO

A raíz de los atentados del 11-S el Pentágono decidió crear una unidad de prevención de futuros ataques terroristas después de que las medidas adoptadas hasta entonces fallaran de forma estrepitosa, servicios de Inteligencia (sic) incluidos. Atendiendo a la tradición cinematográfica de los Estados Unidos no debió sorprender en demasía que la unidad de nuevo cuño reclutara a diversos guionistas y escritores de postín y que, en una especie de brain storming, empezaran a elucubrar sobre las formas más inverosímiles de acciones terroristas que se pudieran dar. De todos ellos, el más escuchado presumiblemente fuera Lawrence Wright, cuya historia que él mismo guionizó, The SiegeEstado de sitio (1998)— anticipaba, en parte, lo que ocurrió al estrellarse dos aviones con carga de pasajeros sobre las torres gemelas. Pero si hay algo que tienen en común los escritores de ciencia-ficción de la segunda mitad del siglo XX y lo que llevamos del presente es que aciertan menos en los pronósticos que ciertos «gurús» de la economía (algunos de ellos con cartera de ministro). Claro que este no es el objetivo final de los escritores en la materia, ya que la inspiración no siempre va o debe ir acompañada de certezas inviolables de lo que ocurrirá en los próximos decenios, centurias o milenios. De todas las novelas publicadas —se deben contar por miles en el caso de los Estados Unidos— tan sólo una acertó en describir lo que en la actualidad conocemos como internet, y la idea de la televisión de plasma, por citar un aparato asimismo de uso común hoy en día, únicamente había sido imaginado y transferido al papel por Ray Bradbury en su Fahrenheit 451 (1954) con varios lustros de antelación. Algunos años más joven que Bradbury, Jim Graham Ballard, de la relación de escritores y guionistas que han trascendido en la convocatoria del Pentágono, sería la ausencia más notable por cuanto ha sido el que ha dibujado un paisaje futurista más cercano a la realidad de nuestros días. El terrorismo se integra en este universo desolador que describe en sus últimas novelas —Milenio negro (2004), Bienvenidos a Metro-Centre (2008), ambas editadas por Minotauro—, pero no es sobre la base del conocimiento de datos que se barajan, al medio o largo plazo, relativos a la esperanza de vida o la superpoblación (el tema predilecto de otro peso pesado de la anticipación contemporánea: Harry Harrison) los que facultan al escritor británico para construir sus narraciones en tiempo presente o futuro; Ballard hace uso de su impresionante capacidad de observación para captar los movimientos de las placas tectónicas de nuestra sociedad pertrechada en un consumismo feroz y un individualismo que raya el paroxismo. Tarde o temprano, razona Ballard, esas placas colisionan y provocan movimientos sísmicos, algunos imperceptibles pero otros capaces de provocar auténticas fracturas en el orden moral y material. Leyendo a Ballard entenderemos de qué va este mundo, en una visión que está lejos de ser tachada de apocalíptica sino más bien de reproducir una realidad certera. La noticia reproducida en los medios de comunicación hace pocos días, en la que un grupo de trabajadores de una planta de la multinacional Sony en el sudoeste de Francia habían secuestrado a altos directivos de la corporación con la intención de reclamar mejoras salariales responde perfectamente a lo que podría leerse en una de las novelas creadas por Ballard, que convierte de la noche a la mañana empleados de la rama de la tecnología en secuestradores de sus propios jefes. Evaluados por la población con un punto o dos en la «escala Richter», es decir, que pasan de largo al oído y a la vista de los mortales, estos seísmos de baja intensidad son los que han ido ganando terreno para acabar conformando un paisaje típicamente ballardiano. Leer a Jim Graham Ballard representa, pues, a mi modesto entender, la guía más práctica y certera del usuario (ciudadano) para el nuevo milenio.

sábado, 21 de marzo de 2009

FREEDOM OF SPEECH: CSNY DÉJÀ VU

De las múltiples ramificaciones que brotan del «tronco» de ese «arbol» de la música llamado Neil Young, una de las que se sitúa más próxima a la «raíz» deviene Crosby Stills Nash & Young, asimismo conocido por las siglas CSNY. Según los expertos en «neilyoungología», los primeros brotes que acabarían en una «rama» un tanto quebradiza pero que ha superado con nota las embestidas del tiempo, datan de 1969, cuando, a partir de una sugerencia del recientemente fallecido Ahmet Ertegün —capitoste de Atlantic Records, del que me ocuparé en un posterior post—, la «santísima trinidad» formada por David Crosby (ex The Byrds), Stephen Stills y Graham Nash (ex The Hollies) dieron el visto bueno a la entrada de Young con visos de formularse en una superbanda. De aquella experiencia creativa surgiría, muchos años más tarde, una reflexión en voz alta a cargo de Crosby para un documental titulado Las siete edades del rock, emitido por estos pagos en el segundo canal de la televisión autonómica catalana. El más veterano del cuarteto se refirió a la entrada de Neil Young con un cierto sentimiento de resignación: «Enseguida nos dimos cuenta que era el mejor de todos nosotros. Crosby Stills & Nash ya no sería lo mismo». Mala compañía la de Neil Young para saberse que eso duraría una eternidad. En 1977 el canadiense decidió batirse en retirada y buscar su propia explosión creativa en una carrera en solitario que no estaba dispuesto a descuidar tras el impacto que causó entre la audiencia Harvest (1972). Después de una siembra de varios años la cosecha de aquel año se tradujo en un triple álbum —doble, a efectos de CD— recopilatorio, Decade (1977), que sigue ocupando un lugar de honor, para el que suscribe, entre la vasta discografía de Neil Young. Una obra que hacía un barrido musical por un periodo de vértigo creativo, compilando algunas de las canciones que había coescrito en el seno de los Buffalo Springfield, primer meeting point con Stephen Stills.
La cumbre de los Crosby, Stills Nash & Young se dio con Déjà vu (1970), emblemático álbum del que el próximo año se cumplirá su cuarenta aniversario. Al amparo de esta expresión francesa que ha sido asimilada por otras lenguas como propia, el multidisciplinar artista canadiense convocaría a sus viejos compinches para el tour Freedom of Speech, celebrado en 2006, a rebujo de la edición del enésimo compacto firmado en solitario por Neil Young, Living with War (2006). Presentada en la Berlinale de 2008 con fastos de estreno, CSNY Déjà vu (2008) pasó un tanto de hurtadillas por el certámen alemán —ensombrecido por sus «satánicas majestades» que presentaban Shine a Light (2008) con la rúbrica tras las cámaras de Martin Scorsese—, pero nada comparable con su estreno casi en régimen de clandestinidad por algún que otro cine de las principales ciudades de nuestro país. Un déficit que podría repararse, en cierta medida, con la reciente edición del DVD, en el debe del sello Avalon (Ir a enlace página web), que además incorpora material adicional en forma de una amplia gama de vídeoclips de la canciones más significativas de Living with War. Parapetado en su disfraz de realizador a tiempo (muy) parcial, el de Bernard Shakey, Young ofrece un trabajo exquisitamente equilibrado en lo visual, que contrasta con los ánimos un tanto encendidos/incendiarios de parte del público asistente a los conciertos de la gira, que parecían no salir de su asombro: creían que les habían dado gato por libre y, en lugar de recrearse en las canciones de aquella superbanda cuyos LP’s habían adornado las estanterías de sus habitaciones en sus años mozos, se encontraban en medio del «fuego enemigo» ideológico, al lanzar los CSNY toda su munición sobre George Bush Jr. & Friends. De puertas a dentro, Neil Young ejerce del supremo sacerdote de una «dictadura benevolente» —así lo define Mike Cerre, el veterano reportero que hace las funciones de narrador— como son los CSNY, pero cara al exterior, aquella que se traduce en imágenes que dan entidad al documental de marras, prevalece lo democrático. Opiniones para todos los gustos se expresan ante las cámaras, pero también en los titulares de prensa y radio que se sobreimpresionan a las imágenes y que van marcando la pauta diaria de un tour con parada y fonda por distintos estados de la América profunda, atravesando túneles del tiempo que indefectiblemente provocan una sensación de déjà vu. Allí está el tema Ohio para dar fe que, tras lo arbitrario de la Guerra de Iraq, la lucha continúa y que aún quedan muchos muros por derribar, aquellos que no dejan ver la vergüenza de algunos políticos capaces de mentir para salirse con la suya. A Young & Cia, fogueados en la canción protesta desde los tiempos de Woodstock, difícilmente unos cuantos improperios o abucheos les taparán la boca. Su resistencia, también es la de un servidor. Celebremos, pues, en DVD este retorno de los CSNY de la mano del doctor Jekyll (Young) and Mr. Hyde (Shakey), a quien pronto veremos y escucharemos el 30 y el 31 de mayo en el recinto del Fórum de Barcelona y en el nuevo estadio de Anoeta de San Sebastián, respectivamente. Dos ciudades que ofrecen una cara al mar y, por consiguiente, no deben faltar todos los amigos playeros para (re)encontrarse con el tío Neil. El acontecimiento musical del año (suspiro).

miércoles, 18 de marzo de 2009

EL NOI DE SANTPEDOR

Situada al norte de la comarca del Bages, en la Catalunya central, Santpedor —tierra consagrada a la agricultura y a la industria con diferentes ramificaciones— vio nacer a Josep Guardiola. En tiempos de crecimiento demográfico del municipio, Guardiola pasaba por ser uno más entre unos tres mil habitantes censados en Santpedor. Pero aquella temprana afición por el fútbol, el deporte con poder de «socializar» a toda una comunidad, daría paso a despuntar en las secciones infantiles del FC Barcelona. Su progresión fue meteórica hasta el extremo de consagrarse en el primer equipo. Miembro del dream team con una visión privilegiada del juego, Pep Guardiola fue un espejo en el que mirarse para tantos chavales que querían ver cumplido un sueño, como en su día lo había logrado el moreno jugador natural de la comarca del Bages.
Para todos los que seguimos y hemos seguido la actividad blaugrana –eso sí, sin enmienda a una obsesión desbocada que haga de nuestras casas un minimuseo con cortinas que combinan el azul y grana, o vajillas con escudos adosados—, vimos dibujar una línea descendente en el tramo final de la carrera futbolística de Guardiola, salpicada por gratuitas acusaciones y una serie de lesiones que le dejaron en el dique seco durante mucho más tiempo del deseado. Después de su posible marcha al AC Milan —«Benito» Berlusconi mandaba y mucho, por aquel entonces, en el club rojinegro—, la imagen de Pep Guardiola retirándose con la camiseta del Barça, tan soñada por los aficionados en gratitud a las tardes de gloria que nos había brindado, no llegaría a cumplirse. El tiempo parece borrar tantas cosas de nuestra frágil memoria que no parece que demos crédito a la salida por la puerta de atrás del club de Pep Guardiola, buscando su particular redención en el Brescia italiano para luego desembocar en un equipo del Golfo Pérsico. En este periplo por tierras transalpinas y asiáticas vivió su particular travesía por el desierto aquel centrocampista que parecía colocarse en la previa de cada partido un guante en lugar de una bota.
La vuelta del «hijo pródigo» no ha podido ser más celebrada en el entorno blaugrana. Repitiendo la misma celeridad con la que dinamitó tantos pronósticos en su tránsito de la adolescencia a la juventud, Pep Guardiola dejaría el banquillo del Barça B por el del primer equipo. Él era el «plan B» de Txiki Beguiristáin por si Frank Rijkaard (un señor, todo hay que decirlo), en su pugna por intentar domar en vano un vestuario gobernado por la anarquía, acababa claudicando. Algunos se permitieron acusar al presidente Jan Laporta de dejar en manos inexpertas las riendas del equipo. El entrenador Juanma Lillo, que había sonado en la quiniela por ocupar el banquillo de algún presidenciable con pedigree en el campo de la publicidad, salió al paso y dijo que «Pep lleva más de veinte años siendo entrenador». Según el razonamiento de Lillo, Pep ya mandaba en el campo y en la actualidad lo hace en el banquillo y, sobre todo, en el campo de entrenamiento donde se empiezan a forjar las victorias... o las derrotas. La inteligencia y el seny son valores consustanciales a Pep, quien lleva camino de completar una temporada que ni los más viejos del lugar creían que se podría dar en tan corto espacio de tiempo. La clave de este remozado Barça se llama Pep Guardiola en la aplicación de un sentido común que es patrimonio de las personas inteligentes, capaces de rodearse de aquellos que también lo son. Además, en su modestia radica buena parte de la grandeza de alguien que atravesó por momentos complicados pero que supo levantarse. Y ahora, esperemos, que levante las copas suficientes para que quizás dentro de muchos años Santpedor figure en el plan de visitas obligadas previo a la subida a la Montaña Mágica, no la imaginada por Thomas Mann, sino la que acoge a un símbolo del nacionalismo catalán y que, desde las alturas de la misma se puede divisar la pequeña villa de Sandpedor que alumbró en su día al hombre que ha devuelto la ilusión a las gradas del Camp Nou. Esperemos que sea el Sir Alex Ferguson blaugrana. Por edad no será y por méritos, mucho menos. Gràcies, Pep.

sábado, 14 de marzo de 2009

GUDRUN ENSSLIN (1940-1977): TERRORISTA CON HERENCIA HEGELIANA

A decir de los expertos en Historia de la Filosofía, la herencia del pensamiento de Georg Wilhelm Frederick Hegel (1770-1831) se dejó sentir sobre todo a partir del siglo XX impregnando, entre otras corrientes, la doctrina marxista. Seguramente, tan doctas personas no han tenido en mente la otra «herencia hegeliana», la de Gudrun Ensslin, terrorista a sueldo de la banda Baader-Meinhof, que contribuyó a fundar a finales de los años sesenta. El estreno de RAF: Facción del Ejército Rojo (2008), dirigida por el veterano Uli Edel, me ha vuelto a poner sobre la senda de una banda terrorista alemana de la que relativamente se sabe poco por estos lares y de la que tenía un conocimiento un tanto difuso. La lógica señala que (Andreas)Baader y Ulriche(Meinhof) fueran las puntas de lanza de un grupo terrorista con sesgo ideológico de extrema izquierda (ya se sabe que los extremos acaban tocándose), pero en realidad, a la luz de lo que narra el film realizado y (co)guionizado por Edel, emerge la figura de la rubia Gudrun Ensslin, entre cuyos antepasados se sitúa el honorable Hegel. Como suele ser norma de la casa con personalidades que acaban apartándose de la esencia del razonamiento humano y humanista, Gudrun se mostró resuelta a negar la mayor a su progenitor, Helmut Ensslin, Pastor de la Iglesia Evangélica de Alemania, contraviniéndolo a toda hora hasta que decidió volar por su cuenta y riesgo. Lo hizo al alcanzar la mayoría de edad, al cabo de pasar una breve temporada en Pennsilvania. A renglón seguido, entró en contacto con Ulrike Meinhof y Horst Mahler en ambientes universitarios, moldeando un pensamiento que iría abrazando causas sociales que demandaban, a su juicio, un compromiso activo. Del pensamiento a las armas no transcurrió demasiado tiempo al aparecer en escena Andreas Baader, del que Gudrun pasaría a ser su pareja oficial, aunque la promiscuidad no estaba vedada en aquellos tiempos de revolución sexual.
Muchas de las militantes de ETA y de las Brigadas Rojas que cobraron protagonismo en sus respectivas formaciones terroristas, debieron tomar a Gudrun como un referente por lo que concierne a la renuncia de tantas cosas por la lucha armada. Resulta extraño y, al mismo desalentador como una mujer con una cabeza brillante —sus calificaciones se situaban en el excelente—, un esposo y una hija de corta edad fuera capaz de dejarse llevar por el caudal de un río de color rojo que invariablemente desemboca en un mar muerto. Cumpliendo esa vida media (operativa) que se suele atribuir a los integrantes de ETA, Gudrun Ensslin estuvo en activo un lustro. Tiempo, eso sí, suficiente para ser una especie de «Chacal» dentro de la Baader-Meinhof, cambiando constantamente de imagen por el temor que pudiera ser atrapada por la Polize en cualquier esquina y correr la misma suerte que sus compañeros. Así sucedió en junio de 1972, a las puertas de celebrarse en Munich las Olimpiadas que tristemente pasarían a la historia por el atentado a la delegación israelí en la villa olímpica a cargo de activistas palestinos. Se cumplía el Quid pro quo. La Baader-Meirhof obtuvo formación terrorista en suelo jordano merced al apoyo logístico y económico prestado por facciones de Al Fatah y cuando la cúpula de la banda germana acabó con sus huesos en la cárcel, activistas palestinos sobrevolaban el cielo muniqués con un objetivo bien marcado.
Otro ciclo evaluado en un lustro y todo terminaría. A medida que Ulriche Meinhof empezaba a evidenciar un deterioro fisico psísquico —producto de su confinamiento en una celda sin otra ventana que su triste realidad, pero también de su aflicción por haber abandonado a la suerte paterna a sus gemelas—, Ensslin fortalecía el gesto y se erigía, junto a Baader y Jan-Carl Raspe, en los portavoces de una causa perdida. Una causa perdida manchada de sangre. La banda que se había dedicado a poner bombas y al robo a mano armada a entidades bancarias para autofinanciarse certificaría su acta de defunción el 18 de octubre de 1977 cuando Ensslin, Baader y compañía —Meinhoff había expirado un año antes— yacían en sus respectivas celdas con los cuerpos sin vida. Se habló de suicidio o de crimen policial, según soplara el viento. Pero lo cierto es que una leve brisa marina parecía tomar el relevo en las dos Alemanias a aquella turbulenta tempestad que quiso erigirse en una voz contestataria que proclamara a los cuatro vientos la injusticia social que padecían países preferentemente del hemisferio sur. Ensslin, como sus correligionarios, equivocaron los medios y de lo que hubiera podido ser una mujer conocida por sus ideas y que hubiera merecido el honor de situarse como una digna descendiente de Hegel, se fue a la tumba sin conocer a sus hijas adolescentes, y con un reguero de muertos y heridos a sus espaldas. Al respecto, Margarethe Von Trotta, que se había acercado al retrato de las hermanas Esslin (con una enmienda a la libertad creativa) en Las hermanas alemanas (1981), hubiera podido substituir el nombre y apellidos de su presumiblemente más célebre película —rodada con la colaboración de su entonces marido Volker Schlöndorff— y dar lugar a El honor perdido de... Gudrun Esslin.

jueves, 12 de marzo de 2009

HORTON FOOTE (1916-2009): EN LA MUERTE DE UN «RUISEÑOR» DE LAS LETRAS

Alrededor de Matar un ruiseñor (1962) se ha generado una especie de mitología en la que concurren distintas consideraciones. Pero a la luz de lo que ha sucedido con algunos de los componentes del equipo técnico-artístico del film en los últimos años podríamos hablar de una cierta «maldición». La «veda» se abriría a finales de la pasada centuria con el fallecimiento de John Megna (que compone el personaje de Dill) y, a partir de entonces, no ha cesado el goteo de muertos: por orden (ne)cro(no)lógico, los actores Brock Peters y Gregory Peck (el inolvidable abogado Atticus Finch); el productor Alan J. Pakula; el compositor Elmer Bernstein; el director Robert Mulligan y, desde el pasado 4 de marzo, el guionista Horton Foote. Bien es cierto que, salvo Megna y Pakula, todos ellos habían alcanzado los ochenta años y el triste desenlace parecía llamar a la puerta de un momento (=año) a otro. En cualquier caso, cada uno de éstos contribuyeron a forjar un clásico que el paso del tiempo no ha dejado mácula alguna en los centenares de metros de celuloide que recorren la película basada en la novela homónima de «Nelle» Harper Lee, quien cobra vida en pantalla, por partida doble, a través de Catherine Keener y Sandra Bullock en Truman Capote (2005) e Historia de un crimen (2006), respectivamente. Ambas producciones vistas recientemente hacen hincapié en la relación personal que mantuvieron a lo largo de los años Truman Capote y Harper Lee, quienes se conocieron durante la adolescencia y trazaron caminos en paralelo en el mundo de las letras. Capote, a buen seguro, hubiera sido una opción natural para escribir el guión de Matar un ruiseñor —máxime cuando se mostró satisfecho con lo que había logrado al adaptar Otra vuelta de tuerca de Henry James—, pero los productores prefirieron inclinarse por Horton Foote. A este trabajo Foote debe el conocimiento entre la cinefilia, pero su contribución va mucho más allá, habiendo desarrollado una actividad teatral de extraordinario peso en el contexto de las artes escénicas desde los años cincuenta hasta la fecha. Me excuso ante una posible incorrección, pero la que presumible sea la única entrevista transcrita al castellano y publicada en papel en nuestro país (dejo al margen las ediciones de revistas teatrales), en Backstroy 3: conversaciones con guionistas de los años 60 (2003, Plot Ediciones), Horton Foote expresa su lealtad a producciones de corte independiente en las que se sentía especialmente cómodo. Hay algo de talismán en Foote —su amigo Robert Duvall (Gracias y favores), el mencionado Peck y Genevive Page (Regreso a Bountiful) alzaron sendos Oscar a partir de los guiones que él escribió—, pero en el reverso de la moneda se sitúa con La jauría humana (1966) y La noche deseada (1967) que, por distintos motivos, apenas conservan unas páginas de diálogos concebidos por este «hijo pródigo» de su localidad natal, Wharton, en el corazón de Tejas. A este vasto estado del sur de los Estados Unidos, Foote ha dedicado la mayor parte de sus esfuerzos literarios y la confección de numerosas piezas teatrales representadas con suerte dispar en distintas plazas preferentemente de su país. Fuera de los Estados Unidos, su legado teatral ha quedado un tanto en la sombra. Intuyo que se debe a la naturaleza de unas piezas que exploran la idiosincrasia de una zona muy particular de Norteamérica, arraigada en los valores tradicionales y tocadas de un cierto conservadurismo. Foote hizo un prodigio de guión con Matar un ruiseñor, animado por las observaciones de un productor culto como Pakula –suya fue la idea de dividir la historia por las estaciones del año, marcando de esta forma la evolución de los personajes infantiles (en especial, Scout/Mary Badham, hermana del director John Badham)— y con la presunción que ese sería el primer trabajo de enjundia de una larga relación de trabajos para el medio que estarían por llegar. Pero no fue así; la notable La última tentativa (1965), con un equipo técnico similar, tomaba como punto de partida su propia pieza teatral Travelling Lady, fracasó en su recorrido comercial. Transcurridos varios lustros de «sequía» cinematográfica —a excepción de puntales largometrajes, caso de Tomorrow, adaptación de su propio texto y con Duvall asumiendo, según su juicio, uno de los mejores papeles de su carrera—, sus escritos Gracias y favores y Regreso a Bountiful obtuvieron luz verde para ser traspasadas a la gran pantalla. Un nuevo y último pico de celebridad que dejó paso a un paulatino olvido, llegando hasta el punto de desaparecer una temporada pero sin abandonar el don que le había llevado a aparcar sus aspiraciones de hacerse un nombre en el campo de la interpretación. Tamara Daykarhanova, discípula de Stanislavsky, le abrió los ojos en los años cuarenta y los ha mantenido así hasta que expiró hace unos días. Estoy convencido que su obra, tarde o temprano, traspasará fronteras y algún día veremos representada parcial o toralmente su «Ciclo del Orfanato», compuesta por nada menos que nueve obras. Por esa dedicación sostenida a lo largo de muchos años hubiera querido ser recordado y/o admirado Foote, pero el tiempo quizás reparará este defecto de forma y le situará como un nombre fundamental del teatro moderno, a la par que le seguirá recordando por su contribución en Matar un ruiseñor, Gracias y favores (1982) y Regreso a Bountiful (1985), en especial por los respectivos trabajos interpretativos, en una clara muestra que sabía explorar como pocos dramaturgos en el alma del actor. Merced a su experiencia, él conocía demasiado bien el material que ayuda a esculpir a un intérprete, en el que no está exento los miedos y temores. Descanse en paz, Mr. Foote.

martes, 10 de marzo de 2009

STANLEY KUBRICK: DIEZ AÑOS DESPUÉS

Recuerdo con una extraordinaria nitidez hace justo diez años cuando me comunicaron por teléfono (no barnizado con tonos rojizos sino de color marfil) que Stanley Kubrick (1928-1999) había muerto. Lo hizo mi amigo Tomás Fernández Valentí, una tarde de domingo. Me quedé estupefacto. Por aquel entonces, trabajaba en una monografía sobre el cineasta neoyorquino (editada en noviembre de ese mismo año dentro de la serie Mayor de Dirigido por...), quizás como culminación de todo un largo proceso de asimilación de una obra que me cautivó desde temprana edad. Pocas veces suelo repetir el visionado de una película salvo que tenga un recuerdo borroso y/o lejano de la misma. Pero con los films de Stanley Kubrick no me ocurre. Alcnacé los veintitantos años con los «deberes hechos», enfrentándome al visionado de sus películas por duplicado e incluso triplicado en el caso de 2001: una odisea del espacio (1968). Al cabo, he llegado a la conclusión de que si hubiese tenido ínfulas de director, Kubrick encabezaría mi ránking de cineastas a tener muy presente simplemente porque los temas que abordó y cómo los abordó nace de una percepción del hombre que comparto a pies juntillas. Por mucho que cambie el marco, la sociedad, el hombre sigue siendo ese «noble salvaje», un individuo que lleva adormecida la «bestia» y que, de repente, es capaz de exhibir una violencia primitiva hasta límites insospechados. Kubrick se dedicó en cuerpo y alma al cine; al adentrarme en el conocimiento de su obra pensé que había un punto de inhumano en su forma de querer alcanzar unas cotas, unos niveles creativos difícilmente igualables por alguien de nuestra especie. Pero eso se debió a que Kubrick tan sólo tenía el propósito de alcanzar la perfección por un camino angosto, lleno de recovecos, en lugar de trazar un itinerario más directo al que sí tuvieron o han tenido colegas como Sir Charles Chaplin, David Lynch u Orson Welles a través de la genialidad. A su manera, Kubrick fue un genio; alguien que se nutría del talento ajeno, un auténtico «chupador de cerebros» —en acertada definición de Adrienne Corri, la vieja dama atacada por los drugos en La naranja mecánica (1971)—, quien mientras escrutaba con su mirada gatuna se sentía capaz de obtener/reciclar la información que precisaba para sus intereses.
Han pasado diez años desde esa fatídica fecha, pero mi percepción sobre el cine de Kubrick no ha variado un ápice. Presumiblemente, pueda hablarse que en este periodo se ha producido un cierto olvido sobre su figura porque la cinefilia suele demandar, año sí y año también un nuevo tothem al que venerar y rendir pleitesía, buscando herederos por todas latitudes de directores con mayúsculas que ennoblecieron el arte de hacer películas. Uno de los actos que más lamento no haber podido asistir el año pasado devino la master class que Douglas Trumbull, Christiane Kubrick —la viuda de Stanley—, y su hermano Jan Harlan —a la sazón productor ejecutivo de sus últimos films y de A. I. (Inteligencia Artificial) (2001)— presentaron en la 41 edición del Festival Internacional de Cine de Sitges. En un gesto de gratitud sin límites, todos ellos se han pestado a honrar la memoria de Stanley Kubrick con un legado cinematográfico que no tiene rival, a mi juicio, en la segunda mitad del siglo XX. Me emociono cada vez que contemplo los planos finales de Senderos de gloria (1957), con el vivo recuerdo del impacto que representó para mí su tardío estreno —tras treinta años de privación en el estado español— en un cine ya desaparecido del Paseo de Gracia; reconocí desde el primer pase al que asistí de Barry Lyndon (1975) esa obra de arte que sigue prevaleciendo por los tiempos en mi conciencia... y así podría proseguir con la mayoría de sus producciones. En la medida de lo posible, mi afán divulgador sobre el cine trazará caminos en paralelo con la obra de Stanley Kubrick, uno de los directores que me han ayudado, como pocos, a amar el Séptimo Arte.

sábado, 7 de marzo de 2009

NATALIE MERCHANT, EN RETROSPECTIVA

A costa de Two Thousand Maniacs (1964) del inefable Herschel Gordon Lewis, se creó, amén de una larga lista de productos de imitación igualmente circunscritos a la serie B de terror, un fanzine de ámbito peninsular de idéntico nombre. Pero la impronta de esta cult movie traspasaría fronteras artísticas y, a principios de los años ochenta, una banda de jóvenes de Jamestown, del estado de Nueva York, multiplicaron por cinco la nómina de maníacos con el fin de debutar en locales minoritarios bajo la denominación de origen lewisiano 10,000 Maniacs. La empresa salió a pedir de boca y pronto se encaramaron en los primeros lugares de las listas de singles que llevaran la rúbrica de un grupo alternativo del pop-rock. Convertidos en sexteto, 10,000 Maniacs dejaba entrever el poder vocal de la única fémina del grupo, Natalie Merchant (1963), quien pese a su juventud ya había experimentado con todo tipo de drogas y pasado un mal trago por culpa del alcoholismo. Con la salida del grupo de su cofundador, John Lombardo, el éxito no remitió hasta abrazar el cambio de decenio, ya con los egos un tanto subidos que hicieron descabalgar a Merchant de un proyecto que ella había creado. El prematuro fallecimiento del bajista Robert Buck contribuyó a la desbandada de los 10,000 Maniacs.
A partir de las primeras estribaciones de los noventa, la huella de Merchant pareció perderse para muchos de los seguidores de 10,000 Maniacs en una nebulosa preñada de melodías folk y pop que recorrían sus álbumes en solitario. Tigerlily (1995) había sido su pieza «bautismal», en un año especialmente prolífico por lo que compete a damas que saltaron al ruedo musical con un cierto sentido de desinhibición al escribir las letras de sus canciones que ellas mismas intepretaban. Pero su segundo trabajo en solitario, Ophelia (1998) nos habla al oído de esa herencia de la mal denominada contracultura, homenajeando a Allen Ginsberg, muerto un año antes. Canciones que parecían darse la mano con aquellos tributos con aromas punk que Robert Buck (autor de Hey, Jack Kerouac), Lombardo y Cia habían concebido en el seno de los 10,000 Maniacs. Pero ha sido con The House Carpenter’s Daughter (2003), que he descubierto hace pocas fechas, que definitivamente me ha ganado Natalie Merchant. Una obra maestra que rebosa serenidad y dulzura, elaborado con los condimentos adecuados, orquestados para la ocasión por una Natalie Merchant que ha sedimentado en su interior el valor de las letras de unas canciones de raigambre tradicional, a caballo entre el folk y el country, para posteriormente ofrecernos un recital de vigor vocal. Once piezas de solera grabadas en un espacio emblemático como Woodstrock, localidad cercana al Jamestown que alumbró a Natalie Merchant y que el destino la facultaría para trazar una carrera en paralelo a la de otra de las grandes voces femeninas del espectro musical actual: Aimee Mann. Ellas pueden presumir de enarbolar la bandera del compromiso artístico mientras otros/as se mueven por un puro espejismo mercantilista. Una buena opción para acercarse a ese fenómeno de la naturaleza llamado Natalie Merchant sería adquirir Retrospective (1995-2005) (2005). Tan sólo, pues, cabe poner en retrospectiva una enmienda al buen gusto y a la excelencia musical.

miércoles, 4 de marzo de 2009

UN MAL ENDÉMICO: CINE DOBLADO Y SUBTITULADO AL CATALÁN

En el empeño del actual gobierno socialista se sitúa la voluntad de aniquilar todos aquellos símbolos referidos al franquismo, léase estatuas ecuestres, monumentos a mayor gloria del Caudillo y demás. Feliz iniciativa, pero que debería tener continuidad con otras prácticas alentadas durante ese periodo gris de la historia contemporánea de nuestro país, como por ejemplo, el infausto doblaje que tanto daño ha hecho en el imaginario español y que nos sitúa, por derecho propio, a la cola de las naciones en el aprendizaje de lenguas no oficiales. Un doblaje que además ha ido perdiendo calidad en función de una diversificación de la oferta audiovisual que convoca a los profesionales del sector a trabajar a destajo, prescindiendo del mimo, de la dedicación que requiere familiarizarse con una u otra producción. Pero todos los datos indican que esa herencia del franquismo se perpetuará, al menos, al medio plazo, porque no existe una voluntad política para revertir esta tendencia y fomentar que los asistentes a las salas de cine se dejen seducir por la versión original subtitulada.
Al hilo de esta disyuntiva entre la versión original y la versión doblada, se ha conocido a través de los medios de comunicación que la Generalitat de Catalunya ha presentado un documento base que, de aprobarse en el trámite parlamentario, obtendrá categoría de ley con el fin de regular la presencia del catalán en el ámbito cinematográfico de la exhibición. Recuerdo una tentativa parecida en los tiempos que dirigía Seqüències de cinema —quijotesca empresa que trataba de abrirse camino en un panorama dominado por la prensa escrita en castellano—, coincidiendo con la celebración del centenario del cine. Por aquel entonces, se hablaba de reforzar el doblaje en catalán vía subvenciones, pero lejos de alcanzarse los objetivos incluso hubo un retroceso hasta quedar en unas cifras raquíticas la presencia del idioma de Josep Plà en la oscuridad de las salas comerciales que proyectan películas. Desde entonces hasta la fecha el discurso refractario por parte de las majors ante esta serie de propuestas no ha cambiado un ápice. Si aceptan la proporción de 50-50 que propone la Generalitat de Catalunya, esgrimen las majors, sentarían un precedente que les llevaría a doblar lenguas minoritarias que coexisten en otros ámbitos geográficos, caso del gaélico en Escocia, por citar un solo ejemplo. Con unas salas de cine que pierden espectadores a cada mes vencido, estos experimentos son observados con recelo. El problema, una vez más, estriba en la educación: si nos ceñimos al otro frente que plantea el documento base presentado por el Departamento de Cultura de la Generalitat, acostumbrar a los más pequeños a leer los subtítulos mientras aprenden una lengua foránea y disfrutan del visionado de una película de ficción o de un documental pasa invariablemente porque los adultos adopten idéntica costumbre. Los niños mimetizan lo que hacemos los mayores; ocurre en otros ámbitos socioculturales con la lectura, la música, la cocina, etc. El conseller de Cultura Joan Manel Tresserras dice cosas sensatas cuando defiende este documento de base, entendiendo que la inminente implantación de la TDT en todo el territorio nacional propiciará, a efectos técnicos, que el subtitulado sea una práctica de uso común. Pero una cosa es la disposición técnica y otra la disposición de una población mayoritaria de adultos que, por ejemplo, teniendo a su alcance desde hace varios lustros el DVD han sido incapaces de accionar la opción de subtitulado y dejar que la voz original tome el mando en la proyección de una determinada película. Presumo, pues, que todo ello caerá en saco roto porque ni el momento es el más adecuado —la crisis ha dejado huérfanas muchas salas de exhibición que, entre semana, podríamos encontrar por separado la viva estampa de Ben Johnson en La última película (1971)— ni se dan las condiciones para que las majors claudiquen frente a la presión ejercida por la Generalitat, incapaz de garantizar que con esta medida de equiparación/normalización lingüística el cine proyectado en salas sea evaluado con el devenir de los años en un negocio poco rentable. No creo equivocarme si digo que dentro de una década, la versión doblada al catalán seguirá siendo residual e incluso más raquítica si cabe que la de hoy en día (un 3% aprox.) porque sencillamente el negocio de las salas comerciales será la cola de ratón de una industria cinematográfica dominada por grandes corporaciones que tan sólo saben de balances contables y les trae al pairo las históricas reivindicaciones de las lenguas minoritarias.